Dibucuentos

Cuentos clásicos, divertidos fabulistas, grandes pensadores en dibucuentos.com

Buscar

Buscar en Dibucuentos 

 

El rincon  En este rincón leerás grandes relatos y cuentos clásicos de los más grandes autores de todos los tiempos

 

 

Busca el capítulo 

VI   VII   VIII  

 

 

 

Un viaje a Brobdingnag 

 

 

(Continuación de página 1) 

 

 

Capítulo V

 

 

variasarias aventuras sucedidas al autor. -La ejecución de un criminal. -El autor descubre su conocimiento de la navegación.

     Hubiera vivido bastante feliz en aquella tierra si mi pequeñez no me hubiese expuesto a diversos accidentes molestos y ridículos, algunos de los cuales me atreveré a relatar. Glumdalclitch me llevaba a menudo a los jardines de palacio en mi caja pequeña, y a veces me sacaba de ella y me tenía en la mano o me bajaba al suelo para que paseara. Recuerdo que un día el enano, antes de perder la privanza de la reina, nos seguía por aquellos jardines, y habiéndome dejado mi niñera en el suelo y estando juntos él y yo cerca de unos manzanos enanos, quise hacer gala de mi ingenio con una alusión inocente al parecido entre él y los árboles, cuyas denominaciones se relacionan entre sí en aquel idioma, como sucede en el nuestro. Por este motivo, acechando el desalmado bribón la oportunidad cuando pasaba yo por debajo de uno de los árboles lo sacudió sobre mi cabeza, con lo que una docena de manzanas, del tamaño de un barril de Brístol cada una, se vinieron abajo, saludándome los oídos. Una de ellas me alcanzó en las espaldas cuando estaba inclinado y me derribó de boca cuan largo soy; pero no recibí mayor daño, y el enano obtuvo el perdón a ruego mío, ya que la provocación había partido de mí.

     Otro día Glumdalclitch me dejó en un césped suave para que me esparciese, mientras ella paseaba con su aya a alguna distancia. En esto se desencadenó de repente tan violenta granizada, que su fuerza me derribó en tierra; y, ya caído, los granizos me molieron todo el cuerpo tan cruelmente como si me hubieran lanzado pelotas de tenis; me las arreglé, sin embargo, para arrastrarme a cuatro pies y resguardarme, acostándome boca abajo a lo largo de la banda de sotavento de un lomo cubierto de tomillo; pero tan maltrecho de pies a cabeza, que no pude salir en diez días. Y no hay que asombrarse de ello, porque la Naturaleza en aquel país observa proporción en todas sus manifestaciones; un granizo de aquéllos es casi dieciocho veces más grande que uno de Europa, lo que puedo afirmar apoyado en la experiencia, ya que tuve la curiosidad de pesarlos y medirlos.

     Pero aun me aconteció un accidente más peligroso en aquel mismo jardín, en ocasión de haberse retirado mi niñera a otra parte de él con su aya y algunas damas amigas, creyendo dejarme en lugar seguro -lo que con frecuencia le suplicaba que hiciese, para recrearme a solas con mis pensamientos- y de haberse dejado en casa mi caja para evitarse la molestia de llevarla. Lejos Glumdalclitch, donde yo no la veía ni podía llegar hasta ella mi voz, un sabuesillo blanco, propiedad del jardinero, que por casualidad había entrado en el jardín, acertó a pasar cerca del sitio en que me hallaba. El perro, siguiendo el rastro, se vino derecho a mí, y cogiéndome con la boca corrió a su amo moviendo la cola y me dejó suavemente en el suelo. Por suerte le habían adiestrado tan bien, que fui transportado entre sus dientes sin sufrir el daño más ligero, ni siquiera desgarramiento de ropa; pero el infeliz jardinero, que me conocía sobradamente y sentía gran afecto por mí, se llevó un susto terrible. Me levantó suavemente en ambas manos y me preguntó si me había pasado algo; pero estaba yo tan pasmado y sin aliento, que no le pude responder palabra. A los pocos minutos volví en mí y él me llevó indemne a mi niñera, quien, en tanto, había vuelto al sitio en que me dejara, y, no hallándome ni obteniendo respuesta a sus llamadas, estaba en mortales angustias. Amonestó al jardinero severamente por lo que su perro había hecho; mas la cosa se ocultó y jamás se supo en la corte, pues la niña temía el enfado de la reina, y en cuanto a mí he de decir francamente que pensé que no haría ningún provecho a mi fama que se extendiera semejante historia.

     Este accidente determinó a Glumdalclitch a no perderme de vista en lo sucesivo cuando saliésemos. Llevaba yo mucho tiempo temiendo esta resolución, y, en consecuencia, le había ocultado a ella algunas pequeñas aventuras desgraciadas que me habían ocurrido en aquellos tiempos en que me abandonaban a mí mismo. Una vez, un gatito que rondaba por el jardín saltó sobre mí, y, a no haber yo sacado resueltamente mi alfanje y precipitándome bajo una tupida espaldera, de seguro que me hubiera arrebatado en sus garras. En otra ocasión, subiendo por el montoncillo de arena que un topo acababa de formar escarbando, caí de cabeza en el hoyo que el animal había cavado, y tuve que inventar una mentira, que no merece la pena de recordar, para disculparme de haberme estropeado el vestido. También me rompí la espinilla derecha contra la concha de un caracol con que tropecé un día que paseaba solo, pensando en la pobre Inglaterra.

     No sé qué era más grande, si mi complacencia o mi mortificación al observar en aquellos paseos solitarios que los pájaros más pequeños no mostraban miedo ninguno de mí; antes bien, brincaban a mi alrededor a una yarda de distancia, buscando gusanos y otras cosas que comer, con la misma indiferencia y seguridad que si no hubiera ser ninguno junto a ellos. Recuerdo que un tordo se tomó la libertad de arrebatarme de la mano con el pico un trozo de bollo que Glumdalclitch acababa de darme para desayuno. Cuando intentaba coger alguno de estos pájaros, se me revolvían fieramente, tirándome picotazos a los dedos, que yo cuidaba de no poner a su alcance, y luego, con toda despreocupación, seguían saltando a caza de gusanos y caracoles, como antes. Un día, sin embargo, cogí un buen garrote y se lo tiré con toda mi fuerza y tan certeramente a un pardillo, que lo tumbé del golpe, y, cogiéndole por el cuello con las dos manos, corrí a mi niñera llevándolo en triunfo. Pero el pájaro que sólo había quedado aturdido, se recobró y me dio tantos golpes con las alas a ambos lados de la cabeza y del cuerpo, que, aun cuando lo mantenía apartado con los brazos extendidos y estaba fuera del alcance de sus garras, veinte veces estuve por dejarle escapar. Mas pronto vino en mi auxilio uno de nuestros criados, que retorció al pájaro el pescuezo, y al día siguiente me lo dieron para almorzar por orden de la reina. Este pardillo, por lo que recuerdo, venía a ser algo mayor que un cisne de Inglaterra.

     Un día, un joven caballero, sobrino de la aya de mi niñera, vino e invitó a las dos insistentemente a que fuesen a ver una ejecución: la de un hombre que había asesinado precisamente a uno de los amigos íntimos de aquel caballero. A Glumdalclitch la convencieron para que fuese de la partida, muy contra su inclinación, porque era naturalmente compasiva; y por lo que a mí toca, aunque aborrezco esta naturaleza de espectáculos, me tentaba la curiosidad de ver una cosa que suponía que debía de ser extraordinaria. El malhechor fue sujeto a una silla en un cadalso levantado al efecto y le cortaron la cabeza de un tajo con una espada de cuarenta pies de largo aproximadamente. Las venas y arterias arrojaron tan prodigiosa cantidad de sangre y a tal altura, que el gran jeu d'eau de Versalles no se le igualaba mientras duró; y la cabeza, al caer, dio contra el piso del cadalso un golpazo tan grande, que me hizo estremecer, aunque estaba yo, por lo menos, a media milla inglesa de distancia.

     La reina, que solía oírme hablar de mis viajes marítimos y no dejaba ocasión de divertirme cuando me veía melancólico, me preguntó si sabía manejar una vela o un remo y si no me sería conveniente para la salud un poco de ejercicio de boga. Le respondí que ambas cosas se me entendían muy bien, pues aunque mi verdadera profesión había sido la de médico o doctor del barco, muchas veces, en casos de apuro, me había visto obligado a trabajar como un marinero más. Pero no veía yo cómo podría hacer esto en su país, donde el más pequeño esquife era igual que uno de nuestros buques de guerra de primera categoría, y en cuyos ríos no podría resistir un bote tal como yo lo necesitaba para manejarlo. Su Majestad dijo que si yo ideaba un bote, su propio carpintero lo haría y ella buscaría un sitio donde yo pudiese navegar. El hombre era obrero hábil, y, siguiendo mis instrucciones, en diez días acabó un bote de recreo con todo su aparejo muy suficiente para ocho europeos. Cuando estuvo acabado le gustó tanto a la reina, que lo llevó corriendo en su falda al rey, quien ordenó que lo pusieran en una cisterna llena de agua, conmigo dentro, a manera de ensayo; no pude usar mis remos cortos allí por falta de espacio. Pero la reina había de antemano forjado otro proyecto; mandó al carpintero que hiciese una artesa de madera de trescientos pies de largo, cincuenta de ancho y ocho de fondo, la cual, bien embreada para que no se saliese el agua, fue puesta en el suelo, pegada a la pared, en una habitación exterior del palacio. Tenía la artesa cerca del fondo un grifo para sacar el agua cuando llevaba echada mucho tiempo, y dos criados podían llenarla sin trabajo en media hora. Allí solía yo remar para mi propia distracción, así como para la de la reina y sus damas, que se complacían mucho en mi destreza y agilidad. A veces largaba la vela, y entonces mi tarea consistía solamente en gobernar cuando las damas me mandaban viento fresco con los abanicos, y cuando se cansaban ellas, algún paje me empujaba la vela con su aliento, mientras yo mostraba mi arte gobernando a babor, o a estribor, según quería. Cuando terminaba, Glumdalclitch volvía a llevarse el bote a su gabinete y allí lo colgaba de un clavo para que se secase.

