El asno y el sauce
El asno:
s relato estas palabras desde la penuria de mi mísera vida. Soy un asno. Y nada dichoso, posiblemente enfangado en el dolor y la pena más hondos. No he hecho otra cosa que trabajar de sol a sol y recibir palos por pago. Pero nada de esto me duele tanto como que me traten no más que a un inútil, como si fuera un ser tan inepto que no mereciera nada de esta vida si no es el sufrimiento.
-¡A ver, burro de mierda, no vales ni la asquerosa paja que comes! –me recrimina siempre mi amo.
Lo que más me duele es que tal vez tenga razón: trabajo mucho; pero seguro que todo lo hago mal.
-Hoy vamos a arar la tierra, ¡a ver si revientas con ello, sudoroso animal! –me avisa mi amo a primera hora de la mañana.
La jornada es agotadora y no descanso hasta que lo hace mi dueño. Él está exhausto y se cobija del sol de mediodía bajo la sombra de unos árboles, dejándome a mí bajo sus ardientes y sofocantes llamaradas. Así que creo que algo malo le habré hecho para que me trate de este modo. No sé si los burros tenemos alma, como los humanos. Yo creo que sí, y tal vez la tenga mancillada, negra como el carbón. Y si tuve otra vida anterior debí también nacer asno y tonto, poca cosa, receptor de todas las cargas y todos los palos del mundo.
Las moscas intentan comer mis acuosos ojos bajo el sol abrasador. Yo me fijo en la dulce sombra de un sauce cercano y me pregunto si un poquito de ella no puede ser para mí. Y estos pensamientos recorren como un fresco riachuelo mi cabeza, y casi sin darme cuenta me voy acercando hacia la reconfortante sombra. Es entonces cuando unas horribles voces me sacan de aquel ensueño deseado:
-¡Burro inútil!, ¿no ves que pisas el sembrado? ¡Estate quieto en tu sitio y púdrete al sol!
Tal vez mi amo volviera a tener razón. Sin lugar a dudas todo lo que yo intentaba hacer lo deshacía por completo. Creo que soy un cúmulo de desdichas continuas. Sin embargo, mi amo podía tener algo de compasión por mí, gozar de la magnanimidad del sabio para con el ignorante. Pero nada de eso había en él. Sólo maldad, despiadada maldad que lo corroía como el oxido al metal.
Y en aquel instante apareció el viento, una caricia fresca e invisible que abrazó mi cuerpo y lo refrescó brevemente. Me supo a gloria ese momento y lo mejor de todo es que mi amo no pudo ver la compasión que el viento había tenido conmigo y no pudo recriminarme por ello ni hacerme sentir más pequeño de lo que realmente soy.
El desconsuelo es que todo eso pasó tan fugazmente como pasa una de las brillantes lágrimas de las estrellas que se deslizan por el firmamento cualquier noche cuando alzas la vista hacia él. Pero valió la pena vivirlo y alivió mi sofocado cuerpo un poco, sólo un poco, pues rápidamente acudió de nuevo el asfixiante bochorno que me mantenía aplanado, como si fuera una estatua de hielo que se iba deshaciendo bajo su enorme poder. Mientras, mi amo, descansaba fresco bajo la sombra gratificante de los árboles.
Pero… ¡qué ven mis ojos!
Había ocurrido algo casi inaudito: mi amo estaba dormido. Y bien dormido, pues mientras yo yacía en el interior de mis alborotados pensamientos, a él le había echado un pulso Morfeo y le había vencido. O sea, no era una simple cabezada, era un sueño profundo, le conocía bien y sabía que cuando se acomodaba así era para largo rato. Había que aprovechar la ocasión e ir en pos de la ansiada sombra, que parecía llamarme con voz inaudible, pero poderosa. Y fui hacia ella, hacia su protección y frescor. Incluso el sauce bajo el que me cobijé pareció guiñarme uno de sus ocultos ojos al acercarme a él. Yo no hice mucho caso del guiño pues igual, simplemente, me lo había parecido sin que hubiera sido verdad. Sin embargo, era una delicia estar allí. Hasta el aire olía de otra manera, no quemaba como hasta ahora y llegaba cargado con aromas de verdes hierbas y guapas flores.
