Un viaje a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y el Japón
Capítulo I
l autor sale en su tercer viaje y es cautivado por piratas. -La maldad de un holandés. -El autor llega a una isla. -Es recibido en Laputa.
No llevaba en casa arriba de diez días, cuando el capitán William Robinson, de Cornwall, comandante del Hope Well, sólido barco de trescientas toneladas, se presentó a verme. Yo había sido ya médico en otro barco que él patroneaba, y navegado a la parte, con un cuarto del negocio, durante una travesía a Levante. Me había tratado siempre más como a hermano que como a subordinado, y, enterado de mi llegada, quiso hacerme una visita, puramente de amistad por lo que pensé, ya que en ella sólo ocurrió lo que es natural después de largas ausencias. Pero repetía sus visitas, expresando su satisfacción por encontrarme con buena salud, preguntando si me había establecido ya por toda la vida y añadiendo que proyectaba una travesía a las Indias orientales para dentro de dos meses; viniendo, por último, a invitarme francamente, aunque con algunas disculpas, a que fuese yo el médico del barco. Me dijo que tendría otro médico a mis órdenes, aparte de nuestros dos ayudantes; que mi salario sería doble de la paga corriente, y que, como sabía que mis conocimientos, en cuestiones de mar por lo menos, igualaban los suyos, se avendría a cualquier compromiso de seguir mi consejo en iguales términos que si compartiésemos el mando. Me dijo tantas amables cosas, y yo le conocía como hombre tan honrado, que no pude rechazar su propuesta; tanto menos cuanto que el deseo de ver mundo seguía en mí tan vivo como siempre. La única dificultad que quedaba era convencer a mi esposa, cuyo consentimiento, sin embargo, alcancé al fin, con la perspectiva de ventajas que ella expuso a los hijos. Emprendimos el viaje el 5 de agosto de 1706, y llegamos a Fort St. George el 11 de abril de 1707. Permanecimos allí tres semanas para descanso de la tripulación, de la cual había algunos hombres enfermos. De allá fuimos a Tonquín, donde el capitán decidió seguir algún tiempo, pues muchas de las mercancías que quería comprar no estaban listas, ni podía esperar que quedasen despachadas en varios meses. En consecuencia, para compensar en parte los gastos que había de hacer, compró una balandra y me dio autorización para traficar mientras él concertaba sus negocios en Tonquín. No habíamos navegado arriba de tres días, cuando se desencadenó una gran tempestad, que nos arrastró cinco días al Nornordeste, y luego al Este; después de lo cual tuvimos tiempo favorable, aunque todavía con viento bastante fuerte por el Oeste. En el décimo día nos vimos perseguidos por dos barcos piratas, que no tardaron en alcanzarnos, pues la balandra iba tan cargada que navegaba muy despacio, y nosotros tampoco estábamos en condiciones de defendernos. Fuimos abordados casi a un tiempo por los dos piratas, que entraron ferozmente a la cabeza de sus hombres; pero hallándonos postrados con las caras contra el suelo -lo que di orden de hacer-, nos maniataron con gruesas cuerdas y, después de ponernos guardia, marcharon a saquear la embarcación. Advertí entre ellos a un holandés que parecía tener alguna autoridad, aunque no era comandante de ninguno de los dos barcos. Notó él por nuestro aspecto que éramos ingleses, y hablándonos atropelladamente en su propia lengua juró que nos atarían espalda con espalda y nos arrojarían al mar. Yo hablaba holandés bastante regularmente; le dije quién era y le rogué que, en consideración a que éramos cristianos y protestantes, de países vecinos unidos por estrecha alianza, moviese a los capitanes a que usaran de piedad con nosotros. Esto inflamó su cólera; repitió las amenazas y, volviéndose a sus compañeros, habló con gran vehemencia, en idioma japonés, según supongo, empleando frecuentemente la palabra cristianos. El mayor de los dos barcos piratas iba mandado por un capitán japonés que hablaba el holandés algo, pero muy imperfectamente. Se me acercó, y después de varias preguntas, a las que contesté con gran humildad, dijo que no nos matarían. Hice al capitán una profunda reverencia, y luego, volviéndome hacia el holandés, dije que lamentaba encontrar más merced en un gentil que en un hermano cristiano. Pero pronto tuve motivo para arrepentirme de estas palabras, pues aquel malvado sin alma, después de pretender en vano persuadir a los capitanes de que debía arrojárseme al mar -en lo que ellos no quisieron consentir después de la promesa que se me había hecho de no matarnos-, influyó, sin embargo, lo suficiente para lograr que se me infligiese un castigo peor en todos los humanos aspectos que la muerte misma. Mis hombres fueron enviados, en número igual, a ambos barcos piratas, y mi balandra, tripulada por nuevas gentes. Por lo que a mí toca, se dispuso que sería lanzado al mar, a la ventura, en una pequeña canoa con dos canaletes y una vela y provisiones para cuatro días -éstas tuvo el capitán japonés la bondad de duplicarlas de sus propios bastimentos-, sin permitir a nadie que me buscase. Bajé a la canoa, mientras el holandés, de pie en la cubierta, me atormentaba con todas las maldiciones y palabras injuriosas que su idioma puede dar de sí. Como una hora antes de ver a los piratas había hecho yo observaciones y hallado que estábamos a una latitud de 46º N. y una longitud de 183. Cuando estuve a alguna distancia de los piratas descubrí con mi anteojo de bolsillo varias islas al Sudeste. Largué la vela con el designio de llegar, aprovechando el viento suave que soplaba, a la más próxima de estas islas, lo que conseguí en unas tres horas. Era toda peñascosa; encontré, no obstante, muchos huevos de pájaros, y haciendo fuego prendí algunos brezos y algas secas y en ellos asé los huevos. No tomé otra cena, resuelto a ahorrar cuantas provisiones pudiese. Pasé la noche al abrigo de una roca, acostado