     Practicando este ejercicio me ocurrió una vez un accidente que en nada estuvo que me costara la vida. Fue que, habiendo echado uno de los pajes mi bote en la artesa, el aya que cuidaba de Glumdalclitch, muy oficiosamente, me levantó para meterme en el bote; pero me aconteció escurrirme de entre sus dedos, e infaliblemente hubiese dado contra el suelo desde cuarenta pies de altura si, por la más venturosa casualidad del mundo, no me hubiese detenido un alfiler que la buena señora llevaba prendido en el peto; la cabeza del alfiler vino a metérseme entre la camisa y la pretina de los calzones, y así quedé suspendido en el aire por la mitad del cuerpo hasta que Glumdalclitch acudió en mi socorro.

     Otra vez, uno de los criados, cuyo oficio era llenar mi artesa de agua limpia cada tres días, tuvo el descuido de dejar que una rana enorme, por no haberla visto, se deslizase en el cubo. La rana estuvo oculta hasta que me pusieron en el bote; pero entonces, advirtiendo un lugar de descanso, trepó a él, y lo hizo inclinarse tanto de un costado, que tuve que contrabalancear echando al otro todo el peso de mi cuerpo para impedir el vuelco. Cuando la rana estuvo dentro, saltó de primera intención la mitad del largo del bote, y luego, por encima de mi cabeza, de atrás adelante y al contrario, ensuciándome la cara y las ropas con repugnante lodo. El grandor de sus miembros la hacía aparecer como el animal más disforme que pueda concebirse. No obstante, pedí a Glumdalclitch que me dejase habérmelas con ella solo. Durante un buen rato le sacudí con uno de los remos, y, por fin, la forcé a saltar del bote.

     Pero el mayor peligro en que me vi durante mi estancia en aquel reino fue debido a un mono, propiedad de uno de los ayudantes de cocina. Me había encerrado Glumdalclitch en su gabinete mientras ella salía a compras o de visita. Como hacía mucho calor, la ventana del gabinete estaba abierta de par en par, así como las ventanas y puertas de mi caja grande, en la cual ya habitaba frecuentemente a causa de su comodidad y amplitud. Estaba sentado a la mesa meditando tranquilamente, cuando vi que algo se entraba de un salto por la ventana de la habitación y daba brincos de un lado para otro. Aunque ello me alarmó en extremo, me atreví a mirar hacia fuera, bien que sin moverme de mí asiento; y entonces vi al revoltoso animal retozando y saltando de aquí para allí, hasta que por último se vino a mi caja y la examinó con gran curiosidad y regocijo, atisbando por las puertas y las ventanas. Me separé al ángulo más apartado de mi habitación, o sea de mi caja; pero el mono, mirando el interior por todas partes, me aterró de tal modo que me faltó presencia de ánimo para esconderme debajo de la cama, como hubiera podido hacer fácilmente. Después de un rato de husmeo, gesticulación y charla, me descubrió al fin, y metiendo por la puerta una de las garras, como haría un gato que jugase con un ratón, aunque yo corría de un sitio a otro para huirle, acabó por cogerme de la vuelta de la casaca -que, hecha de la seda de aquel país, era muy gruesa y resistente- y me sacó. Me alzó con la mano derecha y me sujetó como las nodrizas sujetan a los niños cuando van a darles de mamar y exactamente lo mismo que yo había visto hacer en Europa a un animal de la misma clase con un gatito pequeño. Intenté resistir; pero entonces me apretó tan fuerte, que tuve por lo más prudente entregarme. Su frecuente acariciarme la cara con la mano de muy suave manera me hace fundadamente suponer que me tomaba por un pequeño de su misma especie. Vino a interrumpirle en estas diversiones un ruido hecho en la puerta del gabinete como por alguien que la abriese, lo que le obligó a saltar bruscamente a la ventana por donde había entrado, y de allí, a canalones y cañerías andando en tres pies y llevándome a mí en la otra mano, hasta que se encaramó a un tejado próximo al nuestro. Yo oí que Glumdalclitch daba un grito en el momento de sacarme el mono del cuarto. La pobre muchacha casi perdió el sentido. Aquella parte del palacio era todo confusión; los criados corrieron a buscar escaleras; cientos de personas de la corte miraban al mono, que, instalado en lo alto de un edificio, me tenía como a un niño en una de sus patas delanteras y me daba de comer con la otra, metiéndome a la fuerza en la boca comida que iba sacándose de una de las bolsas que tienen a los lados de las quijadas estos animales, y cuando no quería comerlo me pegaba. A la vista de esto no podía contener la risa mucha de la gente que había abajo, ni yo creo que en realidad pueda censurársele por ello, pues, sin disputa, el espectáculo tenía que ser bastante grotesco para cualquiera que no fuese yo. Algunas personas tiraron piedras con la intención de hacer bajar al mono; pero se prohibió hacerlo rigurosamente, pues de otro modo es casi seguro que me hubiesen destrozado la cabeza.

     Se dispusieron las escaleras y subieron por ellas muchos hombres; el mono, en vista de ello y encontrándose ya casi rodeado e incapaz de correr lo suficiente en tres pies, me soltó en una teja acanalada y se puso en fuga. Allí quedé un rato, a quinientas yardas del suelo, esperando a cada instante que el viento me echara abajo o caer desvanecido e ir a parar, dando tumbos, desde el caballete al alero; pero un buen muchacho, lacayo de mi niñera, trepó, y, metiéndome en la faltriquera de sus calzones, me bajó indemne.

     Yo estaba casi ahogado con aquella asquerosidad que el mono me había embutido en la garganta; pero mi querida niñera me lo sacó de la boca con una aguja fina y luego me vino un vómito que me sirvió de gran alivio. Sin embargo, quedé tan débil y tan molido de pies a cabeza con los estrujones que me dio aquel repugnante animal, que tuve que guardar cama una quincena. El rey, la reina y toda la corte enviaban cada día a preguntar por mi salud, y la reina me hizo durante mi enfermedad varias visitas. Se mató al mono y se dio orden de que no se pudieran tener en todo el palacio semejantes animales.

     Cuando, una vez restablecido, me presenté al rey para darle las gracias por sus favores, él se dignó bromear grandemente con motivo de la aventura. Me preguntó qué pensamientos y cálculos eran los míos cuando estaba en la garra del mono, qué tal me supo la comida que me dio y si el aire fresco que corría por el tejado me había abierto el apetito. Me interrogó también qué hubiera hecho en mi propio país en ocasión semejante. Yo dije a Su Majestad que en Europa no teníamos monos, aparte de los que se llevaban de otros sitios por curiosidad, y éstos eran tan pequeños, que yo podía habérmelas con una docena a la vez si acaso se les ocurriera atacarme. Y en cuanto a aquel monstruoso animal con quien había tenido que vérmelas recientemente -y que era, sin duda, tan grande como un elefante-, si el temor no me hubiese impedido caer en la cuenta de que podía utilizar mi alfanje -dije esto con expresión fiera y golpeando con la mano la guarnición- cuando metió la garra en mi cuarto, quizá le hubiese hecho herida tal que se hubiera tenido por muy contento con poder retirarla más aprisa de lo que la había metido. Pero mi discurso no produjo otro efecto que una fuerte risotada, que todo el respeto debido a Su Majestad no pudo contener en aquellos que le daban asistencia. Esto me hizo reflexionar cuán vano intento es en un hombre el de hacerse honor a sí mismo entre aquellos que están fuera de todo grado de igualdad o de comparación con él. Y, sin embargo, he visto con gran frecuencia la moral de mi conducta de entonces a mi regreso a Inglaterra, donde un belitre despreciable cualquiera, sin el menor título por nacimiento, calidad, talento ni aun sentido común, se hace el importante y pretende ser uno con las personas más altas del reino.

     Cada día proporcionaba yo a la corte alguna historia ridícula, y Glumdalclitch, aunque me quería hasta el exceso, era lo bastante pícara para enterar a la reina de cualquier despropósito que yo hiciese si creía que podía servir de diversión a Su Majestad.

 

 

 

Capítulo VI

 

El autor se da maña por agradar al rey y a la reina. -Muestra su habilidad en la música. -El rey se informa del estado de Europa, que el autor le expone. -Observaciones del rey.

     Asistía yo una o dos veces en la semana al acto de levantarse el rey, y con frecuencia le veía en manos de su barbero, lo que en verdad constituía al principio un espectáculo terrible, pues la navaja era casi doble de larga que una guadaña corriente. Su Majestad, según la costumbre del país, se afeitaba solamente dos veces a la semana. En una ocasión pude convencer al barbero para que me diese parte de las jabonaduras, de entre las cuales saqué cuarenta o cincuenta de los cañones más fuertes. Cogí luego un trocito de madera fina y lo corté dándole la forma del lomo de un peine e hice en él varios agujeros a distancias iguales con la aguja más delgada que pudo proporcionarme Glumdalclitch. Me di tan buen arte para fijar en él los cañones, rayéndolos y afilándolos por la punta con mi navaja, que hice un peine bastante bueno. Refuerzo muy del caso, porque el mío tenía las púas rotas hasta el punto de ser casi inservible, y no conocía en el país artista tan delicado que pudiera encargarse de hacerme otro.

