Espejo de agua
e vuelto a mirarme en el agua estancada, en el agua que hace espejo y refleja mi pasado o tal vez sólo refleja lo que yo quiero mirar. Me miro allí como hace la luna cada noche, con su cara redonda y nacarada y su sonrisa de perla blanca y también en el día el sol, que peina sus largos y dorados cabellos; pero también me reflejo como un leve pensamiento, o un lejano dolor. Hay veces que paso por allí y simplemente deslizo la mirada de soslayo para ver si esa figura del agua, que soy yo, me mira… en una palangana, en un pozo oscuro, en el fondo del alma. Hay errantes nubes que viajan conmigo por la resbaladiza piel del agua, esquivos visos dorados que van bruñendo el espejo inquieto e invisibles susurros que deja el viento en calma. Como estrellas durmientes, con sus gotas de rocío al alba.
Hay un charco que dejó la lluvia y, en él, una mirada de la nueva luna que nunca he logrado ver pero donde sí oigo sus palabras, y la melancolía que en ellas hay pintada. Y así tengo miedo de un día poder mirar y no encontrar mi imagen grabada, como cosas de fantasmas, como si una música sonara, pero nunca con instrumentos tocada. ¡Qué delirio, locura o qué hermosa ilusión realmente encontrada! Como si con mi mente pudiera evadirme y realmente localizar el mundo imaginado a flor de agua, como si tuviera la escalera que me subiera al cielo, a los más increíbles sueños, por encima de las más altas estrellas, mientras sólo voy meciéndome como un sutil reflejo de ramas, que deja el aire a su paso, con esa voz opaca de gritos o palabras... una vez exhaladas.
Un día cualquiera vuelvo a mirar hacia la oscuridad, hacia la lluvia y el viento que van quedando atrás. Parece mentira, pero cada vez que me reflejo en el agua me voy volviendo un poco más de cristal, casi fundiéndome con su movimiento, inmerso en una vida de reflejos, en algo casi irreal; pero que son grandes y hermosos esos buenos deseos reflejados, tantas lágrimas derramadas que corren y riegan y luego brillan en el espejo y en mis ojos reflejadas. Tal vez un día cualquiera sepa encontrar en esa mirada las más sutiles cosas que de mi vida se han evadido o tal vez escondido, las cosas que no he sabido valorar y a las que dediqué demasiado tiempo… de toda mi vida perdido.
Quizá ya no me contente con mirar un simple charco y necesite más: un río, un lago… tal vez un mar. Y así pasaré los días, intentando escudriñar que el brillo de mis ojos me revele por qué he sido tan arrogante, por qué nunca he visto miserias en mí y sí en los demás. Tenía que haber echado antes esta mirada introspectiva hacia mi interior para ver mis anomalías, la insolencia que siempre he poseído y que ha tenido vendado mis ojos y no me ha dejado ver. Sí, demasiado tiempo he estado ciego y nunca había vislumbrado el espejo de mi alma, el que me ha revelado el monstruo que yacía en una ciénaga pútrida y de aquél pobre hombre que poco a poco iba pereciendo. Sin embargo, sí hay cierta relevancia en los buenos propósitos que de mí van surgiendo cual raudos cometas casi invisibles, pero consejeros de buenos sentimientos. A partir de ahora he de mirar más hacia mí y menos hacia los demás, puntuar mis fallos y alabar el buen hacer de los que luchan por su superación. Seguiré mirándome al espejo para ver quién he sido, en qué me he convertido y si algún día llegaré a poseer el corazón que por el camino había perdido.
Mientras estoy haciéndome esta reflexión pienso que hace ya tiempo que no me miro al espejo de mis adentros; pero, no obstante, cierro los ojos y lo veo todo, como vestido de azul y rosa de una tarde caprichosa en la que quedé anclado, queriendo vivir y dejando vivir y sólo poder sentir el río de la vida en el que todos vamos fluyendo como parte del agua, que va corriendo y nunca se acaba. Ahora, con cerrar los ojos, veo casi todo lo que antes no veía con ellos abiertos. Y sólo tengo que mirar… para ver y poder realizarme en el que siempre quise ser, en lo que, a duras penas, tendré que lograr.
J. Francisco Mielgo
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