sobre un poco de brezo, y dormí bastante bien. Al día siguiente navegué a otra isla, y luego a una tercera y una cuarta, unas veces con la vela y otras con los remos. Pero, a fin de no molestar al lector con una relación detallada de mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última isla que se me ofrecía a la vista, y que estaba situada al Sursureste de la anterior. Estaba esta isla a mayor distancia de la que yo calculaba, y no llegué a ella en menos de cinco horas. La rodeé casi del todo, hasta que encontré un sitio conveniente para tomar tierra, y que era una pequeña caleta como de tres veces la anchura de mi canoa. Encontré que la isla era toda peñascosa, con sólo pequeñas manchas de césped y hierbas odoríferas. Saqué mis exiguas provisiones, y, luego de haberme reconfortado, guardé el resto en una cueva, de las que había en gran número. Cogí muchos huevos por las rocas y reuní una cierta cantidad de algas secas y hierba agostada, que me proponía prender al día siguiente para con ella asar los huevos como pudiera -pues llevaba conmigo pedernal, eslabón, mecha y espejo ustorio-. Descansé toda la noche en la cueva donde había metido las provisiones. Fueron mi lecho las mismas algas y hierbas secas que había cogido para hacer fuego. Dormí muy poco, pues la intranquilidad de mi espíritu pudo más que mi cansancio y me tuvo despierto. Consideraba cuán imposible me sería conservar la vida en sitio tan desolado y qué miserable fin había de ser el mío. Con todo, me sentía tan indiferente y desalentado, que no tenía ánimo para levantarme, y primero que reuní el suficiente para arrastrarme fuera de la cueva, el día era muy entrado ya. Paseé un rato entre las rocas; el cielo estaba raso completamente, y el sol quemaba de tal modo, que me hizo desviar la cara de sus rayos; cuando, de repente, se hizo una obscuridad, muy distinta, según me pareció, de la que se produce por la interposición de una nube. Me volví y percibí un vasto cuerpo opaco entre el sol y yo, que se movía avanzando hacia la isla. Juzgué que estaría a unas dos millas de altura, y ocultó el sol por seis o siete minutos; pero, al modo que si me encontrase a la sombra de una montaña. No noté que el aire fuese mucho más frío ni el cielo estuviese más obscuro. Conforme se acercaba al sitio en que estaba yo, me fue pareciendo un cuerpo sólido, de fondo plano, liso y que brillaba con gran intensidad al reflejarse el mar en él. Yo me hallaba de pie en una altura separada unas doscientas yardas de la costa, y vi que este vasto cuerpo descendía casi hasta ponerse en la misma línea horizontal que yo, a menos de una milla inglesa de distancia. Saqué mi anteojo de bolsillo y pude claramente divisar multitud de gentes subiendo y bajando por los bordes, que parecían estar en declive; pero lo que hicieran aquellas gentes no podía distinguirlo. El natural cariño a la vida despertó en mi interior algunos movimientos de alegría, y me veía pronto a acariciar la esperanza de que aquel suceso viniese de algún modo en mi ayuda para librarme del lugar desolado y la triste situación en que me hallaba. Pero, al mismo tiempo, difícilmente podrá concebir el lector mi asombro al contemplar una isla en el aire, habitada por hombres que podían -por lo que aparentaba- hacerla subir o bajar, o ponerse en movimiento progresivo, a medida de su deseo. Pero, poco en disposición entonces de darme a filosofías sobre este fenómeno, preferí más bien observar qué ruta tomaba la isla, que parecía llevar quieta un rato. Al poco tiempo se acercó más, y pude distinguir los lados de ella circundados de varias series de galerías y escaleras, con determinados intervalos, como para bajar de unas a otras. En la galería inferior advertí que había algunas personas pescando con caña y otras mirando. Agité la gorra -el sombrero se me había roto hacía mucho tiempo- y el pañuelo hacia la isla; cuando se hubo acercado más aún, llamé y grité con toda la fuerza de mis pulmones, y entonces vi, mirando atentamente, que se reunía gentío en aquel lado que estaba enfrente de mí. Por el modo en que me señalaban y en que me indicaban unos a otros conocí que me percibían claramente, aunque no daban respuesta ninguna a mis voces. Después pude ver que cuatro o cinco hombres corrían apresuradamente escaleras arriba, a la parte superior de la isla, y desaparecían luego. Supuse inmediatamente que iban a recibir órdenes de alguna persona con autoridad para proceder en el caso. Aumentó el número de gente, y en menos de media hora la isla se movió y elevó, de modo que la galería más baja quedaba paralela a la altura en que me encontraba yo, y a menos de cien yardas de distancia. Adopté entonces las actitudes más suplicantes y hablé con los más humildes acentos, pero no obtuve respuesta. Quienes estaban más próximos, frente por frente conmigo, parecían personas de distinción, a juzgar por sus trajes. Conferenciaban gravemente unos con otros, mirándome con frecuencia. Por fin, uno de ellos me gritó en un dialecto claro, agradable, suave, no muy diferente en sonido del italiano; de consiguiente, yo contesté en este idioma, esperando, al menos que la cadencia seria más grata a los oídos de quien se me dirigía. Aunque no nos entendimos, el significado de mis palabras podía comprenderse fácilmente, pues la gente veía el apuro en que me encontraba. Me hicieron seña de que descendiese de la roca y avanzase a la playa, como lo hice; fue colocada a conveniente altura la isla volante, cuyo borde quedó sobre mí; soltaron desde la galería más baja una cadena con un asiento atado al extremo, en el cual me sujeté, y me subieron por medio de poleas.
Capítulo II
Descripción del genio y condición de los laputianos. Referencias de su cultura. -Del rey y de su corte. -El recibimiento del autor en ella. -Motivo de los temores e inquietudes de los habitantes. -Referencias acerca de las mujeres.