     Al mismo tiempo aquello me sugirió una diversión en que pasé muchas de mis horas de ocio. Pedí a la dama de la reina que me guardara el pelo que Su Majestad soltase cuando se la peinaba, y pasado algún tiempo tuve cierta cantidad. Consulté con mi amigo el ebanista, que tenía orden de hacerme los trabajillos que necesitase, y le encargué la armadura de dos sillas no mayores que las que tenía en mi caja y que practicara luego unos agujeritos con una lesna fina alrededor de lo que había de ser respaldo y asiento. Por estos agujeros pasé los cabellos más fuertes que pude hallar, al modo que se hace en las sillas de mimbres en Inglaterra. Cuando estuvieron terminadas las regalé a Su Majestad la reina, quien las puso en su gabinete y las mostraba como una curiosidad; y, en efecto, eran el asombro de todo el que las veía. Quiso la reina que yo me sentase en una de aquellas sillas; pero me negué resueltamente a obedecerla, protestando que mejor moriría mil veces que colocar mi cuerpo en aquellos cabellos preciosos que en otro tiempo adornaron la cabeza de Su Majestad. De estos cabellos -como siempre tuve gran disposición para los trabajos manuales- hice también una bonita bolsa de unos cinco pies de largo, con el nombre de Su Majestad en letras de oro; bolsa que di a Glumdalclitch con permiso de la reina. A decir verdad, más era de capricho que para uso, pues no era lo bastante fuerte para resistir el peso de las monedas grandes, y, de consiguiente, Glumdalclitch sólo guardaba en ella algunas de esas chucherías a que las niñas son tan aficionadas.

     El rey, que amaba la música en extremo, daba frecuentes conciertos en la corte, a los cuales me llevaban algunas veces. Me ponían dentro de mi caja, sobre una mesa, para que la oyese; pero el ruido era tan grande, que apenas podía distinguir los tonos. Estoy seguro de que todos los tambores y trompetas de un ejército real, batidos y tocados al mismo tiempo junto a las orejas no igualarían aquello. Mi práctica era hacer que quitasen la caja del sitio en que estuvieran los ejecutantes y la llevasen lo más lejos posible, cerrar luego las puertas y las ventanas de ella y echar las persianas; después de todo lo cual, encontraba aquella música no del todo desagradable.

     Yo había aprendido de joven a tocar un poco la espineta. Glumdalclitch tenía una en su cuarto y dos veces por semana iba a enseñarle un profesor. Llamo a aquello una espineta porque en cierto modo se parecía a este instrumento y se tocaba de la misma manera. Se me ocurrió que yo podría entretener al rey y a la reina tocando en este instrumento una tonada inglesa. Pero ello parecía extremadamente difícil porque la espineta tenía cerca de seis pies de largo y cada tecla uno de anchura casi; así, con los brazos extendidos, no podía yo abarcar arriba de cinco teclas, y para pulsarlas necesitaba dar un buen puñetazo, lo que hubiera sido un trabajo demasiado grande y de ninguna utilidad. El método que imaginé fue éste: hice dos palos redondos, del tamaño de dos buenos garrotes, más gruesos por un extremo que por otro, y cubrí el lado más grueso con un trozo de piel de ratón, de modo que al golpear con ellos no pudiese estropear las teclas ni apagar el sonido. Se colocó frente a la espineta un banco que quedaba unos cuatro pies más bajo que el teclado, y sobre el banco me pusieron a mí. Corría yo por encima, de costado, de acá para allá tan velozmente como era posible, y de este modo me ingenié para tocar una jiga, con gran satisfacción de Sus Majestades. Pero fue el ejercicio más violento a que me he entregado en mi vida, y aun así no pude golpear más de dieciséis teclas, ni, desde luego, tocar a la vez los bajos y la voz cantante, como hacen otros artistas, lo que fue en gran daño de mi ejecución.

     El rey, que, como ya he consignado, era un príncipe de muy buen entendimiento, ordenaba frecuentemente que me llevasen en mi caja y me pusieran sobre la mesa de su gabinete; me mandaba luego que sacase de la caja una de las sillas y me sentase a unas tres yardas de distancia en lo más alto del escritorio, con lo que me encontraba casi al nivel de su cara. De este modo sostuve varias conversaciones con él. Un día me tomé la libertad de decir a Su Majestad que el desprecio que mostraba hacia Europa y el resto del mundo no parecía responder a las excelentes prendas de discreción que le distinguían; que la razón no crece con el tamaño del cuerpo, sino, antes al contrario, se había observado en nuestro país que las personas más altas están peor dotadas en este respecto. Añadí que, entre otros animales, las abejas y las hormigas tenían fama de más industriosas, hábiles y sagaces que muchos de las especies mayores, y que, por insignificante que yo le pareciese, tenía la esperanza de encontrar en mi vida ocasión de prestar a Su Majestad algún señalado servicio. El rey me oyó con atención y empezó a concebir de mí un juicio mucho mejor del que había tenido hasta entonces. Me pidió que le diese una referencia tan exacta como me fuera posible del gobierno de Inglaterra; pues, aun siendo los príncipes, por regla general, amantes de sus propias costumbres -así lo suponía el respeto de otros monarcas por anteriores razonamientos míos-, le gustaría conocer alguna cosa que mereciera ser imitada.

     Imagina por ti, cortés lector, las veces que deseé la lengua de Cicerón o de Demóstenes para poder celebrar la fama de mi querido país natal en un estilo correspondiente a sus méritos y bienaventuranzas. Empecé mi discurso por informar a Su Majestad de que nuestros dominios consistían en dos islas que formaban tres poderosos reinos bajo un soberano, aparte de nuestras colonias de América. Me detuve en ponderar la fertilidad de nuestro suelo y la temperatura de nuestro clima. Hablé luego extensamente de la constitución del Parlamento inglés, formado en parte por un cuerpo ilustre, llamado la Cámara de los Pares, personas de sangre noble y de patrimonios los más antiguos e importantes. Pinté el extraordinario cuidado que siempre se pone en su educación para las artes y las armas, a fin de capacitarlos para ser consejeros a la vez del rey y del reino, participar en la legislación, ser miembros del más alto tribunal de justicia -de cuyas sentencias no puede apelarse- y ejercer de campeones siempre dispuestos a la defensa de su príncipe y de su patria con su valor, conducta y fidelidad. Añadí que ellos eran el adorno y el baluarte del reino, digna descendencia de sus afamados antecesores, que en ella veían honradas las virtudes que siempre practicaron y de cuyo culto jamás sucedió que su posteridad se apartase. A éstos se unían, como parte de la Asamblea, varios santos varones que llevaban el título de obispos, y cuya misión particular era cuidar de la religión y de quienes instruyen en ella a las gentes. Éstos eran buscados y descubiertos de un extremo a otro de la nación por el príncipe y sus consejeros más sabios entre aquellos sacerdotes que más merecidamente se hubiesen distinguido por la santidad de su vida y la profundidad de su erudición, los cuales, por derecho indiscutible, eran los padres espirituales del clero y del pueblo.

     La otra parte del Parlamento la constituía una asamblea llamada Cámara de los Comunes, cuyos miembros eran todos caballeros principales, libremente designados y escogidos por el mismo pueblo, en razón de sus grandes talentos y de su amor al país, para representar la sabiduría de la nación entera. Y ambos cuerpos constituían la más augusta Asamblea de Europa, a la cual, en unión del rey, estaba encomendada la legislación.

     Pasé luego a hablar de los tribunales de justicia, donde los jueces, aquellos venerables sabios e intérpretes de la ley, presidían la determinación de los derechos de propiedad disputados entre los hombres, así como el castigo del vicio y la protección de la inocencia. Mencioné la prudente administración de nuestro tesoro; el valor y las hazañas de nuestras fuerzas de mar y tierra. Hice un cómputo de nuestro número de habitantes, expresando cuántos millones vienen a corresponder a cada secta y a cada partido político de los nuestros. No omití siquiera nuestros deportes y pasatiempos, ni detalle ninguno que, a mi juicio, pudiese redundar en honor de mi país. Terminé con una breve relación histórica de los asuntos y acontecimientos de Inglaterra durante los últimos cien años.

     Esta conversación no llegó a su término en menos de cinco audiencias, de varias horas cada una, y el rey lo oyó todo con gran atención, tomando con frecuencia notas de lo que yo decía, así como memoranda de varias preguntas que se servía hacerme.

