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El rincon  En este rincón leerás grandes relatos y cuentos clásicos de los más grandes autores de todos los tiempos

 

 

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Un viaje a Brobdingnag 

 

 

 

 

Capítulo I

 

 

describirescripción de una gran tempestad. -Envían la lancha en busca de agua: el autor va en ella a hacer descubrimientos en el país. -Le dejan en la playa; es apresado por uno de los naturales y llevado a casa de un labrador. -Su recibimiento allí, con varios incidentes que le acontecieron. -Descripción de los habitantes.

     Condenado por mi naturaleza y por mi suerte a una vida activa y sin reposo, dos meses después de mi regreso volví a dejar mi país natal y me embarqué en las Dunas el 20 de junio de 1702, a bordo del Adventure, navío mandado por el capitán John Nicholas, de Liverpool, y destinado para Surat. Tuvimos muy buen viento hasta que llegamos al Cabo de Buena Esperanza, donde tomamos tierra para hacer aguada; pero habiéndose abierto una vía de agua en el navío, desembarcamos nuestras mercancías e invernamos allí, pues atacado el capitán de una fiebre intermitente, no pudimos dejar el Cabo hasta fines de marzo. Entonces nos dimos a la vela, y tuvimos buena travesía hasta pasar los estrechos de Madagascar; pero ya hacia el Norte de esta isla, y a cosa de cinco grados Sur de latitud, los vientos, que se ha observado que en aquellos mares soplan constantes del Noroeste desde principios de diciembre hasta principios de mayo, comenzaron el 9 de abril a soplar con violencia mucho mayor y más en dirección Oeste que de costumbre. Siguieron así por espacio de veinte días, durante los cuales fuimos algo arrastrados al Este de las islas Molucas y unos tres grados hacia el Norte de la línea, según comprobó nuestro capitán por observaciones hechas el 2 de mayo, tiempo en que el viento cesó y vino una calma absoluta, de la que yo me regocijé no poco. Pero el patrón, hombre experimentado en la navegación por aquellos mares, nos previno para que nos dispusiéramos a guardarnos de la tempestad, que, en efecto, se desencadenó al día siguiente, pues empezó a formalizarse el viento llamado monzón del Sur.

     Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el trinquete; pero, en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien con mar en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.

     Durante esta tempestad, a la que siguió un fuerte vendaval Oeste, fuimos arrastrados, según mi cálculo, a unas quinientas leguas al Este; así, que el marinero más viejo de los que estaban a bordo no podía decir en qué parte del mundo nos hallábamos. Teníamos aún bastantes provisiones, nuestro barco estaba sano de quilla y costados y toda la tripulación gozaba de buena salud; pero sufríamos la más terrible escasez de agua. Creímos mejor seguir el mismo rumbo que no virar más hacia el Norte, pues esto podría habernos llevado a las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.

     El 16 de junio de 1703 un grumete descubrió tierra desde el mastelero. El 17 dimos vista de lleno a una gran isla o continente -que no sabíamos cuál de ambas cosas fuera-, en cuya parte sur había una pequeña lengua de tierra que avanzaba en el mar y una ensenada sin fondo bastante para que entrase un barco de más de cien toneladas. Echamos el ancla a una legua de esta ensenada, y nuestro capitán mandó en una lancha a una docena de hombres bien armados con vasijas para agua, por si pudieran encontrar alguna. Le pedí licencia para ir con ellos, a fin de ver el país y hacer algún descubrimiento a serme posible. Al llegar a tierra no hallamos río ni manantial alguno, así como tampoco señal de habitantes. En vista de ello, nuestros hombres recorrieron la playa en varios sentidos para ver si encontraban algo de agua dulce cerca del mar, y yo anduve solo sobre una milla por el otro lado, donde encontré el suelo desnudo y rocoso. Empecé a sentirme cansado, y no divisando nada que despertase mi curiosidad, emprendí despacio el regreso a la ensenada; como tenía a la vista el mar, pude advertir que nuestros hombres habían reembarcado en el bote y remaban desesperadamente hacia el barco. Ya iba a gritarles, aunque de nada hubiera servido, cuando observé que iba tras ellos por el mar una criatura enorme corriendo con todas sus fuerzas. Vadeaba con agua poco más que a la rodilla y daba zancadas prodigiosas; pero nuestros hombres le habían tomado media legua de delantera, y como el mar por aquellos contornos estaba lleno de rocas puntiagudas, el monstruo no pudo alcanzar el bote. Esto me lo dijeron más tarde, porque yo no osé quedarme allí para ver el desenlace de la aventura; antes al contrario, tomé a todo correr otra vez el camino que antes había llevado y trepé a un escarpado cerro desde donde se descubría alguna perspectiva del terreno. Estaba completamente cultivado; pero lo que primero me sorprendió fue la altura de la hierba, que en los campos que parecían destinarse para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.