Al llegar arriba me rodeó muchedumbre de gentes; pero las que estaban más cerca parecían de más calidad. Me consideraban con todas las muestras y expresiones a que el asombro puede dar curso, y yo no debía de irles mucho en zaga, pues nunca hasta entonces había visto una raza de mortales de semejantes figuras, trajes y continentes. Tenían inclinada la cabeza, ya al lado derecho, ya al izquierdo; con un ojo miraban hacia adentro, y con el otro, directamente al cenit. Sus ropajes exteriores estaban adornados con figuras de soles, lunas y estrellas, mezcladas con otras de violines, flautas, arpas, trompetas, guitarras, claves y muchos más instrumentos de música desconocidos en Europa. Distinguí, repartidos entre la multitud, a muchos, vestidos de criados, que llevaban en la mano una vejiga hinchada y atada, como especie de un mayal, a un bastoncillo corto. Dentro de estas vejigas había unos cuantos guisantes secos o unas piedrecillas, según me dijeron más tarde. Con ellas mosqueaban de vez en cuando la boca y las orejas de quienes estaban más próximos, práctica cuyo alcance no pude por entonces comprender. A lo que parece, las gentes aquellas tienen el entendimiento de tal modo enfrascado en profundas especulaciones, que no pueden hablar ni escuchar los discursos ajenos si no se les hace volver sobre sí con algún contacto externo sobre los órganos del habla y del oído. Por esta razón, las personas que pueden costearlo tienen siempre al servicio de la familia un criado, que podríamos llamar, así como el instrumento, mosqueador -allí se llama climenole- y nunca salen de casa ni hacen visitas sin él. La ocupación de este servidor es, cuando están juntas dos o tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca a aquella que debe hablar, y en la oreja derecha a aquel o aquellos a quienes el que habla se dirige. Asimismo, se dedica el mosqueador a asistir diligentemente a su señor en los paseos que da y, cuando la ocasión llega, saludarle los ojos con un suave mosqueo, pues va siempre tan abstraído en su meditación, que está en peligro manifiesto de caer en todo precipicio y embestir contra todo poste, y en las calles, de ser lanzado o lanzar a otros de un empujón al arroyo. Era preciso dar esta explicación al lector, sin la cual se hubiese visto tan desorientado como yo, para comprender el proceder de estas gentes cuando me condujeron por las escaleras hasta la parte superior de la isla y de allí al palacio real. Mientras subíamos olvidaron numerosas veces lo que estaban haciendo, y me abandonaron a mí mismo, hasta que les despertaron la memoria los respectivos mosqueadores, pues aparentaban absoluta indiferencia a la vista de mi vestido y mi porte extranjero y ante los gritos del vulgo, cuyos pensamientos y espíritu estaban más desembarazados. Entramos, por fin, en el palacio, y luego en la sala de audiencia, donde vi al rey sentado en su trono; a ambos lados le daban asistencia personas de principal calidad. Ante el trono había una gran mesa llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas clases, Su Majestad no hizo el menor caso de nosotros, aunque nuestra entrada no dejó de acompañarse de ruido suficiente, al que contribuyeron todas las personas pertenecientes a la corte. Pero él estaba entonces enfrascado en un problema, y hubimos de esperar lo menos una hora a que lo resolviese. A cada lado suyo había un joven paje en pie, con sendos mosqueadores en la mano, y cuando vieron que estaba ocioso, uno de ellos le golpeó suavemente en la boca, y el otro en la oreja derecha, a lo cual se estremeció como hombre a quien despertasen de pronto, y mirándome a mí y a la compañía que tenía en su presencia recordó el motivo de nuestra llegada, de que ya le habían informado antes. Habló algunas palabras, e inmediatamente un joven con un mosqueador se llegó a mi lado y me dio suavemente en la oreja derecha; pero yo di a entender con las señas más claras que pude que no necesitaba semejante instrumento, lo que, según supe después, hizo formar a Su Majestad y a toda la corte tristísima opinión de mi inteligencia. El rey, por lo que pude suponer, me hizo varias preguntas, y yo me dirigí a él en todos los idiomas que sabía. Cuando se vio que yo no podía entender ni hacerme entender, se me condujo, por orden suya, a una habitación de su palacio -sobresalía este príncipe entre todos sus predecesores por su hospitalidad a los extranjeros-, y se designaron dos criados para mi servicio. Me llevaron la comida, y cuatro personas de calidad, a quienes yo recordaba haber visto muy cerca del rey, me hicieron el honor de comer conmigo. Nos sirvieron dos entradas, de tres platos cada una. La primera fue un brazuelo de carnero cortado en triángulo equilátero, un trozo de vaca en romboide y un pudín en cicloide. La segunda, dos patos, empaquetados en forma de violín; salchichas y pudines imitando flautas y oboes, y un pecho de ternera en figura de arpa. Los criados nos cortaron el pan en conos, cilindros, paralelogramos y otras diferentes figuras matemáticas. Mientras comíamos me tomé la libertad de preguntar los nombres de varias cosas en su idioma, y aquellos nobles caballeros, con la ayuda de sus mosqueadores, se complacieron en darme respuesta, con la esperanza de llenarme de admiración con sus habilidades, si alguna vez llegaba a conversar con ellos. Pronto pude pedir pan, de beber y todo lo demás que necesitaba. Después de la comida mis acompañantes se retiraron, y me fue enviada una persona, por orden del rey, servida por su mosqueador. Llevaba consigo pluma, tinta y papel y tres o cuatro libros, y por señas me hizo comprender que le enviaban para enseñarme el idioma. Nos sentamos juntos durante cuatro horas, y en este espacio escribí gran número de palabras en columnas, con las traducciones enfrente, y logré también aprender varias frases cortas. Mi preceptor mandaba a uno de mis criados traer algún objeto, volverse, hacer una inclinación, sentarse, levantarse, andar y cosas parecidas; y yo escribía la frase luego. Me mostró también en uno de sus libros las figuras del Sol, la Luna y las estrellas, el zodíaco, los trópicos y los círculos polares, juntos con las denominaciones de muchas figuras de planos y sólidos. Me dio los nombres y las descripciones de todos los instrumentos musicales y los términos generales del arte de tocar cada uno de ellos. Cuando se fue dispuse todas las palabras, con sus significados, en orden alfabético. Y así, en pocos días, con ayuda de mi fidelísima memoria, adquirí algunos conocimientos serios del lenguaje. La palabra que yo traduzco por la isla volante o flotante es en el idioma original laputa, de la cual no he podido saber nunca la verdadera etimología. Lap, en el lenguaje antiguo fuera de uso, significa alto, y untuh, piloto; de donde dicen que, por corrupción, se deriva laputa, de lapuntuh. Pero yo no estoy conforme con esta derivación, que se me antoja un poco forzada. Me arriesgué a ofrecer a los eruditos de allá la suposición propia de que laputa era quasi lapouted: de lap, que significa realmente el jugueteo de los rayos del sol en el