     Cuando di fin a estos largos discursos, Su Majestad, en una sexta audiencia, consultando sus notas, expuso numerosas dudas, preguntas y objeciones respecto de cada artículo. Me interrogó qué métodos empleábamos para cultivar la inteligencia y el cuerpo de nuestros jóvenes de la nobleza y a qué clase de trabajos solían dedicarse durante aquel período de la vida apropiado para la instrucción. Qué partido tomábamos para integrar aquella Asamblea cuando se extinguía una familia noble. Qué condiciones eran necesarias a aquellos que se nombraban nuevos lores, y si el humor de un príncipe, una cantidad de dinero dada a una dama de la corte o a un primer ministro, o el propósito de reforzar un partido opuesto al interés público, no venían nunca a ser motivos para estos ascensos. Hasta dónde llegaba el conocimiento que tenían aquellos señores de las leyes de su país y cómo lo adquirían para hacerlos capaces de decidir sobre las propiedades de sus compatriotas en último recurso. Si vivían siempre tan libres de avaricia, parcialidades y ambiciones que el soborno o cualquier otro designio siniestro no pudiera tener entre ellos lugar. Si aquellos santos varones de que yo hablaba eran siempre elevados a tal rango por razón de sus conocimientos en materia religiosa y de la santidad de su vida, y no habían sido nunca condescendientes con los tiempos cuando eran simples sacerdotes, ni serviles y prostituidos capellanes de algún noble cuyas opiniones siguieran, obedeciendo ruinmente después de admitidos en la Asamblea.

     Quiso conocer después qué sistemas empleábamos para elegir a aquellos a quienes yo designaba por el nombre de Comunes; si un extraño con la bolsa llena no podría influir sobre los votantes del vulgo para que le escogiesen por encima de su propio señor o del caballero más importante del vecindario. Cómo era que la gente se sentía tan poderosamente inclinada a entrar en esa asamblea aun a costa de las molestias y los gastos enormes que yo había señalado, y que a menudo llegaban a arruinar a las familias respectivas, sin recibir por ello salario ni pensión ninguna, pues esto suponía tan exaltado extremo de virtud y espíritu público, que Su Majestad parecía temer que no siempre fuese sincero. Y quería saber si tan celosos caballeros podían calcular indemnizarse de los gastos y las molestias a que se entregaban sacrificando el bien público a los caprichos de un príncipe vicioso en connivencia con un ministerio corrompido. Multiplicó su interrogatorio y me sondeó y sonsacó en cada una de las partes de este capítulo, haciéndome innumerables preguntas y objeciones que no juzgo discreto ni conveniente repetir.

     En cuanto a lo que dije respecto a nuestros tribunales de justicia, Su Majestad solicitó información sobre varios puntos, la que estaba yo tanto más capacitado para dar, cuanto que en otro tiempo me había visto casi arruinado por un proceso en la chancillería, del que tuve que pagar las costas. Me preguntó cuánto tiempo se tardaba generalmente en discernir la razón de la sinrazón y qué gasto suponía; si los abogados y suplicantes eran libres de defender causas manifiesta y reconocidamente injustas, vejatorias u opresivas; si se había observado que algún partido, ya político, ya religioso, fuera de algún peso en la balanza de la justicia; si los tales defensores eran personas instruidas en el general conocimiento de la equidad o sólo en el derecho consuetudinario de la provincia, la nación o la localidad que fuese; si ellos o sus jueces tenían alguna parte en la elaboración de aquellas leyes que se atribulan la libertad de interpretar y glosar a su antojo; si alguna vez habían sido, en ocasiones distintas, defensores y acusadores de una misma causa y citado precedentes en prueba de opiniones contradictorias; si constituían una corporación rica o pobre; si recibían alguna recompensa pecuniaria por pleitear y exponer sus opiniones, y particularmente si alguna vez eran admitidos como miembros en la baja Cámara.

     La tomó luego con la administración de nuestro tesoro, y dijo que, sin duda, a mí me había flaqueado la memoria, por cuanto calculé nuestras rentas en unos cinco o seis millones al año, y cuando hice mención de los gastos se encontró con que en ocasiones ascendían a más del doble de esa cantidad, pues sobre este punto había tomado notas muy detalladas, con la esperanza, según me dijo, de que pudiera serle útil el conocimiento de nuestra conducta, y no podía engañarse en sus cálculos. Pero, dado que fuera verdad lo que yo le había dicho, se sorprendía grandemente de cómo un reino podía gastar más de su hacienda como un simple particular. Me preguntó quiénes eran nuestros acreedores y dónde encontrábamos dinero para pagarles. Se maravilló oyéndome hablar de tan dispendiosas guerras, pues sin duda habíamos de ser un pueblo muy pendenciero, o vivir entre muy malos vecinos, y nuestros generales tendrían que ser más ricos que nuestro rey. Me preguntó qué asuntos teníamos fuera de nuestras propias islas, si no eran el comercio y los tratados o la defensa de las costas con nuestra flota. Sobre todo, se asombró al oírme hablar de un ejército mercenario permanente en medio de la paz y entre un pueblo libre. Decía que si nos gobernaban por nuestro propio consentimiento las personas que tenían nuestra representación no podía alcanzársele de quién teníamos temor ni contra quién teníamos que pelear, y me consultaba si la casa de un hombre particular no está mejor defendida por él, sus hijos y su familia que por media docena de bribones cogidos a la ventura en medio de la calle, escasamente pagados y que no tendrían inconveniente en degollar a todos si les ofrecían por ello cien veces su soldada.

     Se rió de mi extraña especie de aritmética -como se dignó llamarla-, que computaba nuestro número de habitantes, haciendo un cálculo sobre las varias sectas de religión y política que existen entre nosotros. Dijo que no conocía razón ninguna para que a aquellos que mantienen opiniones perjudiciales al interés público se les obligue a cambiar ni para que se les obligue a ocultarlas. Y así como en un Gobierno fuera tiranía pedir lo primero, es debilidad no exigir lo segundo; que un hombre puede guardar venenos en su casa, mas no venderlos por cordiales.

     Observó que entre las diversiones de nuestros nobles y gentes principales había yo mencionado la caza. Quiso saber a qué edad comenzaban por regla general este entretenimiento y cuándo lo abandonaban; cuánto tiempo dedicaban a él; si alguna vez iba tan lejos que afectase las fortunas; si gentes indignas y viciosas no podrían por su destreza en este arte llegar a hacer grandes capitales, y aun en ocasiones a colocar a los nobles mismos en un plano de dependencia, así como a habituarles a compañías indignas, apartarlos completamente del cultivo de su inteligencia y forzarlos con la pérdida sufrida a ejercitar y practicar esa habilidad infame por encima de todas las otras.

     Se asombró grandemente cuando le hice la reseña histórica de nuestros asuntos durante el último siglo, e hizo protestas de que aquello era sólo un montón de conjuras, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, justamente los efectos peores que pueden producir la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición.

     En otra audiencia recapituló Su Majestad con gran trabajo todo lo que yo le había referido; comparó las preguntas que me hiciera con las respuestas que yo le había dado, y luego, tomándome en sus manos y acariciándome con suavidad, dio curso a las siguientes palabras, que no olvidaré nunca, como tampoco el modo en que las pronunció: «Mi pequeño amigo Grildrig: habéis hecho de vuestro país el más admirable panegírico. Habéis probado claramente que la ignorancia, la pereza y el odio son los ingredientes apropiados para formar un legislador; que quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y habilidades residen en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Descubro entre vosotros algunos contornos de una institución que en su origen pudo haber sido tolerable; pero están casi borrados, y el resto, por completo manchado y tachado por corrupciones. De nada de lo que habéis dicho resulta que entre vosotros sea precisa perfección ninguna para aspirar a posición ninguna; ni mucho que los hombres sean ennoblecidos en atención a sus virtudes, ni que los sacerdotes asciendan por su piedad y sus estudios, ni los soldados por su comportamiento y su valor, ni los jueces por su integridad, ni los senadores por el amor a su patria, ni los consejeros por su sabiduría. En cuanto a vos -continuó el rey-, que habéis dedicado la mayor parte de vuestra vida a viajar, quiero creer que hasta el presente os hayáis librado de muchos de los vicios de vuestro país. Pero por lo que he podido colegir de vuestro relato y de las respuestas que con gran esfuerzo os he arrancado y sacado, no puedo por menos de deducir que el conjunto de vuestros semejantes es la raza de odiosos bichillos más perniciosa que la Naturaleza haya nunca permitido que se arrastre por la superficie de la tierra.»

 

 

 

Capítulo VII

 

El cariño del autor a su país. -Hace al rey una proposición muy ventajosa, que es rechazada. -La gran ignorancia del rey en política. -Imperfección y limitación de la cultura en aquel país. -Leyes, asuntos militares y partidos en aquel país.

     Sólo un amor extremado a la verdad ha podido disuadirme de ocultar esta parte de mi historia. Era en vano que descubriese mis resentimientos, de los cuales se hacía burla siempre; así, tuve que sufrir con paciencia que mi noble y amantísimo país fuese tan injuriosamente tratado. Estoy tan profundamente apenado como pueda estarlo cualquiera de mis lectores de que tal ocasión se presentase; pero este príncipe se mostró tan curioso y preguntón sobre cada punto, que no se hubiese compadecido con la gratitud ni con las buenas formas el que yo le negara cualquier explicación que pudiera darle. Aun siendo así, debe permitírseme que diga en mi defensa que eludí hábilmente muchas de las preguntas y di a cada extremo un giro mas favorable, con mucho, de lo que permitiría la estricta verdad, pues siempre he tenido para mi país esta laudable parcialidad que Dionysius Halicarnassensis recomendaba con tanta justicia al historiador. Oculté las flaquezas y deformidades de mi madre patria y coloqué sus virtudes y belleza a la luz más conveniente y ventajosa. Éste fue mi verdadero conato en cuantas conversaciones mantuve con aquel poderoso monarca, aunque, por desdicha, tuvo mal éxito.