-¡Uf! –suspiré. Quizá mi suspiro sonó de otra manera, pero mi intención fue esa, la de expresar con ello un gran alivio.
A mí también me rondaba el sueño. El frescor de la sombra del sauce era un bálsamo para mi cuerpo y me estaba invitando a abrir la puerta de los sentidos y entrar en la casa de los sueños. Total, mi amo no despertaría hasta pasadas dos horas o más, yo no necesitaba tanto tiempo para echarme una siesta reparadora. Además, todo invitaba a ello: las mariposas hacían sus acrobacias en el aire, embelesándome; los pájaros me arrullaban con sus cánticos desde lo alto del sauce y el olor que traía el viento era como una droga a la que era dificilísimo resistirse.
Y me dormí…
Apareció de pronto un gran prado verde y hermoso, repleto de hierba y flores. Había un pequeño lago cerca, con aguas de puro cristal en las que se reflejaban nómadas nubes de algodón inflado, de donde salpicaban fervientes peces y nadaban lindos cisnes del color de un atardecer. Me hinché a comer hierba, llené mi barriga de agua y troté por aquellos campos como si un burrito pequeño y juguetón fuera. Estuve un buen rato acostado, mirando el azul de un cielo que jamás antes había contemplado. ¿Dónde estaba? Aquello era como un sueño. Sí, sin lugar a dudas se trataba de un sueño; pero yo no quería despertar de él. Ojalá pudiera quedarme siempre allí, entre aquella ansiada paz que brillaba como la más preciada perla del tesoro de mi vida, y de la dulce melodía de libertad que entonaban los animalillos de aquél bonito lugar.
Quizá pudiera hablar con alguien para que me dijese cómo conseguir quedarme allí y ya nunca salir para volver a la asquerosa realidad de mi vida. Le pregunté a un cervatillo que pasó a mi lado corriendo y me dijo que él había llegado hasta aquel lugar un día temprano y luego ya no quiso marcharse. “Simplemente con el deseo de tú corazón podrás conseguirlo, podrás quedarte”, me dijo. Pero yo no sabía si tenía tanto poder en mi interior como para hacer realidad un deseo. Sinceramente, todo lo hacía mal, no era precisamente una lumbrera y todas mis pertenencias podían entrar en la cavidad de una de mis pezuñas y sobrar mucho. ¡No era un burro pobre, sino más bien un pobre burro! Creo que era uno de esos seres vivos, ya sean personas o animales, que por la oculta razón que sea, nacen para ser la diana de todas las injusticias.
Sin embargo, ahora estaba allí, en aquella excitante fantasía de aquél bello sueño, o tal vez había ido a parar a un oculto mundo hecho a la medida de los desprotegidos. No lo sé. El tiempo que permaneciera en él debería estar contento y disfrutar mucho, luego ya veríamos cómo poder hacer el encantamiento que fuera para quedarme definitivamente allí. Lo que estaba claro era que jamás había sido tan dichoso como ahora lo estaba siendo; hasta los colores del arco iris brillaban en mis húmedos ojos como si no tuvieran mejor espejo en el que reflejarse, como si todo fuera un polvillo brillante de un sol refulgente y la luminosa felicidad que me daba alas para que pudiera volar entre nubes y ríos, árboles y valles, con el viento a mi espalda y las estrellas en mi destino.
De pronto llegó un ruidoso sonido. Vino de lejos y se acercó rápido. No sabía qué era. ¿Abejas? Muchísimas. Millones de ellas y comenzaron a picarme por todas partes, pero sobre todo en la cabeza. Dolía mucho; pero más me dolía el que me hicieran daño sin que yo les hubiera hecho nada a ellas.
Hablaban. ¡Dios mío!, me insultaban rabiosas con palabras como burro inútil, mala bestia y cosas así. De repente desperté y vi que los causantes de esa soberana paliza no eran los picotazos de las abejas sino los palos que mi amo me estaba dando. No quiero tampoco pormenorizar demasiado en detalles, simplemente diré que la paliza que me pegó fue brutal. Después me estacó en el medio de una era, a muchos metros de cualquier sombra visible. Por lo visto había hecho algo malo otra vez y era merecedor de la tunda propinada.