     Fui a dar en una carretera, que por tal la tuve yo, aunque a los habitantes les servía sólo de vereda a través de un campo de cebada. Anduve por ella algún tiempo sin ver gran cosa por los lados, pues la cosecha estaba próxima y la mies levantaba cerca de cuarenta pies. Me costó una hora llegar al final de este campo, que estaba cercado con un seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan elevados, que no pude siquiera calcular su altura. Había en la cerca para pasar de este campo al inmediato una puerta con cuatro escalones para salvar el desnivel y una piedra que había que trasponer cuando se llegaba al último. Me fue imposible trepar esta gradería, porque cada escalón era de seis pies de alto, y la piedra última, de más de veinte. Andaba yo buscando por el cercado algún boquete, cuando descubrí en el campo inmediato, avanzando hacia la puerta, a uno de los habitantes, de igual tamaño que el que había visto en el mar persiguiendo nuestro bote. Parecía tan alto como un campanario de mediana altura y avanzaba de cada zancada unas diez yardas por lo que pude apreciar. Sobrecogido de terror y asombro, corrí a esconderme entre la mies, desde donde le vi detenerse en lo alto de la escalera y volverse a mirar al campo inmediato hacia la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más potente que si saliera de una bocina; pero el ruido venía de tan alto, que al pronto creí ciertamente que era un trueno. Luego de esto, siete monstruos como él se le aproximaron llevando en las manos hoces, cada una del grandor de seis guadañas. Estos hombres no estaban tan bien ataviados como el primero y debían de ser sus criados o trabajadores, porque a algunas palabras de él se dirigieron a segar la mies del campo en que yo me hallaba. Me mantenía de ellos a la mayor distancia que podía, aunque para moverme encontraba dificultad extrema porque los tallos de la mies no distaban más de un pie en muchos casos, de modo que apenas podía deslizar mi cuerpo entre ellos. No obstante, me di traza para ir avanzando hasta que llegué a una parte del campo en que la lluvia y el viento habían doblado la mies. Aquí me fue imposible adelantar un paso, pues los tallos estaban de tal modo, entretejidos, que no podía escurrirme entre ellos, y las aristas de las espigas caídas eran tan fuertes y puntiagudas, que a través de las ropas se me clavaban en las carnes. Al mismo tiempo oía a los segadores a no más de cien yardas tras de mí. Por completo desalentado en la lucha y totalmente rendido por la pesadumbre y la desesperación, me acosté entre dos caballones, deseando muy de veras encontrar allí el término de mis días. Lloré por mi viuda desolada y por mis hijos huérfanos de padre; lamenté mi propia locura y terquedad al emprender un segundo viaje contra el consejo de todos mis amigos y parientes. En medio de esta terrible agitación de ánimo, no podía por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me miraban como el mayor prodigio que nunca se viera en el mundo, donde yo había podido llevarme de la mano una flota imperial y realizar aquellas otras hazañas que serán recordadas por siempre en las crónicas de aquel imperio y que la posteridad se resistirá a creer, aunque atestiguadas por millones de sus antecesores. Reflexionaba yo en la mortificación que para mí debía representar aparecer tan insignificante en esta nación como un simple liliputiense aparecería entre nosotros; pero ésta pensaba que había de ser la última de mis desdichas, pues si se ha observado en las humanas criaturas que su salvajismo y crueldad están en proporción de su corpulencia, ¿qué podía yo esperar sino ser engullido por el primero de aquellos enormes bárbaros que acertase a atraparme? Indudablemente los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Pudiera cumplir a la suerte que los liliputienses encontrasen alguna nación cuyos pobladores fuesen tan diminutos respecto de ellos como ellos respecto de nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo ignorada por nosotros todavía?

     Amedrentado y confuso como estaba, no podía por menos de hacerme estas reflexiones, cuando uno de los segadores, habiéndose acercado a diez yardas del caballón tras el que yo yacía, me hizo caer en que a otro paso que diera me despachurraría con el pie o me dividiría en dos pedazos con su hoz, y, en consecuencia, cuando estaba a punto de moverse, grité todo lo fuerte que el miedo podía hacerme gritar. Entonces la criatura enorme se adelantó un poco, y, mirando por bajo y alrededor de sí algún tiempo, me divisó tendido en el suelo por fin. Me consideró un rato, con la precaución de quien se propone echar mano a una sabandija peligrosa de tal modo que no pueda arañarle ni morderle, como yo tengo hecho tantas veces con las comadrejas en Inglaterra. Por último, se atrevió a alzarme, cogiéndome por la mitad del cuerpo con el índice y el pulgar, y me llevó a tres yardas de los ojos para poder apreciar mi figura más detalladamente. Adiviné su intención, y mi buena fortuna me dio tanta presencia de ánimo, que me resolví a no resistirme lo más mínimo cuando me sostenía en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me apretaba muy dolorosamente los costados por temor de que me escurriese de entre sus dedos. Todo lo que me atreví a hacer fue levantar los ojos al cielo, juntar las manos en actitud suplicante y pronunciar algunas palabras en tono humilde y melancólico, adecuado a la situación en que me hallaba, pues temía a cada momento que me estrellase contra el suelo, como es uso entre nosotros cuando queremos dar fin de alguna sabandija. Pero quiso mi buena estrella que pareciesen gustarle mi voz y mis movimientos y empezase a mirarme como una curiosidad, muy asombrado de oírme pronunciar palabras articuladas, aunque no pudiese entenderlas. En tanto, no dejaba yo de gemir y verter lágrimas, y, volviendo la cabeza hacia los lados, darle a entender como me era posible cuán cruelmente me dañaba la presión de sus dedos. Pareció que se daba cuenta de lo que quería decirle, porque levantándose un faldón de la casaca me colocó suavemente en él e inmediatamente echó a correr conmigo en busca de su amo, que era un acaudalado labrador y el mismo a quien yo había visto primeramente en el campo.

     El labrador, a quien, según deduje por los hechos, su servidor había dado acerca de mí las explicaciones que había podido, tomó una pajita, del tamaño de un bastón aproximadamente, y con ella me alzó los faldones, que parecía tener por una especie de vestido que la Naturaleza me hubiese dado. Me sopló los cabellos hacia los lados, para mejor verme la cara. Llamó a sus criados y les preguntó -por lo que supe después- si habían visto alguna vez en los campos bicho que se me pareciese. Luego me dejó blandamente en el suelo, a cuatro pies; pero yo me levanté inmediatamente y empecé a ir y venir despacio, para que aquella gente viese que no tenía intención de escaparme. Ellos se sentaron en círculo a mí alrededor a fin de observar mejor mis movimientos. Yo me quité el sombrero e hice al labrador una inclinación profunda; caí de rodillas, y alzando al cielo las manos y los ojos pronuncié varias palabras todo lo fuerte que pude, y me saqué de la faltriquera una bolsa de oro, que le ofrecí humildemente. La recibió en la palma de la mano, se la acercó al ojo para ver lo que era y luego la volvió varias veces con la punta de un alfiler que se había quitado de la solapa, sin lograr nada con ello. Le hice entonces seña de que pusiera la mano en el suelo; tomé la bolsa, y luego de abrirla le derramé todo el oro en la palma. Había seis piezas españolas de a cuatro pistolas cada una, aparte de veinte o treinta monedas más pequeñas. Le vi humedecerse la punta del dedo pequeño con la lengua y alzar una de las piezas más grandes y luego otra, pero aparentando ignorar por completo lo que fuesen. Me hizo seña de que volviese de nuevo las monedas a la bolsa y la bolsa a la faltriquera, partido que acabé por tomar después de renovar repetidas veces mi ofrecimiento.

