El árbol de la imaginación
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abía una vez un árbol repleto de flores, variadas, diversas y coloridas flores. Era como un tapiz multicolor que maravillaba la vista de quien lo mirase. Había enraizado junto a un murmurante riachuelo en un precioso valle de un precioso lugar que hoy ni deseo ni puedo olvidar.
Pese a todo, el bello árbol no estaba feliz. Él quería… Bueno, es difícil explicar lo que realmente deseaba el árbol a un humano, pues ese deseo es simplemente algo rutinario en una persona. Digamos que simplemente quería caminar, moverse de un lado a otro, quería hablar, expresarse y, con ello, razonar y poseer “la imaginación”. ¿Qué era esa “imaginación” propia de las personas que les hacia llegar hasta lo más alto en todas las facetas del arte? ¡Ojalá él tuviera la suya! Pero deseaba algo que sólo se otorgaba a un ser inanimado a través de la prosopopeya de la literatura o filosofía propia de la imaginación y la inventiva de los humanos. Era algo así como una paradoja lo que él deseaba. Sin embargo, sí que tenía el discernimiento de querer conseguir eso y no quedarse estancado en la inactividad en la que suelen estar los demás árboles. Intentó hablar con alguna persona que se había acercado por allí alguna vez, pero parecían hablar idiomas distintos y no se entendían. Los humanos se quedaban observándolo anonadados, con la boca abierta como tontos y nada más. Estaba claro que de ellos no iba a conseguir nada.
Una noche se lo pidió a la luna y la luna le habló de alguna manera, sin embargo le ocurrió lo mismo que con los humanos, no se enteró de nada. Se lo pidió un día al sol, mas tampoco consiguió nada. No sabía qué hacer; las estrellas estaban demasiado lejos para pedirles algo… aunque si lo deseaba con fuerza tal vez les llegara su deseo a través del éter del espacio y…
¡Así lo hizo! Comenzó a mandarles su deseo para que volara lejos en la enorme noche de los tiempos hasta las estrellas más lejanas. Al cabo de un rato, las estrellas comenzaron a parpadear y el florido árbol se puso loco de contento; pero… ¡tampoco entendía aquél extraño lenguaje de luces! ¡Maldita sea! ¿Por qué no hablarían todos el mismo idioma? Con el murmurante riachuelo la cosa parecía aún más complicada, ¿quién era capaz de entender el sutil y rumoroso idioma del agua?
Ni las lejanas montañas, la fina lluvia o la verde hierba parecían resolver las dudas del inquieto árbol. Seguro que a los demás árboles le sucedía lo mismo que a él le estaba ocurriendo ahora y estaban inmóviles y mudos porque era tan difícil conseguir lo que buscaban que era mejor quedarse mudos e inertes que sentirse una y otra vez frustrados, torpes, inútiles…
Pero una noche ocurrió que, cuando el pequeño arbolito dormía bajo el ronroneo del riachuelo, vino un extraño viento y comenzó a zarandear sus ramas hasta despertarlo. Aún estaba aturdido por el brusco despertar y no sabía muy bien qué ocurría.
-Han llegado hasta mí rumores de que buscas algo que nadie logra darte –silbó el viento en uno de sus soplidos.
Pero el árbol continuaba aletargado y no sabía cómo contestar al viento.
-¿Qué es lo que realmente quieres? –interpeló el viento.
-Bueno, me gustaría poder moverme y hablar con un idioma inventado, como los humanos; pero, sobre todo, lo que realmente apreciría, es tener “la imaginación” –se atrevió a responder el árbol.
El viento se removió inquieto de aquí para allí. Rizó todas las puntas de hierba del verde césped del valle, encabritó las rugientes aguas del arroyo y luego estremeció como si fueran briznas de paja los múltiples brazos del árbol.
-Difícil cometido el tuyo –terminó diciendo.
-Ya lo sé. Más que difícil creo que es imposible.
-¿Para qué persigues eso? Quiero decir ¿te va a servir de algo a ti?
-No sé. Tengo una intuición, una corazonada o algo así. Creo que los utilizaría de buena manera –concluyo diciendo el árbol.
-¿Y si te dijera que yo puedo hacer algo al respecto?
-¿Quieres decir que puedes otorgarme esos dones con sólo pedirtelos? –inquirió el árbol alborozado.
-Bueno, vamos por partes: Tienes que elegir una de entre las tres cosas que me dijiste que querías. Espero que puedas hacerlo bien.
-¿Sólo una?
-Sí.
-Pues elijo tener la imaginación.
Por un momento el aire volvió a silbar en la noche estrellada, y luego dijo:
-Supongo que te habrás dado cuenta de que los árboles no van caminando por ahí y de que un idioma con palabras sólo compete a los humanos. En cambio, la imaginación, eso es otra cosa –e hizo una pausa y luego dijo -: ¿Para qué querrías realmente la imaginación por encima de las otras cosas?
-Si no puedo moverme ni comunicarme oralmente con otros, quiero tener la imaginación para viajar e inventar todo aquello que deseo, incluso un lenguaje para expresarme debidamente.
-Está bien. Te diré que yo soy el viento telúrico, el aliento de la madre naturaleza, el eterno soplo del planeta Tierra. Voy a conceder tu deseo y que ello se prolongue en tu buen hacer; de ti depende.
Y el viento detuvo su ímpetu. La noche se volvió silenciosa. Las estrellas parecían parpadear menos, serenando su brillo. Sólo el riachuelo marchaba murmurando, como siempre, como un eco ora por aquí ora lejano.
-Hummm. ¿Ya tendré la imaginación en mí? –se preguntó el árbol. Pero no recibió respuesta, ni del viento ni de nadie.
La verdad es que se notaba distinto, como si con su mente pudiera atravesar la noche insondable y llegar hasta los confines del Universo. Era increíble, pero ahora parecía entender el ronco y lejano lenguaje de las montañas y el cuchicheo casi inaudible del riachuelo le conminaba a usar bien su recién adquirido don.
-Sí, sí; pero, ¿qué hago? Nunca tuve imaginación y no sé cómo usarla de una manera productiva –se decía una y otra vez el árbol -. Y, no obstante, tampoco puedo moverme por el valle adelante para enseñar a nadie la imaginación que he adquirido. Supongo que lo más bonito sería poder hacer soñar a todos los que me encontrara a mi paso. Pero aun con la imaginación fluyendo en mi mente no puedo moverme, mal podré llevar la ilusión a nadie en ningún lugar. A no ser…
Y el árbol quedó un rato pensativo. “Hummm”, decía una y otra vez, y luego venía el silencio. Y cuando quiso darse cuenta llegó el amanecer y el horizonte del cielo se volvió plateado y azul y el valle pareció despertar de su sueño nocturno. También el árbol pareció desperezarse de su enfrascamiento y, con él, sus flores, que comenzaron a moverse inquietas, pues habían cobrado vida. Las flores de diversos colores del árbol se habían convertido en bellas mariposas que salieron volando en todas direcciones con los primeros rayos de sol del nuevo día.
-¡Volar, mis lindas flores! –dijo el árbol, que parecía estar desnudo sin ellas -. ¡Desplegaros por todos los rincones y visitad a todo ser del gran valle! Maravillarles con vuestra presencia; pero, sobre todo, hacerles soñar pues para eso os he otorgado la imaginación que a mí me habían dado.
Moraleja: Las flores del árbol que se convirtieron en las mariposas de la imaginación viven desde entonces revoloteando por el gran valle de nuestra mente y brillan con sus colores en los albores de nuestras grandes ideas.
J. Francisco Mielgo
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