mar, y usted, ala. Lo cual, sin embargo, no quiero imponer, sino, simplemente, someterlo al juicioso lector. Aquellos a quienes el rey me había confiado, viendo lo mal vestido que me encontraba, encargaron a un sastre que fuese a la mañana siguiente para tomarme medida de un traje. Este operario hizo su oficio de modo muy diferente que los que se dedican al mismo tráfico en Europa. Tomó primero mi altura con un cuadrante, y luego, con compases y reglas, describió las dimensiones y contornos de todo mi cuerpo y lo trasladó todo al papel; y a los seis días me llevó el traje, muy mal hecho y completamente desatinado de forma, por haberle acontecido equivocar una cifra en el cálculo. Pero me sirvió de consuelo el observar que estos accidentes eran frecuentísimos y muy poco tenidos en cuenta. Durante mi reclusión por falta de ropa y por culpa de una indisposición, que me retuvo algunos días más, aumenté grandemente mi diccionario; y cuando volví a la corte ya pude entender muchas de las cosas que el rey habló y darle algún género de respuestas. Su Majestad había dado orden de que la isla se moviese al Nordeste y por el Este hasta el punto vertical sobre Lagado, metrópoli de todo el reino de abajo, asentado sobre tierra firme, Estaba la metrópoli a unas noventa leguas de distancia, y nuestro viaje duró cuatro días y medio. Yo no me daba cuenta lo más mínimo del movimiento progresivo de la isla en el aire. La segunda mañana, a eso de las once, el rey mismo en persona y la nobleza, los cortesanos y los funcionarios tomaron los instrumentos musicales de antemano dispuestos y tocaron durante tres horas sin interrupción, de tal modo, que quedé atolondrado con el ruido; y no pude imaginar a qué venía aquello hasta que me informó mi preceptor. Me dijo que los habitantes de aquella isla tenían los oídos adaptados a oír la música de las esferas, que sonaban siempre en épocas determinadas, y la corte estaba preparada para tomar parte en el concierto, cada cual con el instrumento en que sobresalía. En nuestro viaje a Lagado, la capital, Su Majestad ordenó que la isla se detuviese sobre ciertos pueblos y ciudades, para recibir las peticiones de sus súbditos; y a este fin se echaron varios bramantes con pesos pequeños a la punta. En estos bramantes ensartaron las peticiones, que subieron rápidamente como los trozos de papel que ponen los escolares al extremo de las cuerdas de sus cometas. A veces recibíamos vino y víveres de abajo, que se guindaban por medio de poleas. El conocimiento de las matemáticas que tenía yo me ayudó mucho en el aprendizaje de aquella fraseología, que depende en gran parte de esta ciencia y de la música: y en esta última tampoco era profano. Las ideas de aquel pueblo se refieren perpetuamente a líneas y figuras. Si quieren, por ejemplo, alabar la belleza de una mujer, o de un animal cualquiera, la describen con rombos, círculos, paralelogramos, elipses y otros términos geométricos, o con palabras de arte sacadas de la música, que no es necesario repetir aquí. Encontré en la cocina del rey toda clase de instrumentos matemáticos y músicos, en cuyas figuras cortan los cuartos de res que se sirven a la mesa de Su Majestad. Sus casas están muy mal construidas, con las paredes trazadas de modo que no se puede encontrar un ángulo recto en una habitación. Se debe este defecto al desprecio que tienen allí por la geometría réctica, que juzgan mecánica y vulgar; y como las instrucciones que dan son demasiado profundas para el intelecto de sus trabajadores, de ahí las equivocaciones perpetuas. Aunque son aquellas gentes bastante diestras para manejar sobre una hoja de papel, regla, lápiz y compás de división, sin embargo, en los actos corrientes y en el modo de vivir yo no he visto pueblo más tosco, poco diestro y desmañado, ni tan lerdo e indeciso en sus concepciones sobre todos los asuntos que no se refieran a matemáticas y música. Son malos razonadores y dados, con gran vehemencia a la contradicción, menos cuando aciertan a sustentar la opinión oportuna, lo que les sucede muy rara vez. La imaginación, la fantasía y la inventiva les son por completo extrañas, y no hay en su idioma palabras con qué expresar estas ideas; todo el círculo de sus pensamientos y de su raciocinio está encerrado en las dos ciencias ya mencionadas. Muchos de ellos, y especialmente los que se dedican a la parte astronómica, tienen gran fe en la astrología judiciaria, aunque se avergüenzan de confesarlo en público. Pero lo que principalmente admiré en ellos, y me pareció por completo inexplicable, fue la decidida inclinación que les aprecié para la política, y que de continuo los tiene averiguando negocios públicos, dando juicios sobre asuntos de Estado y disputando apasionadamente sobre cada letra de un programa de partido. Cierto que yo había observado igual disposición en la mayor parte de los matemáticos que he conocido en Europa, aunque nunca pude descubrir la menor analogía entre las dos ciencias, a no ser que estas gentes imaginen que, por el hecho de tener el círculo más pequeño tantos grados como el más grande, la regulación y el gobierno del mundo no exigen más habilidades que el manejo y volteo de una esfera terrestre. Pero me inclino más bien a pensar que esta condición nace de un mal muy común en la naturaleza humana, que nos lleva a sentirnos en extremo curiosos y afectados por asuntos con que nada tenemos que ver y para entender en los cuales estamos lo menos adaptados posible por el estudio o por las naturales disposiciones. Aquella gente vive bajo constantes inquietudes, y no goza nunca un minuto de paz su espíritu; pero sus confusiones proceden de causas que importan muy poco al resto de los mortales. Sus recelos nacen de determinados cambios que temen en los cuerpos celestes. Por ejemplo, que la Tierra, a causa de las continuas aproximaciones del Sol, debe, en el curso de los tiempos, ser absorbida o engullida. Que la faz del Sol irá gradualmente cubriéndose de una costra de sus propios efluvios y dejará de dar luz a la Tierra. Que el mundo se libró por muy poco de un choque con la cola del último cometa, que le hubiese reducido infaliblemente a cenizas, y que el próximo, que ellos han calculado para dentro de treinta y un años, nos destruirá probablemente. Porque si en su perihelio se aproxima al Sol más allá de cierto grado -lo que, por sus cálculos, tienen razones para temer-, desarrollará un grado de calor diez mil veces más intenso que el de un hierro puesto al rojo, y al apartarse del Sol llevará una cola inflamada de un millón y catorce millas de largo, y la Tierra, si la atraviesa a una distancia de cien mil millas del núcleo o cuerpo principal del cometa, deberá ser a su paso incendiada y reducida a cenizas; que el Sol, como gasta sus rayos diariamente, sin recibir ningún alimento para suplirlos, acabará por consumirse y aniquilarse totalmente; lo que vendrá acompañado de la destrucción de la Tierra y todos los planetas que reciben la luz de él. Están continuamente tan alarmados con el temor de estas y otras parecidas catástrofes inminentes, que no pueden ni dormir tranquilos