     A la sazón debía de estar ya el hacendado convencido de que yo era un ser racional. Me hablaba a menudo; pero el ruido de su voz me lastimaba los oídos como el de una aceña, aunque articulaba las palabras bastante bien. Le respondí lo más fuerte que pude en varios idiomas, y él frecuentemente inclinaba el oído hasta dos yardas de mí; pero todo fue en vano, porque éramos por completo ininteligibles el uno para el otro. Mandó luego a los criados a su trabajo, y sacando su pañuelo del bolsillo lo dobló y se lo tendió en la mano izquierda, que puso de plano en el suelo con la palma hacia arriba, al mismo tiempo que me hacía señas para que me subiese en ella, lo que pude hacer con facilidad porque no tenía más de un pie de grueso. Entendí que mi único camino era obedecer, y por miedo a caerme me tumbé a la larga sobre el pañuelo, con cuyo sobrante él me envolvió hasta la cabeza para mayor seguridad, y de este modo me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su mujer y me mostró a ella, que dio un grito y echó a correr como las mujeres en Inglaterra a la presencia de un sapo o de una araña. No obstante, cuando hubo visto mi comportamiento un rato y lo bien que obedecía a las señas que me hacía su marido, se reconcilió conmigo pronto y poco a poco fue prodigándome los más solícitos cuidados.

     Eran sobre las doce del día y un criado trajo la comida. Consistía en un plato fuerte de carne -propio de la sencilla condición de un labrador- servido en una fuente de veinticuatro pies de diámetro, poco más o menos. Formaban la compañía el granjero y su mujer, tres niños y una anciana abuela. Cuando estuvieron sentados, el granjero me puso a alguna distancia de él encima de la mesa, que levantaba treinta pies del suelo. Yo tenía un miedo atroz y me mantenía todo lo apartado que me era posible del borde por temor de caerme. La esposa picó un poco de carne, desmigajó luego algo de pan en un trinchero y me lo puso delante. Le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor y empecé a comer, lo que les causó extremado regocijo. La dueña mandó a su criada por una copita de licor capaz para unos dos galones y me puso de beber; levantó la vasija muy trabajosamente con las dos manos y del modo más respetuoso bebí a la salud de la señora, hablando todo lo más fuerte que pude en inglés, lo que hizo reír a la compañía de tan buena gana, que casi me quedé sordo del ruido. El licor sabía como una especie de sidra ligera y no resultaba desagradable. Después el dueño me hizo seña de que me acercase a su plato; pero cuando iba andando por la mesa, como tan grande era mi asombro en aquel trance -lo que fácilmente comprenderá y disculpará el indulgente lector-, me aconteció tropezar con una corteza de pan y caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté inmediatamente, y advirtiendo en aquella buena gente muestras de gran pesadumbre, cogí mi sombrero -que llevaba debajo del brazo, como exige la buena crianza- y agitándolo por encima de la cabeza di tres vivas en demostración de que no había recibido en la caída perjuicio ninguno. Pero cuando en seguida avanzaba hacia mi amo -como le llamaré de aquí en adelante-, su hijo menor, que se sentaba al lado suyo -un travieso chiquillo de unos diez años- me cogió por las piernas y me alzó en el aire a tal altura, que las carnes se me despegaron de los huesos; el padre me arrebató de sus manos y le dio un bofetón en la oreja derecha, con el que hubiera podido derribar un ejército de caballería europea, al mismo tiempo que le mandaba retirarse de la mesa. Temeroso yo de que el muchacho me la guardase, y recordando bien cuán naturalmente dañinos son los niños entre nosotros para los gorriones, los conejos, los gatitos y los perritos, me dejé caer de rodillas, y, señalando hacia el muchacho, hice entender a mi amo como buenamente pude que deseaba que perdonase a su hijo. Accedió el padre, el chiquillo volvió a sentarse en su puesto, y en seguida yo me fui a él y le besé la mano, la cual mi amo le cogió e hizo que con ella me acariciase suavemente.

     En medio de la comida, el gato favorito de mi ama le saltó al regazo. Oía yo detrás de mí un ruido como si estuviesen trabajando una docena de tejedores de medias, y volviendo la cabeza, descubrí que procedía del susurro que en su contento hacía aquel animal, que podría ser tres veces mayor que un buey, según el cálculo que hice viéndole la cabeza y una pata mientras su dueña le daba de comer y le hacía caricias. El aspecto de fiereza de este animal me descompuso totalmente, aunque yo estaba al otro lado de la mesa, a más de cincuenta pies de distancia, y aunque mi ama le sostenía temiendo que diese un salto y me cogiese entre sus garras. Pero resultó no haber peligro ninguno, pues el gato no hizo el menor caso de mí cuando después mi amo me puso a tres yardas de él; y como he oído siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento.

     Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar. Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una idea de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento, aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y ordinarios y de feo color.

     Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó, un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir. Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas.

     Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre su propio lecho y me cubrió con un pañuelo blanco limpio, que era mayor y más basto que la vela mayor de un buque de guerra.

