Y te contaré mi sueño…
engo de volar en el cielo de la tarde para adornarlo de vistosas guirnaldas, con los dulces pliegues de tu voz vibrante y quebrada. Allí me dijo un rayo de luz, en un susurrante aleteo, que mi pasión no era alada simplemente por elevarme sino por la transparencia de mis sueños y la visión sutil y etérea del corazón, derramándose como una plateada cascada que alguien parecía haber pintado sobre nuestros asombrados ojos.
Cada vez que vuelo en ese cielo suele ocurrir un capricho de mis intenciones, en el universo de luces dormidas que han alcanzado la noche con la extraña sensación de quien contiene el aire de sus pulmones para que todo siga su cauce y no se oiga la respiración. Todo ello en un jergón blanco y azul, de aire firme y tibio sobre el cual parece que estoy tendido en un sueño en el que todos consideran observarme mientras me dejan dormido.
¿Qué ave, hada o duende me enseñó a volar cuando apenas recobré la conciencia y que aún hoy resuena ese aleteo en la memoria, perdido…, como si fuera el destino de este pobre tonto a encontrar? ¿Qué mano poderosa me tocó estando yo desmayado en la estancia umbría y eterna de la cúpula de las estrellas, mientras que otras personas también venían volando sobre la blancura lechosa y brillante, sabiamente entretejida y que a todos nos envolvía?
Surcando el tiempo huidizo y caprichoso que se escapa de nuestras manos me encontré con otros seres que, asimismo, estaban buscando el camino a las páginas del libro de los destinos.
Y todo parecía ser verde esmeralda con algún retazo ceniciento, con algunas pinceladas de aire transparente, pero de azul luciente como el cálido aliento que voy viendo y casi consigo tocar. Y a veces un olor de cosquilleo, que consigue envolver los caminos en una madeja de gran lío que no sé desenredar.
Cada vez que miro atrás veo el paisaje y el cielo de aquél bello momento; veo también los recuerdos escritos como el humo que marca el destino del viento que lo empuja. Entonces pienso en aquel día en el que pude volar, en aquellos sentimientos que se desplegaron como un misterioso arco iris que plateó la tarde, doró las espigas y enrojeció las amapolas del campo dormido y nos mostró el admirable horizonte de las cosas ansiadas. Todo ello sin molestias ni aturdimientos y con la frágil magia del momento, que después voy y me despierto y ya sólo queda el recuerdo para que no se pueda olvidar.
J. Francisco Mielgo
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