en sus lechos ni tener gusto para los placeres y diversiones comunes de la vida. Si por la mañana se encuentran a un amigo, la primera pregunta es por la salud del Sol, su aspecto al ponerse y al salir y las esperanzas que pueden tenerse en cuanto a que evite el choque con el cometa que se acerca. Abordan esta conversación con el mismo estado de ánimo que los niños muestran cuando se deleitan oyendo cuentos terribles de espíritus y duendes, que escuchan con avidez y luego no se atreven a ir a acostarse, de miedo. Las mujeres de la isla están dotadas de gran vivacidad; desprecian a sus maridos y son extremadamente aficionadas a los extranjeros. Siempre hay de estos números considerable con los del continente de abajo, que esperan en la corte por asuntos de las diferentes corporaciones y ciudades y por negocios particulares. En la isla son muy desdeñados, porque carecen de los dones allí corrientes. Entre éstos buscan las damas sus galanes; pero la molestia es justamente que proceden con demasiada holgura y seguridad, porque el marido está siempre tan enfrascado en sus especulaciones, que la señora y el amante pueden entregarse a las mayores familiaridades en su misma cara, con tal de que él tenga a mano papel e instrumentos y no esté a su lado el mosqueador. Las esposas y las hijas lamentan verse confinadas en la isla, aunque yo entiendo que es el más delicioso paraje del mundo; y por más que allí viven en el mayor lujo y magnificencia y tienen libertad para hacer lo que se les antoja, suspiran por ver el mundo y participar en las diversiones de la metrópoli, lo que no les está permitido hacer sin una especial licencia del rey. Y ésta no se alcanza fácilmente, porque la gente de calidad sabe por frecuentes experiencias cuán difícil es persuadir a sus mujeres para que vuelvan de abajo. Me contaron que una gran dama de la corte -que tenía varios hijos y estaba casada con el primer ministro, el súbdito más rico del reino, hombre muy agraciado y enamorado de ella y que vive en el más bello palacio de la isla- bajó a Lagado con el pretexto de su salud; allí estuvo escondida varios meses, hasta que el rey mandó un auto para que fuese buscada, y la encontraron en un lóbrego figón, vestida de harapos y con las ropas empeñadas para mantener a un lacayo viejo y feo que le pegaba todos los días, y en cuya compañía estaba ella muy contra su voluntad. Pues bien: aunque su marido la recibió con toda la amabilidad posible y sin hacerle el menor reproche, poco tiempo después se huyó nuevamente abajo, con todas sus joyas, en busca del mismo galán, y no ha vuelto a saberse de ella. Quizá, para el lector, esto pase más bien por una historia europea o inglesa que no de un país tan remoto. Pero debe pararse a meditar que los caprichos de las mujeres no están limitados por frontera ni clima ninguno, y son más uniformes de lo que fácilmente pudiera imaginarse. En cosa de un mes había hecho yo un regular progreso en el idioma y podía contestar a la mayoría de las preguntas del rey cuando tenía el honor de acompañarle. Su Majestad no mostró nunca la menor curiosidad por enterarse de las leyes, el gobierno, la historia, la religión ni las costumbres de los países en que yo había estado, sino que limitaba sus preguntas al estado de las matemáticas y recibía las noticias que yo le daba con el mayor desprecio e indiferencia, aunque su mosqueador le acariciaba frecuentemente por uno y otro lado.
Capítulo III
Un problema resuelto por la Filosofía y la Astronomía moderna. -Los grandes progresos de los laputianos en la última. El método del rey para suprimir la insurrección.
Supliqué a este príncipe que me diese licencia para ver las curiosidades de la isla, y me la concedió graciosamente, encomendando además a mi preceptor que me acompañase. Deseaba principalmente conocer a qué causa, ya de arte, ya de la Naturaleza, debía sus diversos movimientos; y de ello haré aquí un relato filosófico al lector. La isla volante o flotante es exactamente circular; su diámetro, de 7.837 yardas, esto es, unas cuatro millas y media, y contiene, por lo tanto, diez mil acres. Su grueso es de 300 yardas. El piso o superficie inferior que se presenta a quienes la ven desde abajo es una plancha regular, lisa, de diamante, que tiene hasta unas 200 yardas de altura. Sobre ella yacen los varios minerales en el orden corriente, y encima de todos hay una capa de riquísima tierra, profunda de diez o doce pies. El declive de la superficie superior, de la circunferencia al centro, es la causa natural de que todos los rocíos y lluvias que caen sobre la isla sean conducidos formando pequeños riachuelos hacia el interior, donde vierten en cuatro grandes estanques, cada uno como de media milla en redondo y 200 yardas distante del centro. De estos estanques el Sol evapora continuamente el agua durante el día, lo que impide que rebasen. Además, como el monarca tiene en su poder elevar la isla por encima de la región de las nubes y los vapores, puede impedir la caída de rocíos y lluvias siempre que le place, pues las nubes más altas no pasan de las dos millas, punto en que todos los naturalistas convienen; al menos, nunca se conoció que sucediese de otro modo en aquel país. En el centro de la isla hay un hueco de unas 50 yardas de diámetro, por donde los astrónomos descienden a un gran aposento, de ahí llamado Flandona Gagnole, que vale tanto como la Cueva del Astrónomo, situado a la profundidad de 100 yardas por bajo de la superficie superior del diamante. En esta cueva hay veinte lámparas ardiendo continuamente; las cuales, como el diamante refleja su luz, arrojan viva claridad a todos lados. Se atesoran allí gran variedad de sextantes, cuadrantes, telescopios, astrolabios y otros instrumentos astronómicos. Pero la mayor rareza, de la cual depende la suerte de la isla, es un imán de tamaño prodigioso, parecido en la forma a una lanzadera de tejedor. Tiene de longitud seis yardas, y por la parte más gruesa, lo menos tres yardas más en redondo. Este imán está sostenido por un fortísimo eje de diamante que pasa por su centro, sobre el cual juega, y está tan exactamente equilibrado, que la mano más débil puede volverlo. Está rodeado de un cilindro hueco de diamante de cuatro pies de concavidad y otros tantos de espesor en las paredes, y que forma una circunferencia de doce yardas de diámetro, colocada horizontalmente y apoyada en ocho pies, asimismo de diamante, de seis yardas de alto cada uno. En la parte interna de este aro, y en medio de ella, hay una muesca de doce pulgadas de profundidad, donde los extremos del eje encajan y giran cuando es preciso. No hay fuerza que pueda sacar a esta piedra de su sitio, porque el aro y sus pies son de la misma pieza que el cuerpo de diamante que constituye el fondo de la isla. Por medio de este imán se hace a la isla bajar y subir y andar de un lado a otro. En relación con la extensión de tierra que el monarca domina, la piedra está dotada por uno de los lados de fuerza atractiva, y de fuerza repulsiva por el otro. Poniendo el imán derecho por el extremo atrayente hacia la tierra, la isla