     Dormí unas dos horas y soñé que estaba en casa con mi mujer y mis hijos, lo que vino a gravar mis cuitas cuando desperté y me vi solo en un vasto aposento de doscientos a trescientos pies de ancho y más de doscientos de alto, acostado en una cama de veinte yardas de anchura. Mi ama se había ido a los quehaceres de la casa, y dejándome encerrado. La cama levantaba ocho yardas del suelo. En tal situación yo, treparon dos ratas por la cortina y se dieron a correr por encima del lecho, olfateando de un lado para otro. Una de ellas llegó casi hasta mi misma cara, lo que me hizo levantarme aterrorizado y sacar mi alfanje para defenderme. Estos horribles animales tuvieron el atrevimiento de acometerme por ambos lados y uno de ellos llegó a echarme al cuello una de sus patas delanteras, pero tuve la buena fortuna de rajarle el vientre antes que pudiera hacerme daño. Cayó a mis pies, y la otra, al ver la suerte que había corrido su compañera, emprendió la huída, pero no sin una buena herida en el lomo que pude hacerle cuando escapaba, y que dejó un rastro de sangre. Después de esta hazaña me puse a pasear lentamente por la cama para recobrar el aliento y la tranquilidad. Aquellos animales eran del tamaño de un mastín grande, pero infinitamente más ligeros y feroces; así que, de haberme quitado el cinto al acostarme, infaliblemente me hubieran despedazado y devorado. Medí la cola de la rata muerta y encontré que tenía de largo dos yardas menos una pulgada; mas no tuve estómago para tirar de la cama el cuerpo exánime, que yacía en ella sangrando. Noté que tenía aún algo de vida; pero de una fuerte cuchillada en el pescuezo la despaché enteramente.

     Poco después entró mi ama en la habitación, y viéndome todo lleno de sangre corrió hacia mí y me cogió en la mano. Yo señalé a la rata muerta, sonriendo y haciendo otras señas para significar que no estaba herido, de lo que ella recibió extremado contento. Llamó a la criada para que cogiese con unas tenazas la rata muerta y la tirase por la ventana. Después me puso sobre una mesa, donde yo le enseñé mi alfanje lleno de sangre, y limpiándolo en la vuelta de mi casaca lo volví a envainar.

     Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en detalles que, por insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de tierra, pueden ciertamente ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su imaginación y a dedicarlos al beneficio público lo mismo que a la vida privada. Tal es mi intención al ofrecer estas y otras relaciones de mis viajes por el mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la verdad, dejando aparte adornos de erudición y estilo. Todos los lances de este viaje dejaron tan honda impresión en mi ánimo y están de tal modo presentes en mi memoria, que al trasladarlos al papel no omití una sola circunstancia interesante. Sin embargo, al hacer una escrupulosa revisión, taché varios pasajes de menos momento que figuraban en el primer original por miedo de ser motejado de fastidioso y frívolo.

 

 

 

Capítulo II

 

 

Retrato de la hija del labrador. -Llevan al autor a un pueblo en día de mercado y luego a la metrópoli.- Detalles de su viaje.

     Mi ama tenía una hija de nueve años, niña de excelentes prendas para su corta edad, muy dispuesta con la aguja y muy mañosa para vestir su muñeca. Su madre y ella discurrieron arreglarme la cama del muñeco para que pasase la noche. Pusieron la cama dentro de una gaveta colocada en un anaquel colgante por miedo de las ratas. Éste fue mi lecho todo el tiempo que permanecí con aquella gente, y fue mejorándose poco a poco, conforme yo aprendía el idioma y podía ir exponiendo mis necesidades. La niña de que hablo era tan mañosa, que con sólo haberme despojado de mis ropas delante de ella una o dos veces ya sabía vestirme y desnudarme, aunque yo nunca quise darle este trabajo cuando ella me permitía que me lo tomase yo mismo. Me hizo siete camisas y alguna ropa blanca más de la tela más fina que pudo encontrarse, y que era, ciertamente, más áspera que harpillera, y ella me las lavaba siempre con sus propias manos. Asimismo era mi maestra para la enseñanza del idioma. Cuando yo señalaba alguna cosa, ella me decía el nombre en su lengua, y así en pocos días me encontré capaz de pedir lo que me era preciso. Era muy bondadosa y no más alta de cuarenta pies, pues estaba muy pequeña para su tiempo. Me dio el nombre de Grildrig, que la familia adoptó, y después todo el reino. La palabra vale tanto como la latina Nanunculus, la italiana Homunceletino y la inglesa Mannikin. A esta niña debo principalmente mi salvación en aquel país. Nunca nos separamos mientras estuve allá. Le llamaba yo mi Glumdalclitch, o sea mi pequeña niñera; y cometería grave pecado de ingratitud si omitiese esta justa mención de su cuidado y su afecto para mí, a los cuales quisiera yo que hubiese estado en mi mano corresponder como ella merecía, en lugar de verme convertido en el inocente pero fatal instrumento de su desventura, como tengo demasiadas razones para temer que haya sucedido.

     Por entonces empezaba ya a saberse y comentarse en las cercanías que mi amo se había encontrado en el campo un animal extraño, del grandor aproximado de un splacknuck, pero formado exactamente en todas sus partes como un ser humano, al que asimismo imitaba en todas sus acciones. Parecía hablar una especie de lenguaje peculiar; había aprendido ya varias palabras del de ellos; andaba en dos pies; era manso y amable; acudía cuando le llamaban; hacía lo que le mandaban y tenía los más lindos miembros del mundo y un cutis más fino que pudiera tenerlo la hija de un noble a los tres años de edad. Otro labrador que vivía cerca y era muy amigo de mi amo pasó a hacerle una visita con la intención de averiguar lo que hubiese de cierto en este rumor. Me sacaron inmediatamente y me colocaron sobre una mesa, donde paseé según me ordenaron, saqué mi alfanje, lo volví a la vaina, hice una reverencia al huésped de mi amo, le pregunté en su propia lengua cómo estaba y le di la bienvenida, todo del modo que me había enseñado mi niñera. Este hombre, que era viejo y corto de vista, se puso los anteojos para observarme mejor, ante lo cual no pude evitar el reírme a carcajadas, pues sus ojos parecían la luna llena resplandeciendo en una habitación con dos ventanas. Mi gente, que descubrió la causa de mi regocijo, me acompañó en la risa, y el pobre viejo fue lo bastante necio para enfurecerse y turbarse. Tenía aquel hombre fama de muy tacaño, y, por mi desgracia, la merecía cumplidamente, a juzgar por el maldito consejo que dio a mi amo de que en calidad de espectáculo me enseñase un día de mercado en la ciudad próxima, que distaba media hora de marcha a caballo, o sea unas veintidós millas de nuestra casa. Adiviné que maquinaban algún mal cuando advertí que mi amo y su amigo cuchicheaban una buena pieza, a veces señalando hacia mí, y el mismo temor me hacía imaginar que entreoía y comprendía algunas palabras. Pero a la mañana siguiente Glumdalclitch, mi niñera, me enteró de todo el asunto, que ella había sonsacado hábilmente a su madre. La pobre niña me puso en su seno y rompió a llorar de vergüenza y dolor. Recelaba ella que me causara algún daño el vulgo brutal, como, por ejemplo, oprimirme hasta dejarme sin vida, o romperme un miembro cuando me cogiesen en las manos. Había advertido también cuán recatado era yo de mí y cuán cuidadoso de mi honor y suponía lo indigno que había de parecerme ser expuesto por dinero como espectáculo público a las gentes de más baja ralea. Decía que su papá y su mamá le habían prometido que Grildrig sería para ella; pero que ahora veía que iba a sucederle lo mismo que el año pasado, que hicieron como que le regalaban un corderito y tan pronto como estuvo gordo se lo vendieron a un carnicero.

