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El conejo y el zorro 

 

 

🐇   🦊

 

mee contaron ya hace tiempo una gran historia de un conejo y un zorro. A veces hay que hacer buena memoria para acordarse de todo cuanto nos dicen, pero merece la pena hacerlo para que no se olvide nunca.

Cierto día un conejo moteado salió de su madriguera para dar un paseo. Era un día de hermoso sol y de mágica luz que rebotaba en la tierra y en las cosas, como si surgiera de la verde hierba del campo y de las livianas hojas de los árboles. El conejo estaba loco de contento y triscaba de aquí para allí como un gazapillo impaciente. Allí afuera estaba la libertad y el olor de la amplitud que en su madriguera no había; pero, sin embargo, allá anidaba el miedo y el peligro corría como una gran torrentera de agua imparable. Este invisible pero azuzador miedo le hizo presentir, de repente, que estaba en peligro, pues un ejemplar de zorro rojo, robusto y grande, estaba a sólo un par de metros de su lado. ¿Y ahora qué hacía… echar a correr? No podía salir en dirección opuesta al zorro, pues le obstaculizaba el paso una enorme roca; debería salir en diagonal y paralelo al cuerpo de su enemigo: era posible que así acabara en sus fauces.

Mientras el conejillo pensaba esto, el zorro iba avanzando y ya casi rozaba con él. Ahora sabía que ya no tenía salvación posible y en vez de intentar huir decidió implorar piedad al feroz zorro:

-¡Por favor, no me triture usted, señor zorro!

El zorro se paró en su avance, y lo miró un tanto curioso:

-¿Que no qué…?

-Sí… ¡Con sus cortantes! –aseguró el conejito, asustado y tembloroso.

-¿Con mis cortantes…? –volvió a preguntar, incrédulo.

-Soy tan pequeño y frágil que me derretiría en sus garras con facilidad. Puede machacarme, pero antes podíamos hablar un rato; tal vez en ese tiempo se le pase el hambre y no haga la digestión conmigo.

-Eres muy curioso, y me haces gracia. Tal vez no te coma a primera vista, pero te comeré de todos modos.

-Uno no hace más que asomar el hocico al exterior y ya le acechan tormentos. Usted es el menor de todos cuantos me podían acontecer.

-¿Qué insinúas, que no voy a devorarte? ¿Que me vas a dar lástima o algo así?

-No, señor zorro, sé de lo que es capaz; pero veo la sagacidad en el centelleo de sus ojos.

-¡Vaya, sabes cómo lisonjear a uno! No sé si comerte por estúpido o por ser demasiado listo.

-Si ya lo decía mi padre: ¡Te meterás en algún fregado que no sabrás aclarar! Y ahora estoy en uno de ellos, intentando convencerle de lo mentecato que soy.

-Para salir con éxito al exterior de tu madriguera no hay que tener la cabeza muy ordenada si bien ello es bueno, sino exigirle al cuerpo que responda con agilidad y contundencia.

El conejillo se removió inquieto.

-Este montón de huesos que ve aquí delante es todo cuanto puedo ofrecerle; si de todos modos quiere machacarme con sus agudos, empiece ahora antes que después.

-Me estás resultando algo simpático, y eso no me gusta nada, conejito.

-Suelo causar ese efecto. Y se lo digo sin ánimo de ofender a la verdad puesto que de no ser así estaría bailando en algún frío estómago.

-¿Y aparte de ser gracioso sabes hacer otras cosas? –le preguntó el zorro, cansándose un poco de la plática chistosa del conejo.

Sin embargo, éste se quedó un poco pensativo, como si le hubieran cogido por sorpresa las palabras del zorro.

-Soy muy bueno. Quiero decir que me gusta hacer buenas obras y creo en la ternura de las cosas.

-Pues yo creo que no vas por buen camino, amigo conejo. Mira, el mundo es cruel y difícil: alguien con tu semblante tiene mal fin, te lo digo yo.

-¿Le hago galanura, verdad?

-Sí, estás empezando a gustarme y me haces gracia; pero…

-He logrado convencer a todo un señor zorro, aunque sólo sea por un momento, en un pequeño instante para mi vida: Un buen talante creo tener, ¿no?

El zorro meneó la cabeza, como expresando con ese gesto que el pequeño conejo era imposible:

-Has tenido suerte conmigo, eso es todo.

Pero el conejo estaba enfrascado en asuntos cada vez más profundos de la visión de su idílico mundo:

-Creo que usted me ayudaría a hacer el bien de una manera más anchurosa…

-No veo cómo puedo yo…

-Sí. Dígame de qué manera puedo hablar con los seres humanos.

