Los buitres
e visto manar el dolor en las fuentes de la tortura bajo el cielo rojizo y poniente de un día aciago. Mil estacas clavadas goteando la sangre dulce que bañó los cuerpos enjutos de los hombres arrogantes. Una inmensa yacija rebosando despojos, de olor pestilente, que van devorando buitres enmascarados de ingenuas palomas blancas. El epinicio glorioso y lastimero que van entonando los muertos se extiende por los valles y también por las atrevidas montañas.
Allí se ha desgranado la historia y se ha tejido la fábula y todo sube como un humo hiriente que se escapa hacia el cielo, mientras suenan horrísonos redobles de tambor que erizan los pelos. Y un halo pestilente que habla con la boca llena de que allí se libró una cruenta batalla, que vanidades y envidias blandieron sus fuerzas, que lucharon como endemoniados y que luego todo quedó olvidado para que, en el futuro, pueda volver a repetirse.
El fragor de la batalla se esfumó con ellos y nosotros ya no podemos conocer ni sus orígenes ni su tonto final. Sin embargo, siempre hay seres que se alegran de los deslices de quienes los cometen… “¡Los buitres!”, eternos carroñeros de los errores humanos.
Ellos siempre estarán al acecho, ocultos e inmersos en nuestra inocente sombra.
J. Francisco Mielgo
25/11/2007
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