El hijo de las sombras
oscuras me quedo y todos me temen. En mi maldita cueva nada entra; ni el aire siquiera, pues respiro una atmósfera deletérea que ningún otro hijo de madre podría respirar; tampoco escucho el inoportuno ruido de algo que se mueva, ya que un silencio lóbrego impera en todos mis aposentos. Sólo de noche salgo de mi guarida para gruñir a la oscuridad aberrante, a esa negrura que va más allá de la luz y envuelve todo el universo. El mundo se estremece con mis aullidos, rompiendo no solo el silencio sino la tranquilidad de los desamparados durmientes. ¡Pobre de mí, que nací de un deseo inocente!
Ahora sé que nadie me ama, ni las inmundas criaturas de la miscelánea noche. Viviendo siempre a hurtadillas, ¡vivir, para siempre esconderme! ¡Qué soledad espantosa me tiene atrapado en su vientre! Quiero que nadie me vea proseguir mi destierro por siglos venideros, ocultarme nada más sentir la tentación y sólo aparecer entre sombras, solapando así mi presencia. Poseo una vida muy longeva y esa es mi perdición. Ojalá pudiera ceñirme al destino sin trasmutar mis apariencias para que nadie dijera: ¡Tened cuidado del que vive más allá de la oscuridad!
Escribiendo estas líneas vuelvo a sentir un miedo que me envara, miedo de mí mismo, de la pesadilla que resurge en mí cada noche y que terminará enloqueciéndome poco a poco. ¡Si pudiera salir a la luz del sol…! ¡Ay si mis ojos vieran la verdad de un día iluminado! Sé que ser el hijo de las sombras conlleva una negra amargura que a la vez atesoro y prodigo…, pero que ni tal cosa me complace. Ser odiado es un castigo, mas no quiero ni puedo evitarlo. Soy un horrendo ser, algo que ni yo mismo me atrevería a mostrar a nadie como si de un macabro tesoro se tratase. Ninguna pesadilla es tan real como mi ominosa presencia. ¡La luna, cuando me observa por la noche, se compadece de mí! Y ni el poderoso y gélido viento del norte camina a mi lado, receloso de mi presencia. Soy un castigo a perpetuidad y nadie me dijo cuándo nací. Me muevo entre escollos pedregosos y yermos páramos, entre quiméricos sueños de pesadilla y malos augurios, mientras aúllo a la noche en reclamo de lo que fue mío y se me ha vedado. Y aunque sólo fuera en un sueño… alguna vez tuve la linda visión de verme a mí mismo libre y hermoso, antes de haber caído en desgracia y nacer en la más lóbrega oscuridad.
Poco a poco me fui pudriendo; ni el calor que me arropó ni la lluvia que lavó mi cuerpo me hicieron madurar. Arrastro mi ahíto cuerpo por las frías laderas en busca de una presa incauta y tan podrida como yo. ¿Qué puedo hacer?... No voy a cambiar. ¡No puedo cambiar! Viviré mis días según la maldita providencia que me señaló y esperaré sollozando, en roncos aullidos, hasta que termine consumiéndome como una pequeña llama. Entonces, quizás, se me empiece a olvidar, y aquellos que lo hagan comenzarán a ser más felices. Me convertiré en parte de la Historia y ahí dentro sí podrán decir que estoy en el lote de un todo interesante y entendido. Y la lluvia ya no mostrará mi reguero de cólera. Las sombras no serán tan opacas porque mi presencia no estará agazapada en ellas. Y mi madriguera quedará en el abandono mientras que nacerán las flores allá por donde he pasado y sólo la compasión de mi existencia perdurará durante siglos en el alma de la noche, cuando me haya ido.
¡Pobre de mí, que me parió un deseo inocente!
J. Francisco Mielgo
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