salió la luna sobre un horizonte lleno de castillos de agua y hielo, como frecuentado por una niebla nacarada que envuelve los hilos de luz irisada con los que el sol se viste en la sala de los colores cada mañana; y mientras asoma el olor, fino y profundo de esa translúcida intuición que nos deja cabizbajos y pensativos como un lejano recuerdo en la memoria de unas cenizas ya frías, me voy adentrando despacio en el lejano y oscuro bosque de los recuerdos escondidos.
Sí, creo estar caminando o de alguna manera viajando, sin escudo protegido, por los rayos ardientes de épicas batallas, como hilvanadas en los tiernos y profundos sueños de un niño. Y me adentro en el agua azul de una gota cristalina que escurre por las agrietadas manos que lavan sus doloridas llagas una y otra vez en fuentes repletas de ondulantes pensamientos de algún lugar de la mente.
¡Y ahora veo que todo es sangre del manantial de los sufrimientos que brota del rojo horizonte del inmenso cielo de los lamentos!
¡Y ahora veo que todo es una dulce, blanca, transparente caricia que enreda cual el suave pero tenaz viento destapado del vetusto frasco de los deseos!
No hay un rojo sol que no me haga pensar, ni blanca luna que no me invoque a soñar en un mundo mágico que more tan lejano que no pueda encontrarlo al despertar. Por ello no me importa estar despierto ni tampoco soñar pues vivo en un mundo donde, tal vez, ambas cosas son verdad
Autor: J. Francisco Mielgo
03/09/2012
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