-¿Con… con los seres humanos…? ¡Pero tú estás loco, amigo conejo! –gritó el zorro, dando un respingo y abriendo los ojos, que parecían se iban a salir de sus cuencas.

-Sé de muy sobradas maneras que el mundo lo conducen los seres humanos. Por ellos y por los animales creo que debería conversarles, pues parece que no estén al corriente del daño que están obrando a la naturaleza.

-Pe… pero… Bueno, ese deseo que tienes es hermoso; ¡pero es una locura tratar de exponérselo a los humanos! Cuando menos no te harán ni caso y se burlarán de ti, ¡si no te guisan y te zampan luego!

-Sé que hay desconfianza en usted, señor zorro, pero ya sabe que tengo hechizo.

-No tanto, diría yo.

-¿Le obligo a bien o no?

-Sí. Lo admito. Pero con los seres humanos la cosa es muy distinta.

El conejo se calló por un momento; tal vez las palabras del zorro podían haber dado en la diana que ese bicho tenía en la cabezota…

-Dígame cómo puedo conferenciar con las personas. Sólo así podré sentirme venturoso.

El zorro resopló, porque veía que era inútil discutir con aquel cabezón:

-Mira, si quieres hablar con los humanos deberán venir estos a tu terreno, nunca irás tú al suyo pues no durarías ni dos minutos y terminarías bajo las ruedas de uno de sus locos vehículos. Creo que hay gente a la que les gusta el campo, los bosques, las montañas y los ríos, son unos amantes de la naturaleza ¡a su estilo, vaya! y son a ellos a los que tendrás que abordar si tan empeñado estás en exponerles algo –y se quedó un poco pensativo -. ¡Hum…! Creo que eso es todo cuanto te puedo decir.

-¡Gracias, señor zorro! Así es como procederé: Al primer humano amoroso con la naturaleza le platicaré mis pesares para que él lo lleve a otros y así se vaya ensanchando la bonanza en la gente.

Y el zorro dejó marchar al conejo en pos de su ideal. Tal vez había sido bueno no comerlo anticipadamente. La verdad es que tenía algo que cautivaba. Ahora debería seguirle para dar fe de la valentía y la persuasión del conejito. Tenía que ver con sus propios ojos cómo era capaz de lograr tal hazaña con un humano.

Así que se puso en marcha tras el conejo cuando éste se despidió. Quería ir tras él, pero que no se diera cuenta de que lo seguía. Y cuando apareció un humano, el zorro se escondió tras unos arbustos desde donde podía muy bien avistar sin ser visto. Vio cómo el conejo se acercó valiente hasta el hombre que había rebasado las lindes del bosque.

-Señor humano, ¿me permite que le parlamente un tanto? –le voceó el conejo.

El hombre se detuvo en seco y se quedó mirando al conejo con la boca abierta, como si no acertara a comprender el porqué ese animal le abordaba tan efusivamente.

-Sé que soy muy ardoroso y voy de sopetón; pero soy buen conejo y no persigo malos fines: sólo deseo desplegarle mis razones.

El hombre pareció salir de su estancamiento y se llevó las manos a la espalda. Allí tenía una especie de vara larga, como un bastón que brillaba. Lo tomó con decisión y lo llevó en dirección al conejito. Luego se produjo un ruido muy grande y una lengua de fuego surgió de aquel bastón metálico. Incluso hasta donde el zorro estaba parapetado le llegó un tufillo ácido a pólvora quemada:

¡Al pobre y maravilloso conejo le habían pegado un tiro!

Ahora todo había acabado y el dolor y la tristeza cundieron por el bosque y por el corazón de los animales.

 

Moraleja:

 

"Y ahora… ¿a quien le llegarían esas dulces palabras, ese buen fin que el conejillo perseguía? –se dijo el zorro -. él, era su mayor enemigo y, sin embargo, había visto en ese conejo algo grande, algo casi mágico. La peculiar manera que tenía de decir las cosas le calaba a uno hasta dentro. Perseguía un ensueño noble que ya no se cumpliría. Si un día este sueño llegara a realizarse, quizá las simpáticas y nobles palabras de este conejito no se consumieran con el fuego de la muerte y hayan quedado prendidas en el viento de los deseos, al que sólo tenemos que acercarnos y oír, y dejarnos acariciar por él".

 

 

 

 

 

J. Francisco Mielgo

26/07/2004

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