     Por lo que a mí toca puedo sinceramente afirmar que la cosa me importaba mucho menos que a mi niñera. Mantenía yo la firme esperanza, que nunca me abandonó, de que algún día podría recobrar la libertad; y en cuanto a la ignominia de ser paseado como un fenómeno, consideraba que yo era perfectamente extraño en el país y que tal desventura nunca podría achacárseme como reproche si alguna vez regresaba a Inglaterra, ya que el mismo rey de la Gran Bretaña en mis circunstancias hubiese tenido que sufrir la misma calamidad.

     Mi amo, siguiendo el consejo de su amigo, me condujo el primer día de mercado dentro de una caja a la ciudad vecina y llevó conmigo a su hijita, mi niñera, sentada en una albarda detrás de mí. La caja era cerrada por todos lados y tenía una puertecilla para que yo entrase y saliese y unos cuantos agujeros para que no me faltase el aire. La niña había tenido el cuidado de meter en ella la colchoneta de la cama de su muñeca para que me acostase. No obstante, quedé horriblemente zarandeado y molido del viaje, aunque sólo duró media hora, pues el caballo avanzaba unos cuarenta pies de cada paso y levantaba tanto en el trote, que la agitación equivalía al cabeceo de un barco durante una gran tempestad, pero mucho más frecuente. Nuestra jornada fue algo más que de Londres a San Albano. Mi amo se apeó en la posada donde solía parar, y luego de consultar durante un rato con el posadero y de hacer algunos preparativos necesarios asalarió al grultond, o pregonero, para que corriese por la ciudad que en la casa del Águila Verde se exhibía un ser extraño más pequeño que un splacknuck -bonito animal de aquel país, de unos seis pies de largo-, y conformado en todo su cuerpo como un ser humano, que hablaba varias palabras y hacía mil cosas divertidas.

     Me colocaron sobre una mesa en el cuarto mayor de la posada, que muy bien tendría trescientos pies en cuadro. Mi niñera tomó asiento junto a la mesa, en una banqueta baja, para cuidar de mí e indicarme lo que había de hacer. Mi amo, para evitar el agolpamiento, sólo permitía que entrasen a verme treinta personas de cada vez. Anduve por encima de la mesa, obedeciendo las órdenes de la niña; me hizo ella varias preguntas, teniendo en cuenta mis alcances en el conocimiento del idioma, y yo las respondí lo más alto que me fue posible. Me volví varias veces a la concurrencia, le ofrecí mis humildes respetos, le di la bienvenida y dije otras razones que se me habían enseñado. Alcé, lleno de licor, un dedal que Glumdalclitch me había dado para que me sirviese de copa, y bebí a la salud de los espectadores. Saqué mi alfanje y lo blandí al modo de los esgrimidores de Inglaterra. Mi niñera me dio parte de una paja, y con ella hice ejercicio de pica, pues había aprendido este arte en mi juventud. Aquel día me enseñaron a doce cuadrillas de público, y otras tantas veces me vi forzado a volver a las mismas necedades, hasta quedar medio muerto de cansancio y enojo, porque los que me habían visto daban tan maravillosas referencias, que la gente parecía querer derribar las puertas para entrar. Mi amo, por su propio interés, no hubiera consentido que me tocase nadie, excepto mi niñera; y para evitar riesgos, se dispusieron en torno de la mesa bancos a distancia que me mantuviese fuera del alcance de todos. No obstante, un colegial revoltoso me asestó a la cabeza una avellana que estuvo en muy poco que me diese; venía la tal además con tanta violencia, que infaliblemente me hubiera saltado los sesos, pues casi era tan grande como una calabaza de poco tamaño. Pero tuve la satisfacción de ver al bribonzuelo bien zurrado y expulsado de la estancia.

     Mi amo hizo público que me enseñaría otra vez el próximo día de mercado, y entretanto me dispuso un vehículo más conveniente, lo que no le faltaban razones para hacer, pues quedé tan rendido de mi primer viaje y de divertir a la concurrencia durante ocho horas seguidas, que apenas podía tenerme en pie ni articular una palabra. Lo menos tres días tardé en recobrar las fuerzas; y ni en casa tenía descanso, porque todos los señores de las cercanías, en un radio de cien millas, noticiosos de mi fama, acudían a verme a la misma casa de mi amo. No bajarían los que lo hicieron de treinta, con sus mujeres y sus niños -porque el país es muy populoso-, y mi amo pedía el importe de una habitación llena cada vez que me enseñaba en casa, aunque fuera a una sola familia. Así, durante algún tiempo apenas tuve reposo ningún día de la semana -excepto el viernes, que es el sábado entre ellos-, aunque no me llevaron a la ciudad.