     Pero también ha de tenerse toda clase de excusas para un rey que vive por completo apartado del resto del mundo, y, por consiguiente, tiene que estar en absoluto ignorante de las maneras y las costumbres que deben prevalecer en otras naciones; falta de conocimiento que siempre determinará numerosos prejuicios, y una cierta estrechez de pensamiento, de que nosotros y los más civilizados países de Europa estamos enteramente libres. Y, sin duda, sería contrario a la razón que se quisieran presentar las nociones de virtud y vicio de un príncipe tan lejano como modelo para toda la Humanidad.

     Para confirmar esto que acabo de decir, y mostrar además los desdichados efectos de una educación limitada, referiré un episodio que apenas será creído. Con la esperanza de congraciarme más con Su Majestad, le hablé de un descubrimiento, realizado hacía de trescientos a cuatrocientos años, para fabricar una especie de polvo tal, que si en un montón de él caía la chispa más pequeña todo se inflamaba, así fuese tan grande como una montaña, y volaba por los aires, con ruido y estremecimiento mayores que los que un trueno produjera. Le añadí que una cantidad de este polvo, ajustada en el interior de un tubo de bronce o hierro proporcionada al tamaño, lanzaba una bola de hierro o plomo con tal violencia y velocidad, que nada podía oponerse a su fuerza; que las balas grandes así disparadas no sólo tenían poder para destruir de un golpe filas enteras de un ejército, sino también para demoler las murallas más sólidas y hundir barcos con mil hombres dentro al fondo del mar; y si se las unía con una cadena, dividían mástiles y aparejos, partían centenares de cuerpos por la mitad y dejaban la desolación tras ellas. Añadí que nosotros muchas veces llenábamos de este polvo largas bolas huecas de hierro y las lanzábamos por medio de una máquina dentro de una ciudad a la que tuviésemos puesto sitio, y al caer destrozaba los pavimentos, derribaba en ruinas las casas y estallaba, arrojando por todos lados fragmentos que saltaban los sesos a quienes estuvieran cerca. Le dije, además, que yo conocía muy bien los ingredientes, comunes y baratos; sabía hacer la composición y podía dirigir a los trabajadores de Su Majestad en la tarea de construir aquellos tubos de un tamaño proporcionado a todas las demás cosas del reino. Los mayores no tendrían que exceder de cien pies de longitud, y veinte o treinta de estos tubos, cargados con la cantidad adecuada de polvo y balas, podrían batir en pocas horas los muros de la ciudad más fuerte de los dominios de Su Majestad, y aun destruir la metrópoli entera si alguna vez se resistiera a cumplir sus órdenes absolutas. Humildemente ofrecí esto al rey como pequeño tributo de agradecimiento por las muchas muestras que había recibido de su real favor y protección.

     El rey quedó horrorizado por la descripción que yo le había hecho de aquellas terribles máquinas y por la proposición que le sometía. Se asombró de que tan impotente y miserable insecto -son sus mismas palabras- pudiese sustentar ideas tan inhumanas y con la familiaridad suficiente para no conmoverse ante las escenas de sangre y desolación que yo había pintado como usuales efectos de aquellas máquinas destructoras, las cuales -dijo- habría sido sin duda el primero en concebir algún genio maléfico enemigo de la Humanidad. Por lo que a él mismo tocaba, aseguró que, aun cuando pocas cosas le satisfacían tanto como los nuevos descubrimientos en las artes o en la Naturaleza, mejor querría perder la mitad de su reino que no ser consabidor de este secreto, que me ordenaba, si estimaba mi vida, no volver a mencionar nunca.

     ¡Extraño efecto de los cortos principios y los horizontes limitados! ¡Un príncipe adornado de todas las cualidades que inspiran estima, veneración y amor, de excelentes partes, gran sabiduría y profundos estudios, dotado de admirables talentos para gobernar y casi adorado por sus súbditos, dejando escapar, por un supremo escrúpulo, del cual no podemos tener en Europa la menor idea, una oportunidad puesta en sus manos, y cuyo aprovechamiento le hubiera hecho dueño absoluto de la vida, la libertad y la fortuna de sus gentes! No digo esto con la más pequeña intención de disminuir las muchas virtudes de aquel excelente rey, cuyos méritos, sin embargo, temo que habrán de quedar muy mermados a los ojos del lector inglés con este motivo; pero juzgo que este defecto tiene por origen la ignorancia de aquel pueblo, que todavía no ha reducido la política a una ciencia, como en Europa han hecho ya entendimientos despiertos. Recuerdo muy bien que en una conversación que mantuve con el rey un día, como yo le dijera que nosotros habíamos escrito varios millares de libros sobre el arte de gobernar, él formó -en contra de lo que yo pretendía- un concepto muy pobre de nuestra inteligencia. Declaró abiertamente que detestaba, a la vez que despreciaba, todo misterio, refinamiento e intriga en un príncipe o en un ministro. No podía comprender lo que designaba yo con el nombre de secreto de Estado, siempre que no se tratase de algún enemigo o alguna nación rival. Reducía el conocimiento del gobierno a límites estrechísimos de sentido común y razón, justicia y lenidad, diligencia en rematar las causas civiles y criminales, con algunos otros tópicos sencillos que no merecen ser consignados. Y afirmó que cualquiera que hiciese nacer dos espigas de grano o dos briznas de hierba en el espacio de tierra en que naciera antes una, merecía más de la Humanidad y hacía más esencial servicio a su país que toda la casta de políticos junta.

     Los estudios de este pueblo son muy defectuosos, pues consisten únicamente en moral, historia, poesía y matemáticas, aunque hay que reconocer que en estas materias descuella. Pero la última se aplica tan sólo a aquello que puede ser útil en la vida, como es el progreso de la agricultura y de las artes mecánicas; así que entre nosotros no merecía gran aprecio. En cuanto a ideas trascendentales, abstracciones y trascendencias, jamás pude meterles en la cabeza la más elemental concepción.

     Ninguna ley de aquel país debe exceder en palabras el número de las letras del alfabeto, que es allí de veintidós; pero, en verdad, son muy pocas las que alcanzan esta extensión. Están redactadas con los términos más claros y sencillos, y aquellas gentes no son lo bastante perspicaces para descubrir en ellas más de una interpretación, y escribir un comentario a una ley es un crimen capital. En cuanto a los fallos en las causas civiles y los procedimientos contra los criminales, tienen allí tan pocos precedentes, que mal podrían jactarse de pericia ninguna en ellos.

     Conocen el arte de la imprenta, como los chinos, desde tiempo inmemorial; pero sus bibliotecas no son muy grandes. La del rey, considerada como la mayor, no excede de mil volúmenes, colocados en una galería de doce mil pies de longitud, de la cual yo tenía licencia para sacar los libros que deseara. El carpintero de la reina había ideado y construido en una de las habitaciones de Glumdalclitch una especie de aparato de madera de veinticinco pies de alto, formado como una escalera puesta en pie, cuyos peldaños tenían cincuenta pies de largo; era, en fin, una escalera portátil, cuya parte inferior quedaba a unos diez pies de la pared del cuarto. El libro que yo quería leer se apoyaba en la pared; subía yo luego hasta el último peldaño de la escalera, y volviéndome hacia el libro empezaba por la parte superior de la página, y así continuaba, andando a la derecha y a la izquierda unos diez pasos, según la longitud de las líneas, hasta que llegaba un poco más abajo del nivel de mis ojos, y de este modo bajaba gradualmente hasta el final; luego subía de nuevo y empezaba la otra página de la misma manera, e igualmente volvía la hoja, lo que podía hacer fácilmente con las dos manos, porque era nada mas de gruesa y dura como un cartón, y en los folios mayores no pasaba de dieciocho a veinte pies de largo.

     El estilo de aquellas gentes es claro, masculino y cuidado, pero no florido, pues nada evitan con tanto escrúpulo como multiplicar palabras innecesarias o emplear para el mismo fin varias expresiones. He leído atentamente muchos de aquellos libros, especialmente de historia y de moral. Entre los demás me divirtió mucho un pequeño tratado antiguo que estaba siempre en el dormitorio de Glumdalclitch y pertenecía al aya de ésta: una dama de alcurnia, grave y entrada en años, que mantenía estrecho comercio con los textos de moral y devoción. El libro trata de la debilidad de la condición humana, y no goza de gran estima, salvo entre las mujeres y el vulgo. Era, sin embargo, curioso para mí ver lo que un autor de aquel país podía decir sobre tal materia. El escritor recorría todos los tópicos corrientes en los moralistas europeos mostrando cuán diminuto, despreciable e indefenso animal es el hombre por su propia naturaleza; cuán incapaz de defenderse por sí mismo de la inclemencia del aire y de los ataques de las bestias feroces; cómo un ser le aventaja en fuerza, otro en ligereza, un tercero en previsión, un cuarto en industria. Añadía que la Naturaleza había degenerado en estas decadentes edades últimas del mundo y hoy sólo producía pequeñas criaturas abortivas en comparación con las nacidas en los tiempos antiguos. Decía que era lógico pensar no sólo que las especies de hombres eran en su origen mucho mayores, sino también que en lejanas épocas debió de haber gigantes, así como la tradición y la historia lo atestiguan y ha sido confirmado por los enormes huesos desenterrados por casualidad en diversas partes del reino, y que pasan en mucho los de la mermada raza del hombre de nuestros días. Argumentaba que las mismas leyes de la Naturaleza exigían, sin dejar lugar a duda, que en un principio hubiésemos sido creados de más alto y robusto talle, no tan sujetos a ser destruidos por cualquier pequeño accidente, como el desprendimiento de una teja desde una casa, o el lanzamiento de una piedra por la mano de un niño, o la caída en cualquier arroyuelo donde perecer ahogado. De esta índole de razones sacaba el autor varias normas morales útiles para conducirse en la vida, pero que no es necesario copiar aquí. Por mi parte, no pude dejar de reflexionar en lo universalmente extendido que está el talento de hacer discursos de moral, o más bien de descontento y condolencia por las contiendas que con la Naturaleza nos empeñamos en imaginar. Y creo que con una seria averiguación quedaría evidenciado que esas contiendas son tan infundadas por lo que toca a nosotros como por lo que toca a aquel pueblo.