desciende; pero cuando se dirige hacia abajo el extremo repelente, la isla sube en sentido vertical. Cuando la piedra está en posición oblicua, el movimiento de la isla es igualmente oblicuo, pues en este imán las fuerzas actúan siempre en líneas paralelas a su dirección. Por medio de este movimiento oblicuo se dirige la isla a las diferentes partes de los dominios de Su Majestad. Para explicar esta forma de su marcha, supongamos que A B representa una línea trazada a través de los dominios de Balnibarbi; c d, el imán, con su extremo repelente d y su extremo atrayente c, y C, la isla. Dejando la piedra en la posición c d, con el extremo repelente hacia abajo, la isla se elevará oblicuamente hacia D. Si al llegar a D se vuelve la piedra sobre su eje, hasta que el extremo atrayente se dirija a E, la isla marchará oblicuamente hacia E, donde, si la piedra se hiciese girar una vez más sobre su eje, hasta colocarla en la dirección E F, con la punta repelente hacia abajo, la isla subirá oblicuamente hacia F, desde donde, dirigiendo hacia G el extremo atrayente, la isla iría a G, y de G a H, volviendo la piedra de modo que su extremo repelente apuntará hacia abajo. Así, cambiando de posición la piedra siempre que es menester, se hace a la isla subir y bajar alternativamente, y por medio de estos ascensos y descensos alternados -la oblicuidad no es considerable- se traslada de un lado a otro de los dominios. Pero debe advertirse que esta isla no puede ir más allá de la extensión que tienen los dominios de abajo ni subir a más de cuatro millas de altura. Lo que explican los astrónomos -que han escrito extensos tratados sobre el imán- con las siguientes razones: La virtud magnética no se extiende a más de cuatro millas de distancia, y el mineral que actúa sobre la piedra desde las entrañas de la tierra y desde el mar no está difundido por todo el globo, sino limitado a los dominios del rey; y fue cosa sencilla para un príncipe, a causa de la gran ventaja de situación tan superior, reducir a la obediencia a todo el país que estuviese dentro del radio de atracción de aquel imán. Cuando se coloca la piedra paralela a la línea del horizonte, la isla queda quieta; pues en tal caso los dos extremos del imán, a igual distancia de la tierra, con la misma fuerza, el uno tirando hacia abajo, y el otro empujando hacia arriba, de lo que no puede resultar movimiento ninguno. Este imán está al cuidado de ciertos astrónomos, quienes, en las ocasiones, lo colocan en la posición que el rey indica. Emplean aquellas gentes la mayor parte de su vida en observar los cuerpos celestes, para lo que se sirven de anteojos que aventajan con mucho a los nuestros; pues aunque sus grandes telescopios no exceden de tres pies, aumentan mucho más que los de cien yardas que tenemos nosotros, y al mismo tiempo muestran las estrellas con mayor claridad. Esta ventaja les ha permitido extender sus descubrimientos mucho más allá que los astrónomos de Europa, pues han conseguido hacer un catálogo de diez mil estrellas fijas, mientras el más extenso de los nuestros no contiene más de la tercera parte de este número. Asimismo han descubierto dos estrellas menores o satélites que giran alrededor de Marte, de las cuales la interior dista del centro del planeta primario exactamente tres diámetros de éste, y la exterior, cinco; la primera hace una revolución en el espacio de diez horas, y la última, en veintiuna y media; así que los cuadros de sus tiempos periódicos están casi en igual proporción que los cubos de su distancia del centro de Marte, lo que evidentemente indica que están sometidas a la misma ley de gravitación que gobierna los demás cuerpos celestes. Han observado noventa y tres cometas diferentes y calculado sus revoluciones con gran exactitud. Si esto es verdad -y ellos lo afirman con gran confianza-, sería muy de desear que se hiciesen públicas sus observaciones, con lo que la teoría de los cometas, hasta hoy muy imperfecta y defectuosa, podría elevarse a la misma perfección que las demás partes de la Astronomía. El rey podría ser el príncipe más absoluto del Universo sólo con que pudiese obligar a un ministerio a asociársele; pero como los ministros tienen abajo, en el continente, sus haciendas y conocen que el oficio de favorito es de muy incierta conservación, no consentirían nunca en esclavizar a su país. Si acontece que alguna ciudad se alza en rebelión o en motín, se entrega a violentos desórdenes o se niega a pagar el acostumbrado tributo, el rey tiene dos medios de reducirla a la obediencia. El primero, y más suave, consiste en suspender la isla sobre la ciudad y las tierras circundantes, con lo que quedan privadas de los beneficios del sol y de la lluvia, y afligidos, en consecuencia, los habitantes, con carestías y epidemias. Y si el crimen lo merece, al mismo tiempo se les arrojan grandes piedras, contra las que no tienen más defensa que zambullirse en cuevas y bodegas, mientras los tejados de sus casas se hunden, destrozados. Pero si aún se obstinaran y llegasen a levantarse en insurrecciones, procede el rey al último recurso; y es dejar caer la isla derechamente sobre sus cabezas, lo que ocasiona universal destrucción, lo mismo de casas que de hombres. No obstante, es éste un extremo a que el príncipe se ve arrastrado rara vez, y que no gusta de poner por obra, así como sus ministros tampoco se atreven a aconsejarle una medida que los haría odiosos al pueblo y sería gran daño para sus propias haciendas, que están abajo, ya que la isla es posesión del rey. Pero aun existe, ciertamente, otra razón de más peso para que los reyes de aquel país hayan sido siempre contrarios a ejecutar acción tan terrible, a no ser en casos de extremada necesidad. Si la ciudad que se pretende destruir tiene en su recinto elevadas rocas, como por regla general acontece en las mayores poblaciones, que probablemente han escogido de antemano esta situación con miras a evitar semejante catástrofe, o si abunda en altos obeliscos o columnas de piedra, una caída rápida pondría en peligro el fondo o superficie inferior de la Isla, que, aun cuando consiste, como ya he dicho, en un diamante entero de doscientas yardas de espesor, podría suceder que se partiese con un choque demasiado grande o saltase al aproximarse demasiado a los hogares de las casas de abajo, como a menudo ocurre a los cortafuegos de nuestras chimeneas, sean de piedra o de hierro. El pueblo sabe todo esto muy bien, y conoce hasta dónde puede llegar en su obstinación cuando ve afectada su libertad o su fortuna. Y el rey, cuando la provocación alcanza el más alto grado y más firmemente se determina a deshacer en escombros una ciudad, ordena que la isla descienda con gran blandura, bajo pretexto de terneza para su pueblo, pero, en realidad, por miedo de que se rompa el fondo de diamante, en cuyo caso es opinión de todos los filósofos que el imán no podría seguir sosteniendo la isla y la masa entera se vendría al suelo. Por una ley fundamental del reino está prohibido al rey y a sus dos hijos mayores salir de la isla, así como a la reina hasta que ha dado a luz.