     Conociendo mi amo cuánto provecho podía sacar de mí, se resolvió a llevarme a las poblaciones de más consideración del reino. Y después de proveerse de todo lo preciso para una larga excursión y dejar resueltos los asuntos de su casa, se despidió de su mujer, y el 17 de agosto de 1703, a los dos meses aproximadamente de mi llegada, salimos para la metrópoli, situada hacia el centro del imperio y a unas tres mil millas de distancia de nuestra casa. Mi amo montó a su hija Glumdalclitch detrás de él y ella me llevaba en su regazo dentro de una caja atada a la cintura. La niña había forrado toda la caja con la tela más suave que pudo hallar, acolchándola bien por la parte de abajo, amoblándola con la cama de su muñeca, me proveí de ropa blanca y otros efectos necesarios y dispuesto todo lo más convenientemente que pudo. No llevábamos otra compañía que un muchacho de la casa, que cabalgaba detrás con el equipaje.

     Era el designio de mi amo enseñarme en todas las ciudades que cogieran de camino y desviarse hasta cincuenta o cien millas para visitar alguna aldea o la casa de alguna persona de condición, donde esperase encontrar clientela. Hacíamos jornadas cómodas, de no más de ciento cincuenta a ciento setenta millas por día, porque Glumdalclitch, con propósito de librarme a mí, se dolía de estar fatigada con el trote del caballo. A menudo me sacaba de la caja, atendiendo mis deseos, para que me diese el aire y enseñarme el paisaje, pero sujetándome siempre fuertemente con ayuda de unos andadores. Atravesamos cinco o seis ríos por gran modo más anchos y más profundos que el Nilo o el Ganges, y apenas había algún riachuelo tan chico como el Támesis por London Bridge. Empleamos diez semanas en el viaje, y fui enseñado en dieciocho grandes poblaciones, aparte de muchas aldeas y familias particulares.

     El 26 de octubre llegamos a la metrópoli, llamada en la lengua de ellos Lorbrulgrud, o sea Orgullo del Universo. Mi amo tomó un alojamiento en la calle principal de la población, no lejos del palacio real, y publicó carteles en la forma acostumbrada, con una descripción exacta de mi persona y mis méritos. Alquiló un aposento grande, de tres o cuatrocientos pies de ancho. Puso una mesa de sesenta pies de diámetro, sobre la cual debía yo desempeñar mi papel, y la cercó a tres pies del borde y hasta igual altura para evitar que me cayese. Me enseñaban diez veces al día, con la maravilla y satisfacción de todo el mundo. A la sazón hablaba yo el idioma regularmente y entendía a la perfección palabra por palabra todo lo que se me decía. Además había aprendido el alfabeto y a las veces podía valerme para declarar alguna frase, pues Glumdalclitch me había dado lección cuando estábamos en casa y en las horas de ocio durante nuestro viaje. Llevaba en el bolsillo un librito, no mucho mayor que un Atlas de Sansón; era uno de esos tratados para uso de las niñas, en que se daba una sucinta idea de su religión. Con él me enseñó las letras y el significado de las palabras.

 

 

 

Capítulo III

 

El autor, enviado a la corte. -La reina se lo compra a su amo y se lo regala al rey. Éste discute con los grandes eruditos de Su Majestad. -En la corte se dispone un cuarto para el autor. -Gran favor de éste con la reina. -Defiende el honor de su país natal. -Sus riñas con el enano de la reina.

     Los frecuentes trabajos que cada día había de sufrir me produjeron en pocas semanas un quebrantamiento considerable en la salud. Cuanto más ganaba mi amo conmigo era más insaciable. Yo había perdido por completo el estómago y estaba reducido casi al esqueleto. El labrador lo notó, y suponiendo que había de morirme pronto resolvió sacar de mí todo lo que pudiese. Mientras así razonaba y resolvía consigo mismo, un slardral, o sea un gentilhombre de cámara, llegó de la corte y mandó a mi amo que me llevase a ella inmediatamente para diversión de la reina y sus damas. Algunas de éstas habían estado a verme ya y dado las más extraordinarias referencias de mi belleza, conducta y buen sentido. Su Majestad la reina y quienes la servían quedaron por demás encantadas de mi comportamiento. Yo me arrodillé y solicité el honor de besar su imperial pie; pero aquella benévola princesa me alargó su dedo pequeño -luego que me hubieron subido a la mesa-, que yo ceñí con ambos brazos y cuya punta llevé a mis labios con el mayor respeto. Me hizo algunas preguntas generales acerca de mi país y de mis viajes, a las que yo contesté tan claramente y en tan pocas palabras como pude. Me preguntó si me gustaría servir en la corte. Yo me incliné hacia el tablero de la mesa y respondí humildemente que era el esclavo de mi amo, pero, a poder disponer de mí mismo, tendría a gran orgullo dedicar mi vida al servicio de Su Majestad. Entonces preguntó ella a mi amo si quería venderme a buen precio. Él, que temía que yo no viviera un mes, se mostró bastante dispuesto a deshacerse de mí y pidió mil piezas de oro, que al instante se dio orden de que le fuesen entregadas. Cada pieza venía a ser del tamaño de ochocientos moidores; pero estableciendo la proporción de todo entre aquel país y Europa, y aun habida cuenta del alto precio del oro allí, no llegaba a ser una suma tan importante como mil guineas en Inglaterra. Acto seguido dije a la reina que, puesto que ya era la más humilde criatura y el más humilde vasallo de Su Majestad, me permitiese pedirle un favor, y era que admitiese a su servicio a Glumdalclitch, que siempre había cuidado de mí con tanto esmero y amabilidad y sabía hacerlo tan bien, y continuase siendo mi niñera y mi maestra. Su Majestad accedió a mi petición y fácilmente obtuvo el consentimiento del labrador, a quien satisfacía que su hija fuera elevada a la corte, y la pobre niña, por su parte, no pudo ocultar su contento. El que dejaba de ser mi amo se retiró y se despidió de mí, añadiendo que me dejaba en una buena situación, a lo cual yo no respondí sino con una ligera reverencia.

