Los árboles olvidados
ira un momento mis raíces penetrando en la tierra, chupando su jugo, bebiendo el néctar que nos da la vida, esa vida que tanto nos hastía y doblega a permanecer quietos. Y no es por tedio o sedentarismo precisamente sino por la ausencia de posibilidades, de no haber sido mediadores en los avatares de la vida rutinaria como hacen los humanos movedizos. Ser trascendente, esa es la cuestión, cosa que a nosotros se nos negó con eso de que la prosopopeya es una fantasía.
Porque, ¿quién va a venir a escucharnos aquí?
El que algo quiere algo le cuesta, reza un dicho, y nosotros deberíamos ir en pos de ese “algo”; mas no podemos por estar al margen de esa posibilidad. Debemos resignarnos a ser locuaces a medias, llanamente por el mero hecho de serlo: haremos nuestro propio devaneo; sacaremos las más lúcidas conclusiones; el viento viajara por nosotros y él nos traerá chismes; crearemos nuestra propia filosofía que nos transportará por los encrespados vericuetos del tiempo, buscando así la muy huidiza inmortalidad.
Volviendo a lo de antes, la prosopopeya es una palabra de invención humana que designa y confiere lo que a ellos les ha venido en gana, solo que el acierto significado, en este caso, se lo hemos dado nosotros con nuestra dejadez, nuestra cobardía y nuestra testaruda raigambre: De ahora en adelante nos verán y hasta nos oirán mover. Viajaremos más rápido que su propio pensamiento, de tal forma que deberán pasar muchos años hasta que logren comprender aquello que hicimos o dijimos en el pasado. Seremos sabios y recordados, al menos en la trasegada memoria de los humanos; y en nuestra cronología imprimiremos la huella inherente que siempre debió existir.
Creo que el sedentarismo no es malo si no te deja secuelas. Para combatirlo hay que despabilarse, si con ello conseguimos dejar de ser fugaces como un centelleo en noche cerrada. Somos más longevos que los humanos y, sin embargo, se nos olvida antes, incluso en vida yacemos olvidados. Trascender más allá de lo mundano no es un paradigma a seguir por cuantos creen en nuestra filosofía de la vida. En cuanto a después de nuestra muerte, lo edificante y encumbrado de nuestra creación será recordado como un bello sueño que no se debe perder por temor a que se esfume y nunca se vuelva a tener.
En esas cuitas andaremos cuando ya no se nos ignore, cuando se nos dé por imprescindibles, respetados y valiosos. Llenaremos el mundo de verde, limpiando toda contaminación y ayudaremos a los humanos pese a que ellos no lo han hecho con nosotros. Volveremos a moderar los climas y las estaciones, que ya han entrado en el caos; haremos renacer a las especies animales extintas y velaremos por las existentes pero diezmadas por el acoso de una codicia no comprendida por nuestras mentes. Un largo etcétera de calamidades que sería muy largo de enumerar y que llevará muchísimo tiempo borrarlos como si nunca se hubieran producido. Deslavaremos el buen nombre de la raza humana que, incauta, ha venido corroyendo toda la creación de este frágil planeta. Con rabia, con ilusión, con avaricia, corrosión mezquina, lujuria destructiva: “los árboles no se defienden, ¡a por ellos!” Gallardos y cobardes, con el orgullo de la estupidez vuelven a sus casas a dormir placidamente, satisfechos por el deber cumplido, por haberlo todo destruido.
Escucha ahora, hermano, vuelve a venir el viento, seguro que nos trae cosas en su sibilante lengua, fijo que tendrá algo que decirnos; oigámoslo y olvidemos por un rato la dura realidad. Después trasladaremos al viento nuestros deseos, nuestro gran pesar, las graves palabras que deberá recitar una y otra vez con ese coro de voces ululantes sonando en todas partes y, como un dardo invisible pero ardiente, les llegue al corazón.
J. Francisco Mielgo
20/08/2007
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