Capítulo IV
El autor sale de Laputa, es conducido a Balnibarbi y llega a la metrópoli. -Descripción de la metrópoli y de los campos circundantes. -El autor, hospitalariamente recibido por un gran señor. -Sus conversaciones con este señor.
Aunque no puedo decir que me tratasen mal en esta isla, debo confesar que me sentía muy preterido y aun algunos puntos despreciado; pues ni el príncipe ni el pueblo parecían experimentar la menor curiosidad por rama ninguna de conocimiento, excepto las matemáticas y la música, en que yo les era muy inferior, y por esta causa muy poco digno de estima. Por otra parte, como yo había visto todas las curiosidades de la isla, tenía ganas de salir de ella, porque estaba aburrido hasta lo indecible de aquella gente. Verdad que sobresalían en las dos ciencias que tanto apreciaban y en que yo no soy del todo lego; pero a la vez estaban de tal modo abstraídos y sumidos en sus especulaciones, que nunca me encontré con tan desagradable compañía. Yo sólo hablé con mujeres, comerciantes, mosqueadores y pajes de corte durante los dos meses de mi residencia allí; lo que sirvió para que se acabara de despreciarme. Pero aquéllas eran las únicas gentes que me daban razonables respuestas. Estudiando empeñadamente, había llegado a adquirir buen grado de conocimiento del idioma; mas estaba aburrido de verme confinado en una isla donde tan poco favor encontraba y resuelto a abandonarla en la primera oportunidad. Había en la corte un gran señor, estrechamente emparentado con el rey y sólo por esta causa tratado con respeto. Se le reconocía, universalmente como el señor más ignorante y estúpido entre los hombres. Había prestado a la Corona servicios eminentes y tenía grandes dotes naturales y adquiridos, realzados por la integridad y el honor, pero tan mal oído para la música, que sus detractores contaban que muchas veces se le había visto llevar el compás a contratiempo; y tampoco sus preceptores pudieron, sin extrema dificultad, enseñarle a demostrar las más sencillas proposiciones de las matemáticas. Este caballero se dignaba darme numerosas pruebas de su favor: me hizo en varias ocasiones el honor de su visita y me pidió que le informase de los asuntos de Europa, las leyes y costumbres, maneras y estudios de los varios países por que yo había viajado. Me escuchaba con gran atención y hacía muy atinadas observaciones a todo lo que yo decía. Por su rango tenía dos mosqueadores a su servicio, pero nunca los empleó sino en la corte y en las visitas de ceremonia, y siempre los mandaba retirarse cuando estábamos los dos solos. Supliqué a esta ilustre persona que intercediese en mi favor con Su Majestad para que me permitiese partir; lo que cumplió, según se dignó decirme, con gran disgusto; pues, en verdad, me había hecho varios ofrecimientos muy ventajosos, que yo, sin embargo, rechacé, con expresiones de la más alta gratitud. El 16 de febrero me despedí de Su Majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector su pariente, otro tanto, con más una carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli. La isla estaba a la sazón suspendida sobre una montaña situada a unas dos millas de la ciudad, y me bajaron desde la galería inferior igual que me habían subido. El continente, en la parte que está sujeta al monarca de la Isla Volante, se designa con el nombre genérico de Balnibarbi, y la metrópoli, como antes dije, se llama Lagado. Experimenté una pequeña satisfacción al encontrarme en tierra firme. Marché a la ciudad sin cuidado ninguno, pues me encontraba vestido como uno de los naturales y suficiente instruido para conversar con ellos. Pronto encontré la casa de aquella persona a quien iba recomendado; presenté la carta de mi amigo el grande de la isla y fui recibido con gran amabilidad. Este gran señor, cuyo nombre era Munodi, me hizo disponer una habitación en su casa misma, donde permanecí durante mi estancia y fui tratado de la más hospitalaria manera. A la mañana siguiente de mi llegada me sacó en su coche a ver la ciudad, que viene a ser la mitad que Londres, pero de casas muy extrañamente construidas y, las más, faltas de reparación. La gente va por las calles de prisa, con expresión aturdida, los ojos fijos y generalmente vestida con andrajos. Pasamos por una o dos puertas y salimos unas tres millas al campo, donde vi muchos obreros trabajando con herramientas de varias clases, sin poder conjeturar yo a qué se dedicaban, pues no descubrí el menor rastro de grano ni de hierba, por más que la tierra parecía excelente. No pude por menos de sorprenderme ante estas extrañas apariencias de la ciudad y del campo, y me tomé la libertad de pedir a mi guía que se sirviese explicarme qué significaban tantas cabezas, manos y semblantes ocupados, lo mismo en los campos que en la ciudad, pues yo no alcanzaba a descubrir los buenos efectos que producían; antes al contrario, yo no había visto nunca suelo tan desdichadamente cultivado, casas tan mal hechas y ruinosas ni gente cuyo porte y traje expresaran tanta miseria y necesidad. El señor Munodi era persona de alto rango, que había sido varios años gobernador de Lagado; pero por maquinaciones de ministros fue destituido como incapaz. Sin embargo, el rey le trataba con gran cariño, teniéndole por hombre de buena intención, aunque de entendimiento menos que escaso. Cuando hube hecho esta franca censura del país y de sus habitantes no me dio otra respuesta sino que yo no llevaba entre ellos el tiempo suficiente para formar un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tienen costumbres diferentes con otros tópicos en el mismo sentido. Pero cuando volvimos a su palacio me preguntó qué tal me parecía el edificio, qué absurdos apreciaba y qué tenía que decir de la vestidura y el aspecto de su servidumbre. Podía hacerlo con toda seguridad, ya que todo cuanto le rodeaba era magnífico, correcto y agradable. Respondí que la prudencia, la calidad y la fortuna de Su Excelencia le habían eximido de aquellos defectos que la insensatez y la indigencia habían causado en los demás. Me dijo que si quería ir con él a su casa de campo, situada a veinte millas de distancia, y donde estaba su hacienda, habría más lugar para esta clase de conversación. Contesté a Su Excelencia que estaba por entero a sus órdenes, y, en