     Observó la reina mi frialdad, y cuando el labrador hubo salido de la estancia me preguntó la causa. Claramente contesté a Su Majestad que yo no debía a mi antiguo amo otra obligación que la de no haber estrellado los sesos a una pobre criatura inofensiva encontrada en su campo por acaso, obligación que recompensaba ampliamente la ganancia que había alcanzado enseñándome por la mitad del reino y el precio en que me había vendido. Añadí que la vida que había llevado desde entonces era lo bastante trabajosa para matar a un ser diez veces más fuerte que yo; que mi salud se había quebrantado mucho con aquella continua y miserable faena de divertir a la gentuza a todas las horas del día, y que si mi amo no hubiera supuesto que mi vida estaba en peligro, quizá no hubiese encontrado Su Majestad tan buena ganga. Pero libre ya de todo temor de mal trato, bajo la protección de tan grande y bondadosa emperatriz, adorno de la Naturaleza, predilecta del mundo, delicia de sus vasallos, fénix de la creación, esperaba que los recelos de mi antiguo amo aparecieran desprovistos de fundamento, pues ya sentía yo mis energías revivir bajo el influjo de su muy augusta presencia.

     Éste fue, en resumen, mi discurso, pronunciado con grandes incorrecciones y titubeos. La última parte se ajustaba por completo al estilo peculiar de aquella gente, del que Glumdalclitch me había enseñado algunas frases cuando me llevaba a la corte.

     La reina, usando de gran benevolencia para mi hablar defectuoso, quedó, sin embargo, sorprendida al ver tanto entendimiento y buen sentido en animal tan diminuto. Me tomó en sus propias manos y me llevó al rey, que estaba retirado en su despacho. Su Majestad, príncipe de mucha gravedad y austero continente, no apreciando bien mi forma a primera vista, preguntó de modo frío a la reina desde cuándo se había aficionado a un splacknuck, que tal debí de parecerle echado de boca en la mano derecha de Su Majestad. Pero la princesa, que tenía grandísimas dotes de entendimiento y donaire, me puso suavemente de pie sobre el escritorio y me mandó que diese a Su Majestad noticia de quién era, lo que hice en muy pocas palabras, y Glumdalclitch -que aguardaba a la puerta del despacho, y, no pudiendo sufrir que me hurtaran a su vista, fue autorizada para entrar- confirmó todo lo sucedido desde mi llegada a casa de su padre.

     El rey, aunque era persona instruida como la que más de sus dominios, y estaba educado en el estudio de la Filosofía, y especialmente de las Matemáticas, cuando apreció mi forma exactamente y me vio andar en dos pies, antes de que empezase a hablar, pensó que yo podía ser un aparato de relojería -arte que ha llegado en aquel país a muy grande perfección-, ideado por algún ingenioso artista. Pero cuando oyó mi voz y encontró lo que hablaba lógico y racional, no pudo ocultar su asombro. En ningún modo se dio por satisfecho con la relación que le hice acerca de cómo fue mi llegada a su reino, sino que la juzgó una fábula urdida entre Glumdalclitch y su padre, que me habrían enseñado una serie de palabras a fin de venderme a precio más alto. En esta creencia me hizo otras varias preguntas, y de nuevo recibió respuestas racionales, sin otros defectos que los nacidos de un acento extranjero y de un conocimiento imperfecto del idioma, con algunas frases rústicas que había yo aprendido en casa del labrador, y que no se acomodaban al pulido estilo de una corte.

     Su Majestad el rey envió a buscar a tres eminentes sabios que estaban de servicio semanal, conforme es costumbre en aquel país. Estos señores, una vez que hubieron examinado mi figura con toda minuciosidad, fueron de opiniones diferentes respecto de mí. Convinieron en que yo no podía haber sido producido según las leyes regulares de la Naturaleza, porque no estaba constituido con capacidad para conservar mi vida, ya fuese por ligereza, ya por trepar a los árboles, ya por cavar hoyos en el suelo. Por mis dientes, que examinaron con gran detenimiento, dedujeron que era un animal carnívoro; sin embargo, considerando que la mayoría de los cuadrúpedos era demasiado enemigo para mí, y el ratón silvestre, con algunos otros, demasiado ágil, no podían suponer cómo pudiera mantenerme, a no ser que me alimentase de caracoles y varios insectos, que citaron, para probar, con mil argumentos eruditos, que no me era posible hacerlo. Uno de aquellos sabios se inclinaba a creer que yo era un embrión o un aborto; pero este juicio fue rechazado por los otros dos, que hicieron observar que mis miembros eran acabados y perfectos, y que yo había vivido varios años, como lo acreditaba mi barba, cuyos cañones descubrieron claramente con ayuda de una lente de aumento. No admitieron que fuese un enano, porque mi pequeñez iba más allá de toda comparación posible, ya que el enano favorito de la reina, que era el más pequeño que jamás se conoció en aquel reino, tenía cerca de treinta pies de altura. Después de mucho debatir, concluyeron, unánimes, que yo era, sencillamente, un relplum scalcatch, lo que, interpretado literalmente, significa lusus naturæ, determinación en todo conforme con la moderna filosofía de Europa, cuyos profesores, desdeñando el antiguo efugio de las causas ocultas, con que los discípulos de Aristóteles trataban en vano de disfrazar su ignorancia, han inventado esta solución para todas las dificultades que encuentra el imponderable avance del humano conocimiento.