     En cuanto a cuestiones militares, se hace gala allí de que el ejército del rey consiste en ciento setenta y seis mil infantes y treinta y dos mil caballos, si es que puede llamarse ejército el formado por comerciantes en varias ciudades y por agricultores en los campos, bajo el único mando de la nobleza y de las gentes principales, que no reciben paga ni recompensa ninguna. Cierto que alcanzan bastante perfección en el ejército y observan muy buena disciplina. Pero yo no veo en ello gran mérito; porque ¿cómo podría ser de otro modo en un sitio donde cada campesino está bajo el mando del propio señor de las tierras y cada ciudadano bajo el de un hombre principal de su misma edad elegido por votación, a la manera de Venecia?

     He visto muchas veces a la milicia de Lorbrulgrud salir a ejercitarse en un gran campo próximo a la ciudad, de unas veinte millas en cuadro. No eran en conjunto más de veinticinco mil infantes y seis mil caballos; pero a mí me era imposible calcular el número a causa del mucho terreno que ocupaban. Un jinete montado en un caballo de buena alzada levantaba del suelo unos noventa pies. Yo he visto a todo aquel cuerpo de caballería sacar a la voz de mando las espadas y blandirlas. La imaginación no puede concebir nada tan grande, tan sorprendente, tan asombroso. Parecía como si diez mil llamaradas de relámpagos fuesen lanzados a la vez de todo el ámbito de los cielos.

     Tuve curiosidad de saber cómo este príncipe, a cuyos dominios no puede llegarse desde ningún otro país, había podido pensar en ejércitos ni instruir a su pueblo en la práctica de la disciplina militar. Pero pronto quedé informado, tanto por conversaciones que sostuve como por las historias que leí; pues supe que por espacio de largas épocas aquel pueblo había sufrido la enfermedad a que está sujeta toda la especie humana: la lucha frecuente de la nobleza por el poder, del pueblo por la libertad y del rey por el dominio absoluto. Todo lo cual, aunque felizmente moderado por las leyes de aquel reino, había sido violado a veces por cada una de las tres partes y había provocado en una o varias ocasiones guerras civiles. A la última puso término venturoso el abuelo de este príncipe con un acomodamiento general, y la milicia, establecida entonces por común acuerdo, se ha mantenido siempre dentro de su más estricto deber.

 

 

 

Capítulo VIII

 

El rey y la reina hacen una excursión a las fronteras. -El autor les acompaña. -Muy detallada relación del modo en que sale del país. -Regreso a Inglaterra.

     Tenía yo siempre una firme confianza en que recobraría la libertad alguna vez, aunque me era imposible conjeturar por qué medios, ni formar proyecto ninguno que tuviese probabilidad de salir bien. El barco en que yo navegaba fue el único del que supiese que hubiera llegado a la vista de aquellas costas, y el rey había dado rigurosas órdenes para que, si algún otro apareciera, lo sacaran del agua y en un carro lo llevaran a Lorbrulgrud. Tenía él grandes deseos de procurarme una mujer de mi mismo tamaño con quien pudiera propagar la casta; pero yo creo que hubiese consentido morir antes que sufrir la desventura de dejar una descendencia para ser enjaulada como canarios domésticos, y quizá alguna vez vendida por todo el reino a las personas de condición, en calidad de rareza. Cierto que se me trataba con mucha amabilidad y que era el favorito de unos poderosos reyes y el deleite de toda la corte; pero todo ello bajo un pie que resultaba en desdoro de la dignidad humana. Nunca podía olvidarme de los cariños domésticos que había dejado detrás de mí. Deseaba estar entre gentes con quienes pudiese conversar en términos llanos y pasear por las calles y los campos sin miedo a ser muerto de un pisotón, como una rana o un perrillo faldero. Pero mi liberación vino más pronto de lo que yo esperaba y por caminos nada comunes. Relataré fielmente la completa historia y las circunstancias de ella.

     Llevaba ya dos años en aquel país, y hacia el principio del tercero, Glumdalclitch y yo acompañábamos al rey y a la reina en un viaje a la costa Sur del reino. A mí me llevaban, según costumbre, en mi caja de viaje, que, como ya he referido, era un muy cómodo gabinete de doce pies de anchura. Yo había mandado que me colgaran una hamaca con cuerdas de seda sujetas a los cuatro ángulos superiores a fin de amortiguar los vaivenes cuando un criado me llevaba delante de él en el caballo, como muchas veces solicité, y con frecuencia dormía en ella cuando estábamos en camino. En el techo de mi gabinete, justamente sobre el centro de la hamaca, abrió el carpintero por encargo mío un agujerito de un pie cuadrado para que me entrara aire en tiempo caluroso mientras dormía, agujero que yo cerraba y abría a voluntad con un tablero que se deslizaba por una muesca.

     Cuando llegamos al término de nuestro viaje, el rey encontró de su gusto pasar unos días en un palacio que tenía cerca de Flanfasnic, ciudad enclavada a unas dieciocho millas inglesas del mar. Glumdalclitch y yo estábamos muy fatigados. Yo me había enfriado un poco, y en cuanto a la pobre niña, estaba tan delicada, que no salía de su habitación. Yo ansiaba ver el océano, que había de ser el único escenario de mi escapatoria, si era que alguna vez llegaba. Fingía yo estar más enfermo de lo que estaba realmente y pedí licencia para tomar el aire fresco del mar con un paje a quien yo apreciaba mucho y a quien algunas veces me habían confiado. Nunca olvidaré con qué mala gana consintió Glumdalclitch, ni el severo encargo que hizo al paje para que tuviese cuidado conmigo, al mismo tiempo que se deshacía en lágrimas, como si tuviese algún presentimiento de lo que había de ocurrir. El joven me llevó en mi caja durante una media hora de camino desde el palacio hacia las rocas de la costa. Le ordené que me pusiera en el suelo, y levantando una de las vidrieras miré melancólica y atentamente hacia el mar. No me encontraba bueno del todo y dije al paje que iba a echar en la hamaca una siesta, que esperaba que me hiciese bien. Entré y el muchacho cerró la ventana para preservarme del frío. Me dormí pronto, y todo lo que puedo deducir es que mientras yo dormía, el paje, pensando que nada podría ocurrirme, iría a buscar entre las rocas huevos de pájaros, pues antes le había visto desde la ventana coger uno o dos de las hendeduras. Sea lo que fuere, me despertó de pronto un violento tirón del anillo que tenía la caja en la parte superior para facilitar el transporte. Sentí mi caja levantada por los aires a gran altura y luego llevada hacia adelante con velocidad prodigiosa. La primera sacudida casi me lanzó de la hamaca; pero luego el movimiento se hizo bastante suave. Grité varias veces tan alto como pude, pero no me sirvió de nada. Miré hacia las ventanas y no vi sino nubes y cielo. Oía sobre mi cabeza un ruido como de batir de alas, y entonces empecé a darme cuenta de la espantosa situación en que me veía: alguna águila había cogido sin duda en el pico mi caja por la anilla con la intención de dejarla caer sobre una peña, como una tortuga dentro de su concha, y sacar luego mi cuerpo y devorarlo. Sabido es que la sagacidad y el olfato de esta ave le permiten descubrir su presa a gran distancia y aunque esté más escondida que pudiera yo estar bajo una tabla de dos pulgadas,

     A poco advertí que el ruido y el aleteo aumentaban rápidamente, al tiempo que mi caja era agitada de arriba abajo como poste de señales en un día de viento. Oí como si diesen de puñadas al águila -pues estoy cierto de que tal debía de ser la que llevaba mi caja en el pico cogida por la anilla-, y de pronto me sentí caer perpendicularmente por espacio de un minuto y con tan increíble celeridad, que casi me faltó el aliento. Mi caída terminó en un choque terrible contra un cuerpo blando, que sonó en mis oídos más fuerte que las cataratas del Niágara; después quedé durante otro minuto en obscuridad completa, y luego mi caja empezó a subir hasta una altura que me permitía ver la luz por la parte superior de las ventanas. Me di cuenta entonces de que había caído en el mar. La caja, por el peso de mi cuerpo, de los objetos que en ella había y de las anchas láminas de hierro puestas como refuerzo en las cuatro esquinas de la tapa y del fondo, flotaba sumergida más de cinco pies en el agua. Supuse entonces y supongo ahora que el águila que se llevó mi caja en el pico se vio perseguida por otras dos o tres y obligada a soltarme para defenderse de las que se llamaban a la parte en la rapiña. Las planchas de hierro fijadas en el fondo de la caja, como eran las más gruesas, impidieron el vuelco durante la caída y el destrozo contra la superficie de las aguas. Las ensambladuras de la caja estaban bien ajustadas y la puerta no se volvía sobre goznes, sino que subía y bajaba como una ventana corrediza; así, mi gabinete quedaba tan bien cerrado, que entró muy poca agua. Con gran dificultad pude abandonar la hamaca después de haberme aventurado a correr el tablero del techo dispuesto para dejar entrada al aire, de que he hecho mención ya, pues me sentía casi asfixiado.

