hora que me paro a pensar, ¿somos los hombres, pérfidos de nuestros propios valores, los que forjamos el lastre que nos arrastra hacia tenebrosos recovecos de la propia injusticia labrada? “¡Qué se le va ha hacer!...: ¡Somos humanos!” Bien. Somos aquellos que en su día se creyeron vanidosos, aquellos que una vez dominaron a los débiles; los que quisieron arrancar las estrellas del cielo para luego pisotearlas; los que nunca miraron atrás porque siempre tenían prisa; aquellos que rieron como golosos y no quisieron llorar. Somos como el paso del tiempo: todo lo abarcamos, después lo manipulamos, descomponemos, deterioramos y, al final, nos vamos, olvidándolo todo como se olvida la arena del tiempo que se escapó del reloj de la vida. El mundo no nos enseña nada, creemos ser omnipotentes o, cuando menos, los reyes de un imperio fracasado. Miramos las tierras, ya estériles, y nos volvemos orgullosos de lo que hemos creado. No paramos en reflexiones: el medio es lo único que nos interesa, sin reparar en las causas y con el único objetivo deseado. Dolientes seres, que hemos trazado el camino de nuestras miserias y que recorremos en una espiral que no acabará hasta que vedemos nuestras amarguras y liberemos nuestros sentimientos.
Si es un sueño ¿qué será? Si así es, deberíamos haber despertado hace tiempo, cuando aún teníamos un corazón cálido y generoso, si es que alguna vez lo tuvimos… Porque todo es una cuestión muy confusa, y no sé si hubo un principio y si también habrá un final. Pero, ahora que me paro a pensar, hubo un tiempo en el que escuchábamos el silencio y oíamos nuestras divagaciones para luego poder enmendarlas sin ofrecer disparidades. Teníamos sueños colectivos y armonías en nuestros logros. Rezábamos a un mismo Dios que nunca vimos pero que todos llevábamos dentro como si hubiera nacido con nosotros. Recordábamos el pasado y cada nuevo día tenía su brillo. Inocentes en toda medida. Esperanzados y cambiantes; con risas y con sentidas lágrimas. Nos abrazábamos al unísono para no romper la cadena y así pasaba de uno a otro esa descarga eléctrica de emociones. Rozábamos casi la igualdad y teníamos sentimientos tan rayanos los unos a los otros que todos mirábamos el mismo cielo para ver las mismas cosas, y en nuestros ojos los mismos labios ardientes que las estrellas nos enviaban con un beso de luz brillante.
J. Francisco Mielgo
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