-¡Miserable bicho! ¡Has vuelto a pisar todo el sembrado y para colmo te tumbas a la bartola buscando la mejor de las sombras…! ¡Pues ahora vas a enterarte de lo que es padecer bajo el sol! –me gritó furioso. Luego se marchó para no volver más a donde yo estaba amarrado. Allí me dejó solo, abandonado, estacado…
El sauce:
Con las heridas sangrando, dolorido y apaleado pasó el asno mil calamidades. Sufrió lo indecible. Soportó muchísima sed. Con la llegada de la noche el suplicio mermaba, pero al día siguiente todo volvía a repetirse y con aumento, pues el cansancio y el dolor iban haciendo mella en su maltrecho cuerpo. Por las noches venía su amigo el aire, y con su aliento le refrescaba y parecía reanimarle mucho. Mirando las estrellas del cielo se preguntaba por qué él no podía cumplir su deseo. Quería vivir en aquel lugar mágico donde había estado una vez, ya fuera sueño o realidad. Aquél bonito lugar donde nadie le apaleara constantemente y donde no le insultaran para hacerle sentir ruin y desdichado. Se notaba muy mal, las heridas producidas por la paliza no habían curado y padecía mucho por ello. Yo sabía que, en aquel estado, el animal iba a durar poco tiempo, así que había que actuar con rapidez. Y entonces me acerqué hasta él.
El pequeño asno no había visto nunca a un sauce sacar sus raíces de la tierra y echar a andar. Eso era algo que le producía cuando menos asombro ya que me miraba curioso y un poco amedrentado.
-No tengas miedo, amigo asno –le dije, no pudiendo cambiar mi voz ronca y asustadora, pero tratando de no parecer demasiado temible con ella.
El asno continuaba mirándome asustado y no dijo nada.
-Hace unos días, cuando te cobijaste bajo mi sombra, te eché un simpático guiño. ¿Por qué no me respondiste tú con otro?
El burro no sólo no articulaba palabra sino que temblaba como un flan. Parecía tener el miedo a flor de piel, junto con los golpes y las heridas de su cuerpo.
Yo me percaté de ello y le dije:
-¡Oh!, no debes preocuparte por mi vozarrón; los sauces tenemos una voz muy ronca, nada más. Ni siquiera me he enfadado porque no me devolvieras el saludo. Supongo que no lo captarías.
-Siento que no te devolviera el guiño, pero pensé que había sido sólo un espejismo de mi cabeza –se disculpó el asno, entre temblores.
-Me lo supuse. Pero ahora cambiemos de tema. Yo no he arrancado mis raíces de cuajo para recriminar tu conducta. Estoy aquí para ayudarte a partir.
El asno me miró, entre incrédulo y emocionado:
-¿Quieres decir que romperás esta soga que me ata y podré marchar?
-No. Quiero decir que te ayudaré a romper las cadenas que te tienen amarrado a este injusto destino tuyo.
El burrito me miraba sin comprender del todo mis palabras.
-Estás muy mal, tus heridas son incurables –apostillé.
-¿Quieres decir que voy a… morir? –inquirió, el pobre, tembloroso.
-Bueno… algunos lo llaman así, sobre todo los humanos. Yo más bien diría que tu camino en este mundo ya lo has andado; pero te esperan otros para ser recorridos.
-¡Oh, Dios mío! ¡Voy a morir! –exclamó el asno. Y, después de quedarse un rato pensativo, dijo -: Sauce, ¿crees que yo también tengo alma?
-Claro que la tienes, y muy brillante.
El pequeño asno elevó su temblorosa mirada hacia el cielo empapado de estrellas de la noche y, de nuevo, preguntó:
-¿Crees que a donde vaya me darán una paliza todos los días por no hacer bien las cosas?
-No, querido amigo, nadie te hará daño alguno, te lo prometo.