     ¡Cuántas veces deseé verme al lado de mi querida Glumdalclitch, de quien tanto me había separado el espacio de una sola hora! Y debo decir que en medio de todas mis desdichas no dejaba de entristecerme por mi pobre niñera y por el daño que de mi pérdida pudiera venirle con el disgusto de la reina y el consiguiente arruinamiento de su fortuna. Probablemente pocos viajeros se habían encontrado en dificultades y desventuras mayores de las que yo sufrí en este trance, temiendo a cada momento que mi caja se estrellase e hiciera pedazos o al menos se volcara con la primera ráfaga de aire. La simple rotura de un cristal hubiera significado la muerte inmediata, y nada hubiese librado las ventanas a no llevar el enrejado de alambre fuerte puesto por fuera a fin de evitar accidentes de viaje. Veía yo filtrarse el agua por diversas hendeduras, aunque no eran muy grandes las goteras, y traté de taparlas como pude. No podía levantar el techo de mi gabinete, lo que hubiera hecho ciertamente, de serme posible, para sentarme encima, donde, cuando menos, hubiera podido defenderme algunas horas más que encerrado en lo que podríamos llamar la bodega. Por otro lado, si lograba evitar estos peligros un día o dos, ¿qué podía esperar sino una miserable muerte de hambre y frío? Pasé cuatro horas en estas circunstancias aguardando y deseando en verdad que cada momento fuese el último de mi vida.

     Ya he referido al lector que en el lado de mi caja que no tenía ventana había dos fuertes colgaderos, por los cuales el criado que me llevaba a caballo pasaba su cinto de correa que se ceñía luego al cuerpo. Cuando estaba en aquella desconsoladora situación oí, o al menos me pareció oír, en el lado de la caja donde estaban los colgaderos, una especie de ruido como si rasparan; poco después experimenté la sensación de que empujaran o remolcaran la caja mar adelante, pues de vez en cuando sentía como un tirón que levantaba las olas cerca del filo de las ventanas, dejándome casi en la obscuridad. Esto me dio alguna débil esperanza de socorro, aunque no podía imaginar por dónde había de llegarme. Me decidí a destornillar una de mis sillas, que iban sujetas al suelo; y habiendo logrado con gran esfuerzo atornillarla nuevamente debajo de la corredera que antes había abierto, me subí en la silla, y, con la boca lo más cerca que pude de la abertura, pedí socorro a grandes voces y en todos los idiomas que conocía. Luego até el pañuelo a un bastón que de ordinario llevaba, y pasándolo por el agujero, lo ondeé repetidamente, a fin de que si algún bote o barco estuviera cerca pudiesen deducir los marinos que dentro de aquella caja estaba encerrado un infeliz mortal.

     No saqué provecho ninguno de nada de lo que hice. Pero yo advertía claramente que empujaban mi gabinete; y al cabo de una hora, o más, el lado de la caja donde estaban los colgaderos y no había ventana chocó contra alguna cosa dura. Calculé que fuese una roca y me vi más sacudido y agitado que me había visto hasta entonces. Oí claramente un ruido en la tapa de mi gabinete, como el que hiciese un cable, y el roce de él al pasar por la anilla. Luego me sentí levantado poco a poco, al menos tres pies de donde estaba. A esto saqué nuevamente el pañuelo y el bastón, pidiendo auxilio hasta casi quedarme ronco, y en respuesta oí un fuerte grito, repetido por tres veces, que me produjo transportes de alegría que sólo podría concebir quien los hubiese experimentado iguales. Oí entonces pasos por encima de mi cabeza y que alguien en voz alta y en lengua inglesa decía por el agujero que si había alguna persona abajo, hablase. Respondí que yo era un inglés arrojado por la mala suerte a la mayor calamidad que nunca sufriera humana criatura y rogué en los términos más lastimeros que me sacasen del calabozo en que estaba. Replicó la voz que estaba a salvo, porque mi caja estaba sujeta al barco suyo, y que inmediatamente llegaría el carpintero y abriría un agujero en la cubierta lo bastante grande para poder sacarme. Contesté que era innecesario y llevaría demasiado tiempo, y que no había que hacer más sino que uno de la tripulación metiera el dedo por la anilla y llevase la caja del mar al barco y luego al camarote del capitán.

     Algunos, oyéndome hablar tan disparatadamente, pensaron que estaba loco; otros se echaron a reír; pues era el caso que no me daba yo cuenta de que estaba ya entre gentes de mi misma fuerza y estatura. Llegó el carpintero y en pocos minutos abrió con la sierra una abertura de unos cuatro pies, por la que salí, y de allí me llevaron al barco en estado de debilidad extremada.

     Los marineros eran todo asombro y me hacían a millares preguntas que yo no tenía maldita la gana de contestar. Estaba igualmente confundido a la vista de tantos pigmeos, pues tales parecían a mis ojos, por tanto tiempo acostumbrado a los monstruosos objetos que acababa de dejar. El capitán, Mr. Thomas Wilcocks, un digno y honrado habitante de Shropshire, observando que yo estaba a punto de desmayarme me llevó a su camarote, me dio un cordial que me confortara y me hizo acostar en su propio lecho, con la recomendación de que descansara un poco, lo que bien había menester. Antes de dormirme le di a conocer que en mi caja tenía moblaje de algún valor, que sería lástima que se perdiese: una bonita hamaca, una hermosa cama de campaña, dos sillas, una mesa y un escritorio; que el gabinete estaba tapizado y aun acolchado con seda y algodón, y que si hacía que uno de la tripulación lo entrase en su camarote lo abriría y le enseñaría mis muebles. El capitán, al oírme tales absurdos, pensó que yo deliraba. No obstante, me prometió -supongo que para serenarme- que daría órdenes según mis deseos, y subiendo a cubierta mandó a algunos hombres que entrasen en mi gabinete, de donde -según vi después- sacaron todos los muebles y arrancaron todo el acolchado; pero las sillas, el escritorio y la cama, como estaban atornillados al suelo, sufrieron gran daño por la ignorancia de los marineros que los arrancaron por la fuerza. Quitaron después a golpes algunas tablas para emplearlas en el barco, y cuando hubieron cogido todo lo que les vino en gana, tiraron al mar el armatoste, que a causa de las numerosas brechas que le habían abierto en el fondo y en los costados, se hundió rápidamente. Y por cierto que tuve a ventura no haber sido espectador del estrago que hicieron, pues tengo la seguridad de que me hubiera impresionado profundamente recordándome episodios que prefería olvidar.

     Dormí algunas horas, aunque intranquilizado continuamente con sueños que me devolvían al país de donde acababa de salir y me representaban los riesgos de que hubiera escapado. Sin embargo, al despertar me sentí muy aliviado. Eran sobre las ocho de la noche y el capitán mandó disponer la cena inmediatamente suponiendo que yo llevaría demasiado tiempo en ayunas. Me habló con gran cortesía y observó que yo no tenía aspecto extraviado ni hablaba sin fundamento, y cuando quedamos solos me pidió que le hiciese relación de mi viaje y del accidente en virtud del cual me había visto flotando a la ventura en aquella extraordinaria barca de madera. Me dijo que a eso de las doce del día estaba mirando con el anteojo y la divisó a alguna distancia, y suponiendo que fuese una vela formó propósito de acercarse -ya que no estaba muy apartado de su ruta-, con la esperanza de comprar algo de galleta, que empezaba a faltarle. Al aproximarse descubrió su error, y entonces envió la lancha para que averiguase lo que era. Sus hombres volvieron asustados, jurando que habían visto una casa que nadaba; se rió de la simpleza y entró él mismo en el bote, dando a sus hombres orden de que llevasen un cable fuerte con ellos. Aprovechando el tiempo de calma que hacía, remó a mí alrededor varias veces y observó mis ventanas y los enrejados de alambre que las protegían. Descubrió dos colgaderos en un costado, que era todo de madera, sin paso ninguno para la luz. Entonces mandó a sus hombres remar hacia aquel lado, y, atando el cable a uno de los colgaderos, les ordenó remolcar mi arca -como él decía- en dirección al barco. Cuando estuvo allí dispuso que atasen otro cable a la anilla de la tapa y que se guindase mi arca por medio de poleas, lo que entre todos los marineros no lograron en más de dos o tres pies. Añadió que había visto mi bastón y mi pañuelo salir por la abertura, y juzgó que algún desventurado debía de estar encerrado en el interior.

     Le pregunté si él o la tripulación habían visto en los aires alguna gigantesca ave por el tiempo en que echaron de ver la caja por primera vez. A ello me contestó que hablando de este asunto con sus marineros, mientras yo dormía, dijo uno de ellos que había visto tres águilas que volaban hacia el Norte; pero no hizo observación ninguna en cuanto a que fuesen mayores del tamaño normal, lo cual supongo yo que ha de atribuirse a la gran altura a que estaban. No acertaba el capitán a comprender la razón de mi pregunta; le interrogué entonces a qué distancia de tierra calculaba que estaríamos. Me dijo que, según su cómputo más exacto, estábamos por lo menos a cien leguas. Le aseguré que debía de estar equivocado casi en una mitad, puesto que yo no había salido del país de que procedía más de dos horas antes de mi caída en el mar. Con esto él empezó a creer nuevamente que mi cabeza no estaba firme, lo cual me sugirió en cierto modo, y me aconsejó que me fuese a acostar a un camarote que me había preparado. Le aseguré que su buen trato y compañía me habían reconfortado mucho y que estaba tan en mi juicio como toda mi vida había estado. Se puso serio entonces y me preguntó francamente si no estaría yo perturbado por el sentimiento interior de algún enorme crimen que fuese la causa de que, por mandato de algún príncipe, se me hubiera castigado poniéndome en aquella arca, al modo que en otros países se ha lanzado a grandes criminales al mar en un barco agujereado, sin provisiones; pues aunque sentiría haber recogido en su barco a hombre tan perverso, comprometería su palabra de dejarme salvo en tierra en el primer puerto a que llegásemos. Añadió que habían aumentado sus sospechas algunos razonamientos absurdos de todo punto que yo había hecho a los marineros primero, y luego a él mismo, en relación con mi gabinete o caja, así como mi conducta y mis miradas extrañas durante la cena.