consecuencia, partimos a la mañana siguiente. Durante el viaje me hizo observar los diversos métodos empleados por los labradores en el cultivo de sus tierras, lo que para mí resultaba completamente inexplicable, porque, exceptuando poquísimos sitios, no podía distinguir una espiga de grano ni una brizna de hierba. Pero a las tres horas de viaje, la escena cambió totalmente; entramos en una hermosísima campiña: casas de labranza poco distanciadas entre sí y lindamente construidas; sembrados, praderas y viñedos con sus cercas en torno. No recuerdo haber visto más delicioso paraje. Su Excelencia advirtió que mi semblante se había despejado. Me dijo, con un suspiro, que allí empezaba su hacienda y todo seguiría lo mismo hasta que llegáramos a su casa, y que sus conciudadanos le ridiculizaban y despreciaban por no llevar mejor sus negocios y por dar al reino tan mal ejemplo; ejemplo que, sin embargo, sólo era seguido por muy pocos, viejos, porfiados y débiles como él. Llegamos, por fin, a la casa, que era, a la verdad, de muy noble estructura y edificada según las mejores reglas de la arquitectura antigua. Los jardines, fuentes, paseos, avenidas y arboledas estaban dispuestos con mucho conocimiento y gusto. Alabé debidamente cuanto vi, de lo que Su Excelencia no hizo el menor caso, hasta que después de cenar, y cuando no había con nosotros tercera persona, me dijo con expresión melancólica que temía tener que derribar sus casas de la ciudad y del campo para reedificarlas según la moda actual, y destruir todas sus plantaciones para hacer otras en la forma que el uso moderno exigía, y dar las mismas instrucciones a sus renteros, so pena de incurrir en censura por su orgullo, singularidad, afectación, ignorancia y capricho, y quizá de aumentar el descontento de Su Majestad. Añadió que la admiración que yo parecía sentir se acabaría, o disminuiría al menos, cuando él me hubiese informado de algunos detalles de que probablemente no habría oído hablar en la corte, porque allí la gente estaba demasiado sumida en sus especulaciones para mirar lo que pasaba aquí abajo. Todo su discurso vino a parar en lo siguiente: Hacía unos cuarenta años subieron a Laputa, para resolver negocios, o simplemente por diversión, ciertas personas que, después de cinco meses de permanencia, volvieron con un conocimiento muy superficial de matemáticas, pero con la cabeza llena de volátiles visiones adquiridas en aquella aérea región. Estas personas, a su regreso, empezaron a mirar con disgusto el gobierno de todas las cosas de abajo y dieron en la ocurrencia de colocar sobre nuevo pie: artes, ciencias, idiomas y oficios. A este fin se procuraron una patente real para erigir una academia de arbitristas en Lagado; y de tal modo se extendió la fantasía entre el pueblo, que no hay en el reino ciudad de alguna importancia que no cuente con una de esas academias. En estos colegios los profesores discurren nuevos métodos y reglas de agricultura y edificación y nuevos instrumentos y herramientas para todos los trabajos y manufacturas. Con los que ellos responden de que un hombre podrá hacer la tarea de diez, un palacio ser construido en una semana con tan duraderos materiales que subsista eternamente sin reparación, y todo fruto de la tierra llegar a madurez en la estación que nos cumpla elegir y producir cien veces más que en el presente, con otros innumerables felices ofrecimientos. El único inconveniente consiste en que todavía no se ha llevado ninguno de estos proyectos a la perfección; y, en tanto, los campos están asolados, las casas en ruinas y las gentes sin alimentos y sin vestido. Todo esto, en lugar de desalentarlos, los lleva con cincuenta veces más violencia a persistir en sus proyectos, igualmente empujados ya por la esperanza y la desesperación. Por lo que a él hacía referencia, no siendo hombre de ánimo emprendedor, se había dado por contento con seguir los antiguos usos, vivir en las casas que sus antecesores habían edificado y proceder como siempre procedió en todos los actos de su vida, sin innovación ninguna. Algunas otras personas de calidad y principales habían hecho lo mismo; pero se las miraba con ojos de desprecio y malevolencia, como enemigos del arte, ignorantes y perjudiciales a la república, que ponen su comodidad y pereza por encima del progreso general de su país. Agregó Su Señoría que no quería con nuevos detalles privarme del placer que seguramente tendría en ver la Gran Academia, donde había resuelto llevarme. Sólo me llamó la atención sobre un edificio ruinoso situado en la ladera de una montaña que a obra de tres millas se veía, y acerca del cual me dio la explicación siguiente: Tenía él una aceña muy buena a media milla de su casa movida por la corriente de un gran río y suficiente para su familia, así como para un gran número de sus renteros. Hacía unos siete años fue a verle una junta de aquellos arbitristas con la proposición de que destruyese su molino y levantase otro en la ladera de aquella montaña, en cuya larga cresta se abriría un largo canal para depósito de agua que se elevaría por cañerías y máquinas, a fin de mover el molino, porque el viento y el aire de las alturas agitaban el agua y la hacían más propia para la moción, y porque el agua, bajando por un declive, movería la aceña con la mitad de la corriente de un río cuyo curso estuviese más a nivel. Me dijo que no estando muy a bien con la corte, e instado por muchos de sus amigos, se allanó a la propuesta; y después de emplear cien hombres durante dos años, la obra se había frustrado y los arbitristas se habían ido, dejando toda la vergüenza sobre él, que tenía que aguantar las burlas desde entonces, a hacer con otros el mismo experimento, con iguales promesas de triunfo y con igual desengaño. A los pocos días volvimos a la ciudad, y Su Excelencia, teniendo en cuenta la mala fama que en la Academia tenía, no quiso ir conmigo, pero me recomendó a un amigo suyo para que me acompañase en la visita. Mi buen señor se dignó presentarme como gran admirador de proyectos y persona de mucha curiosidad y fácil a la creencia, para lo que, en verdad, no le faltaba del todo razón, pues yo había sido también algo arbitrista en mis días de juventud.
Jonathan Swift
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