Escribiendo renglones torcidos
o soy el gran vagabundo del destino humano, y ahora que escribo esto lo hago sobre el papel con pliegues y dobleces de la vida (la nuestra; mala o buena, corta o larga). Escribo los renglones que todos tenemos en mente, las palabras que la brisa un día cualquiera se llevó de la gente. Y luego sigo caminando, y vuelvo a perderme por un mundo vacío y triste, sólo repleto de personas olvidadizas, inmerso en la lluvia de las palabras del tiempo, en las pisadas de un gris ceniciento que me lleva sobre su corcel invisible, rozando, libre como una pluma, el viento.
Sigo siendo y seré el vagabundo menos desdichado porque veo ocultarse el sol todos los días y por la noche las estrellas duermen a mi lado, mientras suena una larga y misteriosa canción en los arroyos y la hojarasca de los árboles me cuenta un cuento para que vuelva a soñar despierto. Después, mi sueño lo mece el viento como si fuera un alto árbol plateado y sonriente que por siempre ha estado enraizado en el tiempo; y mientras voy durmiendo parece que voy muriendo y luego renaceré a lo largo y ancho de la vida como la mayor de las enredaderas, o como al recitarse el más grande, en boca alguna, de los poemas. Y después, a todos los miedos que me rodean, intentaré abrazar y destruirlos y luego al mundo podré explicar el significado más oculto, íntimo y permanente que a todos nos une con la vida, y que hasta al más pobre se le ha dado.
Creo que he vuelto a perderme en un mundo de espíritus, en una misteriosa noche que todo lo rodea y me hace estremecer y casi tiritar de un frío insoportable que dentro de mi nace. Al respirar hondo se hace más llevadero y parece que me elevo por el cielo una y otra vez al compás de la respiración, con sólo mi poderoso deseo. He tenido un momento de flaqueza, pero ya estoy otra vez en pie y no creo tropezar más, aunque haya visto los miedos que me acosan al pasar por los caminos del mundo, por los enredados senderos de la verdad. Sí, creo que ya estoy mejor y, aunque me canten las ranas de la charca de la orilla yo no me quedaré un momento si no es para admirar su rostro, el bello rostro de la luna reflejada en el agua, y luego en mis ojos; y, por último, la admirable y brillante sonrisa del alma.
Paso hambre y solo puedo comer las piedras de mi destino, esas rocas que han forjado el muro de la invisibilidad entre las personas. Mas por mucho que pueda empacharme nadie me da la razón; nadie, en su puño, esconde las flechas del corazón, para luego arrojarlas fuera, lejos, sin que nada se resquebraje y pueda seguir latiendo por la verdad y por algo tan profundo como es el amor.
Como vagabundo que soy he hablado con el viento y con la húmeda lluvia que ha mojado su aliento para que a todas las personas llegue este mensaje con el eco del silencio, esa especie de intuición, el más fogoso y profundo deseo de corregir los renglones torcidos que en esta vida todos vamos escribiendo en la blanca hoja de viejos y grandes pliegues como arrugas que nos van surgiendo en las arenas del tiempo de nuestra frente en sudor.
Ya sé que me llamáis vagabundo porque sigo los pasos del destino, unos pasos que ya se han ido como el humo de la vieja hoguera, de sus cenizas olvidadas y frías y del abrazo lejano de nuestra madre tierra. Sigo hollando el pasado, pero también pasaré por el futuro de cualquier ilusión por pequeña que fuera. Miremos todos los ojos que han dejado su lágrima salpicada en los labios que los besó con pasión, regando como blanca sangre de su pecho el generoso corazón. Sintamos el liviano y frágil cosquilleo de la emoción de saber que somos grandes por haber sido importantes en el destino de la vida, por haber sido los guías enclavados permanentes en su cruce de caminos. Y así, cuando terminemos de escribir el libro de nuestras vidas habrá siempre constancia de lo que vivimos, imprimiremos la huella en aquellos renglones torcidos para que no desdeñe el decoro de su imperfección con el más honesto brillo de lo que fuimos.
Ahora he de proseguir mi viaje y tengo que dejar de escribir. Quiero deciros, no obstante, que miréis de cuando en cuando hacia la margen más cercana del camino; entre la estela polvorienta que dibuja el sol a mediodía y la oscuridad salpicada de estrellas al anochecer se aprecian las pisadas temblorosas de aquel que siempre ha sido, que ha marchado y ha venido, el vagabundo del destino.
J. Francisco Mielgo
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