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   esscucho el tintineo de la lluvia sobre el suelo, en los tejados, encima de las hojas de los árboles; en el viento escucho también su deslizante sonido que me va envolviendo lentamente. Y me mojan sus gotas con la cortesía de un recuerdo vivido, como de sueños arropados de una infancia feliz, si feliz se entiende por el mero hecho de vivir e ir descubriendo el mundo, ir recorriendo los sentidos de la existencia en sus numerosos caminos, dando pasos errantes en sueños dulcemente dormidos sabiendo que somos velados por quienes siempre nos han querido.

   Y en el pabilo de la vela encendida, en sus sombras que bailan por las paredes como estremecedoras visiones de las pesadillas menos recomendadas, pero que nacen siempre de incautos sueños, de livianos anocheceres y de cansancios extenuantes, allí, en esa trémola lucecita, eclosiona el fuego que luego vuela y se va lejos, convirtiéndose en estrella distante, en estrella blanca… en un luminoso suspiro que siempre brillará dentro de las grandes visiones que solemos tener cuando estamos inspirados, exultantes, casi hechizados por un hilillo del humo plateado y casi invisible que por el viento vuela como una cometa de largos hilachos y que manos expertas dominan para que todo concluya en un simple momento, pero con un hondo recuerdo que se extenderá hacia la eternidad de nuestros pensamientos, que son lo más eterno que los humanos llevamos dentro. Y ahora parece que ya no hay miedos sino dulce sueños.

   Y escribimos nuestro nombre en el agua del estanque de los felices momentos. Allí todo nombre es borrado nada más escribirlo y no perdura ni un renglón del tembloroso recordatorio, diluido en el agua como una onda, en el aire como un perfume y en nuestra mente como una lejana vivencia. Pero, aunque todo se esfume, por un instante, el grito de nuestro nombre será arrastrado por el viento con una orla brillante que un día dibujaron las más lucientes estrellas, y en cada intersticio, en cada hoja, en cada brizna de un claro encuentro con nuestro alrededor, descubriremos el aura de todo lo expuesto, nos miraremos fijamente y entonces es como si lo quisiéramos todo, si todo es posible de abarcar y el mundo asido en nuestras manos y a la vez, en ese “todo”, el sello de nuestro nombre será recordado para poder existir de alguna manera en el éter del intervalo entre nuestras vidas.

   Con el tiempo, fui mirando al cielo y en él vi los deseos, banales o profundos de todos los que los forjaron. Quizá están ahí para recordarnos que, aunque estemos en un pequeño y limitado cuerpo, tenemos vehículos de escape en lo más profundo de nuestra mente, en lo más grande de nuestra alma, y que tal vez podamos perdurar y con nuestro espíritu etéreo y errante un cuerpo volver a engendrar, y quizá después algo nos suene de todo esto y pensemos que ya hemos estado aquí, que habíamos estado viniendo y, asimismo, nos habíamos abrazado y, dentro de esa entrañable y maravillosa sensación, todo lo hemos recordado. Para poder volver a nacer tendremos antes que sembrar y luego el fruto recoger con la condición de amar.

 

 

 

 

Autor: J. Francisco Mielgo

21/06/2010

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