-Es que… hay veces que me equivoco y sé que no debo cometer tantos errores. Me gustaría ser más listo, pero siempre meto la pata. Tal vez no merezca que tenga alma y todo se acabe aquí y ahora.
El sauce miraba al pequeño asno con asombro.
-¿Por qué dices eso, amigo burro?
-Pues porque soy poca cosa, no hago más que tener traspiés y casi nada hago bien. Parece ser que siempre logro enfadar a mi dueño por algo malo que he realizado. Debo tener poco cerebro y, con el poco que tengo, ningún resultado positivo logro.
-El único que tiene poco cerebro es tu miserable amo y realmente es él quien comete errores por no saber discernir entre alguien con un corazón como el que tú tienes y él, que no posee más que avaricia y maldad. No debes sentirte mal por sus inmundas palabras, que han ido calando en tu mente para irte abatiendo poco a poco. Eleva tu mirada hacia las estrellas y observa sus guiños en su luz irradiada hacia ti. Pero eso sí, deberás devolverles tú ese mismo guiño de complicidad, no hagas lo que conmigo.
El burrito miró hacia el cielo de la noche y reparó en todas las estrellas que había, en los parpadeos que le dedicaban y, por primera vez en su vida, se sintió alguien importante, sonrió como pocas veces había hecho y les guiñó con uno de sus grandes y chocolateados ojos. Entonces, en el precioso cielo de aquélla lejana noche, apareció una estrella fugaz que dibujó una gran cola brillante y a ambos nos hizo quedar con la boca abierta, observando aquél maravilloso instante.
-He pedido un deseo –me dijo el asno una vez había pasado la estrella fugaz -. A pesar de que nunca se ha cumplido alguno, he pedido un deseo con toda la fuerza de mi interior.
-Bueno, no sé cual será ese deseo que has pensado. Y no es bueno decirlo así que no me lo digas; pero creo que esta vez va a ser distinto y tal vez sí se cumpla tu sueño –le dije yo, animándolo.
Él volvió a mirar al cielo de la noche y, con cara de asombro, volvió a hacer su guiño a las relucientes estrellas nocturnas.
Con la llegada del nuevo día llegó un calor insoportable y yo me quedé al lado del burrito para darle sombra. Estaba tendido en el suelo y ya no se movía. No respiraba. Ni siquiera al cielo sus ojitos guiñaban. El pequeño asno había muerto una mañana temprano de hace mucho tiempo y yo le había estado ofreciendo mi última compañía. Ya no podía hacer nada más por él, así que marcharía para el sitio donde había estado enraizado todos los años de mi vida antes de que cualquier persona me viese y sacara extrañas conclusiones.
Cuando pasó el tiempo, un día me pregunté si el pequeño asno habría alcanzado su deseo. Pero claro, no podía saberlo y eso me molestaba mucho. Sin embargo, una noche tuve un maravilloso sueño: Estaba yo enraizado en un mundo verde y azul como nunca antes había visto. Pululaban los animales con tal alegría y vivacidad que resultaba contagioso y yo también me puse alegre. Se levantó de pronto un viento que vino hacia mí, susurrándome cosas que no entendía pero que me relajaban sus sonidos. Con el viento vino un burrito con ojillos de chocolate que alzó la vista hacia mis ramas y luego me hizo un guiño grande y simpático. Al instante comprendí que ese pequeño asno era mi amiguito, de quien había estado preocupándome porque consiguiera su escurridizo deseo. Y… ¡por fin lo había conseguido!
Después me contó muchas cosas y me agradeció que hubiera confiado en él. Cuando marchó el viento él también se fue como si fuera una sutil pluma que vuela entre ráfagas, yendo y viniendo de aquí para allá y yo me quedé contento con lo que había visto y luego pensativo con lo que había recordado: El pequeño asno había conseguido su deseo; sólo un corazón noble y hermoso puede conseguir un sueño de ese calibre, y mi amigo el asno lo tenía.
Moraleja:
La buena sombra de quien nos cobije será la luz en la oscuridad. El buen amigo que a mí se arrime me dará la fuerza para iluminar.
J. Francisco Mielgo
www.dibucuentos.com
Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.