iraba los posos del café, echaba cartas e interpretaba los astros. Un día algo vio, lo sé, pues desapareció y no se supo más de él. Del rastro de su presencia sólo queda el olor a velas quemadas, a incienso y albahaca. En aquélla secreta buhardilla esperan su magia y sus conjuros, sus aguas, sus aceites y un búho. Quizá un día me atreva a ser yo su discípulo y me adentre en ese mundo de misterio hasta que aprenda lo suyo y desaparezca de seguro como si me tragara la tierra.
J. Francisco Mielgo
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