s un lugar lleno de caras tristes y grises, de rostros viejos y cansados, de miradas vacías y yermas lágrimas. Hay allí una ciudad eterna donde pululan los hombres viejos, los que han cumplido, los seres que han sufrido y que gozan de estériles almas bajo cascarones arrugados y secos como los olvidados campos de sus vidas pretéritas. Esa ciudad inmortal, perdida en el tiempo y en la conciencia, aderezada con la negra amargura asida a las entrañas de sus moradores, espera ansiosa la llegada de nuevos advenedizos: los que han huido y nunca han afrontado, los indeseables y los vanidosos, los incautos o simplemente los apocados; todo aquel que sea fácilmente atraído o a quienes no tengan opción de tomar otro camino.
Si me he visto en aquella ciudad, viejo y decrépito, es algo que debo dilucidar. Y cuando me miro en un espejo a veces me veo aureolado de ruinosas casas grises, de seres que se arrastran y gimen y de un anciano corcovado que camina hacia mí, esbozando un rictus risueño y desdentado.
¡Oh, seres errabundos!; ¿queréis poseer mi alma? “Quizás algún día”. “Sí, tal vez algún día”, me contestan fútiles vocecillas a través del espejo. Pero aún no ha llegado ese día…, creo yo. Y espero que no llegue por descuido mío, mientas permanezca un rescoldo efusivo de mi espíritu luchador y mantenga la llama de los sentimientos ardiendo en mi corazón.
Sin embargo, la ciudad ominosa, la vieja ciudad gris de aires malsanos y enrarecidos, de quiméricas sombras alternadas con pinceladas de luz mortecina continúa erguida y expectante, oculta y umbría y siempre omnipresente. Los innumerables caminos que a ella transcurren parten desde el fuero interno de cada uno de nosotros como los hilos indelebles del tiempo, entretejiendo la fantasmagórica telaraña del ocaso de las almas.
J. Francisco Mielgo
23/07/2004
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