     Le supliqué que tuviese paciencia para oírme referir mi historia, lo que hice puntualmente, desde mi última salida de Inglaterra hasta el momento en que me encontró. Y como la verdad siempre se abre camino en entendimientos racionales, este honrado y digno caballero, que tenía sus puntas de instruido y un criterio excelente quedó en seguida convencido de mi franqueza y veracidad. Pero para confirmar mejor cuanto le había dicho le rogué que diese orden de que llevaran mi escritorio, cuya llave tenía yo en el bolsillo -pues ya me había contado en qué modo habían los marinos usado de mi gabinete-. Lo abrí en su presencia y le mostré la pequeña colección de curiosidades que yo había reunido en el país de donde tan extrañamente me había libertado. Estaba el peine que yo había hecho con cañones de la barba de Su Majestad, y otro del mismo material, pero sujeto a una cortadura de uña del pulgar de Su Majestad la reina, que me servía como batidor. Había una colección de agujas y alfileres de un pie a media yarda de longitud; cuatro aguijones de avispas como tachuelas de carpintero; algunos cabellos de los que se le desprendían a la reina cuando la peinaban; un anillo de oro que ella me regaló un día de la manera más delicada, quitándoselo del dedo pequeño y pasándomelo por la cabeza a modo de collar. Rogué al capitán que aceptase este anillo en correspondencia a sus amabilidades; pero rehusó en absoluto. Le mostré un callo que había cortado con mis propias manos del pie de una dama de honor; venía a tener el tamaño de una manzana de Kent y estaba tan duro que a mi vuelta a Inglaterra lo hice ahuecar en forma de copa y lo monté en plata. Por último, le invité a que mirase los calzones que llevaba puestos, y que estaban hechos con la piel de un ratón.

     No consintió en quedarse más que con un diente de un lacayo, que advertí que examinaba con gran curiosidad y comprendí que tenía capricho por él. Lo recibió con abundancia de palabras de agradecimiento, muchas más de las que tal chuchería pudiese merecer. Se lo había sacado un cirujano ignorante a uno de los servidores de Glumdalclitch que padecía dolor de muelas, pero estaba tan sano como cualquiera otro de su boca. Lo hice limpiar y lo guardé en mi escritorio. Tenía como un pie de largo y cuatro pulgadas de diámetro.

     Quedó el capitán muy satisfecho de la sencilla relación que le hice, y me dijo que confiaba en que a mi regreso a Inglaterra haría al mundo la merced de escribirla y publicarla. Mi respuesta fue que, a mi juicio, teníamos ya demasiados libros de viaje, y apenas sucedía nada en la época que no fuese extraordinario, de donde sospechaba yo que algunos autores consultaban más que a la verdad, a su vanidad, a su interés o a la diversión de los lectores ignorantes. Y añadí que en mi historia casi no habría otra cosa que acontecimientos vulgares, sin aquellas ornamentales descripciones de extraños árboles, plantas, pájaros y otros animales, o de las costumbres bárbaras y la idolatría de pueblos salvajes, en que abundan la mayor parte de los escritores. No obstante, le di las gracias por la buena opinión en que me tenía y le ofrecí pensar el asunto.

     Una cosa dijo que le había llamado mucho la atención, y era oírme hablar tan alto, y me preguntó si el rey o la reina de aquel país eran duros de oídos. Le contesté que me había acostumbrado a ello por más de dos años, y que yo me admiraba no menos de su voz y la de sus hombres, que me parecía solamente un murmullo, aunque la oía bastante bien. Cuando yo hablaba en aquel país lo hacía en el tono que lo haría un hombre que desde la calle hablase con otro a lo alto de un campanario, a menos que me tuviesen colocado sobre una mesa o en la mano de alguna persona. Le dije que también habla observado otra cosa, y era que cuando al entrar en el barco se pusieron a mi alrededor todos los marinos, me parecieron las más pequeñas e insignificantes criaturas que hubiese visto en la vida; pues a buen seguro que mientras estuve en los dominios de aquel príncipe jamás consentí mirarme a un espejo una vez que mis ojos se acostumbraron a objetos tan descomunales, porque la comparación me inspiraba un lamentable concepto de mí mismo. Me dijo el capitán que mientras cenábamos observó que yo lo miraba todo con una especie de asombro y que muchas veces apenas pude contener la risa, lo que no sabía a qué atribuir, como no fuese a algún barrunto de desequilibrio mental. Le respondí que era cierto; que me maravillaba de cómo había podido contenerme viendo sus fuentes del tamaño de una moneda de tres peniques, un pernil de puerco con que apenas había para un bocado, una taza más chica que una cáscara de nuez, y así continué describiendo el resto de su menaje y sus provisiones en parecidos términos. Pues he de advertir que aunque la reina me había encargado una pequeña recámara de todas las cosas precisas para mí cuando estuve a su servicio, se había apoderado de mis ideas completamente lo que por todas partes me rodeaba, y pasaba por alto mi propia pequeñez, como es corriente en cada uno hacer con sus defectos. El capitán comprendió perfectamente mis burlas, y alegremente contestó, empleando el antiguo proverbio inglés, que sospechaba que mis ojos eran mayores que mi barriga, pues no había notado que mi estómago estuviese con muchos ánimos, aunque había ayunado todo el día; y prosiguiendo en su tono regocijado, aseguró que hubiese de muy buena gana dado cien libras por ver mi gabinete en el pico del águila y después su caída en el mar desde tan grande altura, lo que, sin duda, hubiera sido un espectáculo de lo más maravilloso, y su descripción digna de ser transmitida a las edades venideras. El recuerdo de Faetón era tan obvio, que no pudo privarse de aplicarlo, aunque yo no admiré mucho la ingeniosidad.

     El capitán, que había estado en Tonquín, fue empujado a su regreso a Inglaterra hacia el Nordeste, hasta los 44 grados de latitud y los 143 de longitud. Pero habiendo encontrado un viento general dos días después de estar yo a bordo, navegamos al Sur largo tiempo, y costeando Nueva Holanda guardamos nuestra ruta Oeste-sudoeste, y luego Sur-sudoeste hasta que doblamos el Cabo de Buena Esperanza. La travesía fue muy próspera, y no molestaré al lector con un diario de ella. El capitán hizo escala en uno o dos puertos y mandó la lancha en busca de provisiones y agua dulce; pero yo no salí del barco hasta que llegamos a Las Dunas, lo que sucedió el 3 de junio de 1706, nueve meses después de mi escapatoria. Ofrecí dejar mis muebles en prenda del pago de mi viaje; pero el capitán protestó que no consentiría en tomar un céntimo. Nos despedimos amablemente y le pedí promesa de que iría a visitarme a mi casa de Recriff. Alquilé un caballo y un guía por cinco chelines que pedí prestados al capitán.

     Conforme iba de camino, viendo la pequeñez de las casas, los árboles, el ganado y las personas, se me venía a las mientes mi estancia en Liliput. Tenía miedo de pisar a los caminantes que tropezaba, y muchas veces les grité que se apartasen del camino, impertinencia con que por poco hago que se rompan la cabeza dos o tres.

     Cuando llegué a mi casa, por la que tuve que preguntar, un criado abrió la puerta y yo me bajé para entrar, temeroso de darme en la cabeza. Mi mujer salió corriendo a besarme, pero yo me agaché hasta más abajo de sus rodillas creyendo que de otro modo no podría alcanzarme a la boca. Mi hija se puso de rodillas para que le diese mi bendición, pero yo no la vi hasta que se hubo levantado, hecho como estaba de tanto tiempo a dirigir la cabeza y los ojos para mirar a más de sesenta pies, y luego fui a levantarla cogiéndola con una mano por la cintura. Miraba de arriba abajo a los criados y a dos o tres amigos que había en casa, como si ellos fuesen pigmeos y yo un gigante. Dije a mi esposa que se había mostrado económica en demasía, pues apreciaba que ella y su hija estaban consumidas de hambre. En suma, me comporté de modo tan inexplicable, que todos fueron de la opinión que formó el capitán al principio de verme y dieron por cierto que había perdido el juicio. Cito esto como ejemplo de la gran fuerza de la costumbre y el prejuicio.

     En poco tiempo llegué con mi familia y mis amigos a buena inteligencia; pero mi mujer protestó que nunca volvería al mar en mi vida, aunque mi destino desgraciado dispuso de modo que ella no pudo estorbarlo, como verá el lector más adelante. En tanto, doy aquí por concluida la parte segunda de mis desventurados viajes.

 

 

 

Jonathan Swift 

 

 

 

 

 

subida Subir

 

 

 

 

 

 

Creative Commons License  Privacidad de Google  Renuncia legal  Condiciones   Política de cookies  Sitemap

dibucuentos by Francisco Mielgo Santiago is licensed under a

Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.