Juiciosos escarceos

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Juiciosos escarceos

voy oy agarrada al viento, surcando el azul rebosante del cielo diurno o sumergida en el encendido bullicio de las estrellas de la noche. Vuelo sobre el ondulante mar de trigo verde y flexible, que va meciéndose al paso de mi deslizante presencia. Noto las verdes espigas sobre mi cuerpo como si incontables manos de finísimos dedos prodigaran una larga, larguísima caricia en mi rostro, produciéndome un dulce cosquilleo que me satisface. Luego viene un susurro que surge del roce de las espigas o quizás llega del viento, revelándome que estoy hechizada o tal vez embobada con tan magna sensación, pues para arrimarme a tales sensaciones creo estar hecha.

Cuando la plateada luz de la luna baña la alameda me descuelgo de ella y bajo, tocando las hojas y la brillante corteza. Me deposito en el suelo y allí enraízo y trepo luego como una exuberante enredadera, inundando todo con mi presencia. Después bailo como una posesa por entre los intersticios del ramaje, mientras voy sorbiendo el rocío del bosque que me alimenta y me hace aún más corpuscular, como esa luz pálida y cenicienta que la luna hace reflejar en este paraje escondido.

Tenéis que saber que me gusta estar allí en forma de lluvia; es bonito ser transparente y mezclarse con el agua que golpea el suelo y corre locuela por el sediento mantillo gris-ocre de los campos. Sí, es un delirio emocional el poder volar entre esas gotas pesadas y rastrear el olor rancio a tierra mojada que siempre nos trae los recuerdos que teníamos olvidados. Es refrescante eso de lavarse con el agua impoluta de la lluvia; sí, y también purificador, ya que esfuma mis locuras, mis proclives tropezones y las pretensiones más oscuras a la vez que me vuelve ágil, pura, honesta. ¡Soy voluble y modelable por los elementos, y así me manifiesto!

Quizás el agua me haya convertido en un ser tan azul como el cielo y por eso no se me ve tan fácil; pero juro que estoy aquí, envuelta entre la hierba y las revoltosas hojas. Tal vez tenga la magnífica presencia de una flor silvestre, rebosante de polen que liban ruidosas abejas amarillas; acaso cabalgue a lomos de una frágil y danzarina mariposa y vayamos vistiendo el mundo de fantásticos colores, como ese arco iris del que están hechos los sueños de los niños.

Ahora también logro volar en la noche como si fuera un murciélago más, o como una sigilosa lechuza que aletea entre las sombras y emite un chillido hiriente que, por un momento, desgarra la placidez de la noche. Luego vuelven los murmullos, gritos o cánticos en los bosques, ríos o campos. Salpicado me hallo entre el croar de las ranas de la charca y el lírico ronroneo de los grillos en la pradera. Quizás estos ilustres huéspedes alaben la llegada de mi advenediza presencia o tal vez esa larga serenata sea la sugerencia más clara para que esfume de aquí mi perturbadora presencia. Sin embargo, no quiero entrar en controversias sin antes dilucidar por qué me he convertido en hierba, en viento, en hoja, en tierra…

Ahora vuelve a llover y el aire y la lluvia me llevarán lejos, entre negras nubes, entre recuerdos casi olvidados al cabo de un tiempo. Y ya nadie reparará en mi presencia, en si estuve o no en aquel lugar, en si vi o no amanecer aquél nuevo día. Ya sé que no puedo estar mucho tiempo en un mismo sitio, en el mismo pedestal, para que todo el mundo me encuentre. Realmente soy voluble y caprichosa, y no me conformo con poca cosa. Puede decirse que estoy en todos y en ningún sitio en concreto, y alguien me bautizó con el impenitente nombre de la impaciencia.

J. Francisco Mielgo

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