     Después de esta decisiva conclusión, se me rogó que hablase alguna cosa. Me aproximé al rey y aseguré a Su Majestad que yo procedía de un país que contaba varios millones de personas de ambos sexos, todas de mi misma estatura, donde los animales, los árboles y las casas estaban en proporción, y donde, por tanto, yo era tan capaz de defenderme y de encontrar sustento como cualquier súbdito de Su Majestad pudiera serlo allí; lo que me pareció cumplida respuesta a los argumentos de aquellos señores. A esto, ellos replicaron sólo diciendo, con una sonrisa despreciativa, que el labrador me había enseñado la lección muy bien. El rey, que tenía mucho mejor sentido, despidió a sus sabios y envió por el labrador, que, afortunadamente, no había salido aún de la ciudad. Habiéndole primero interrogado a solas, y luego confrontándole conmigo y con la niña, Su Majestad empezó a creer que podía ser verdad lo que yo le había dicho. Encargó a la reina que mandase tener especial cuidado de mí y fue de opinión de que Glumdalclitch continuara en su oficio de guardarme, porque advirtió el gran afecto que nos dispensábamos. Se dispuso para ella en la corte un alojamiento conveniente y se le asignó una especie de aya que cuidase de su educación, una doncella para vestirla y otras dos criadas para los menesteres serviles; pero mi cuidado se le encomendó a ella enteramente. La reina encargó a su mismo ebanista que discurriese una caja tal que pudiese servirme de dormitorio, de acuerdo con el modelo que conviniésemos Glumdalclitch y yo. Este hombre era un ingeniosísimo artista, y, siguiendo mis instrucciones, en tres días me acabó un cuarto de madera de dieciséis pies en cuadro y doce de altura, con ventanas de vidrieras, una puerta y dos retretes, como un dormitorio de Londres. El tablero que formaba el techo podía levantarse y bajarse por medio de dos bisagras para meter una cama dispuesta por el tapicero de Su Majestad la reina, y que Glumdalclitch sacaba al aire todos los días, hacía con sus propias manos y volvía a entrar por la noche, después de lo cual cerraba el tejado sobre mí. Un excelente artífice, famoso por sus caprichosas miniaturas, tomó a su cargo el hacerme dos sillas, cuyos respaldos y palos eran de una materia parecida al marfil, y dos mesas, con un escritorio para meter mis cosas. La habitación fue acolchada por todos sus lados, así como por el suelo y el techo, a fin de evitar cualquier accidente causado por el descuido de quienes me transportasen y de amortiguar la violencia de los vaivenes cuando fuese en coche. Pedí una cerradura para mi puerta, a fin de impedir que entrasen las ratas y los ratones; el herrero, después de muchos ensayos, hizo la más pequeña que nunca se había visto allí, pues yo mismo he encontrado una más grande en la puerta de la casa de un caballero en Inglaterra. Me di trazas para guardarme la llave en uno de los bolsillos, por miedo de que Glumdalclitch la perdiese. Asimismo encargó la reina que se me hiciese ropa de las sedas más finas que pudieran encontrarse, que no eran mucho más finas que una manta inglesa y que me incomodaron mucho hasta que me acostumbré a llevarlas. Me vistieron a la usanza del reino, en parte semejante a la persa, en parte a la china, y que es un vestido muy serio y decente.

     La reina se aficionó tanto a mi compañía, que no se hacían a comer sin mí. Me pusieron una mesa sobre aquella misma en que comía Su Majestad y junto a su codo izquierdo, y una silla para sentarme. Glumdalclitch se subía de pie en una banqueta puesta en el suelo para servirme y cuidar de mí. Yo tenía un juego completo de platos y fuentes de plata y otros útiles, que en proporción a los de la reina no eran mucho mayores que los que suelen verse del mismo género en cualquier tienda de juguetes de Londres para las casas de muñecas. Todos los guardaba en su bolsillo mi pequeña niñera dentro de una caja de plata, y ella me los daba en las comidas conforme los necesitaba, siempre limpiándolos ella misma. Nadie comía con la reina más que las dos princesas reales: la mayor, de dieciséis años, y la menor, de trece y un mes entonces. Su Majestad solía poner en uno de mis platos un poquito de comida, del cual yo cortaba y me servía, y era su diversión verme comer en miniatura. Porque la reina -que por cierto tenía un estómago muy débil- tomaba de un bocado tanto como una docena de labradores ingleses pudiera comer en una asentada, lo que para mi fue durante algún tiempo un espectáculo repugnante. Trituraba entre sus dientes el ala de una calandria, con huesos y todo, aunque era nueve veces mayor que la de un pavo crecido, y se metía en la boca un trozo de pan tan grande como dos hogazas de doce peniques. Bebía en una copa de oro sobre sesenta galones de un trago. Sus cuchillos eran dos veces tan largos como una guadaña puesta derecha, con su mango. Cucharas, tenedores y demás instrumentos guardaban la misma proporción. Recuerdo que cuando Glumdalclitch, por curiosidad, me llevó a ver una de las mesas de la corte, donde se levantaban a la vez diez o doce de aquellos enormes tenedores y cuchillos, pensé no haber asistido en mi vida a un espectáculo tan terrible.

     Es costumbre que todos los viernes -que, como ya he advertido, son sus sábados-, la reina y el rey, con su real descendencia de ambos sexos, coman juntos en la estancia de Su Majestad el rey, de quien yo era ya gran favorito; y en estas ocasiones mi sillita y mi mesita eran colocadas a su izquierda, delante de uno de los saleros. Este príncipe gustaba de conversar conmigo preguntándome acerca de las costumbres, la religión, las leyes, el gobierno y la cultura de Europa, de lo que yo le daba noticia lo mejor que podía. Su percepción era tan clara y su discernimiento tan exacto, que hacía muy sabias reflexiones y observaciones sobre todo lo que yo decía; pero no debo ocultar que cuando me hube excedido un poco hablando de mi amado país, de nuestro comercio, de nuestras guerras por tierra y por mar y de nuestros partidos políticos, los prejuicios de educación pesaron tanto en él, que no pudo por menos de cogerme en su mano derecha, y acariciándome suavemente con la otra, después de un acceso de risa, preguntarme si yo era Whig o Tory. Luego, volviéndose a su primer ministro -que detrás de él daba asistencia, en la mano su bastón blanco, casi tan alto como el palo mayor del Royal Sovereign-, observó cuán despreciable cosa eran las grandezas humanas, que podían imitarse por tan diminutos insectos como yo; «y aun apostaría -dijo- que estas criaturas tienen sus títulos y distinciones, discurren nidos y madrigueras que llaman casas y ciudades, se preocupan de vestidos y trenes, aman, luchan, disputan, defraudan y traicionan». Y así continuó, mientras a mí, de indignación, un color se me iba y otro se me venía viendo a nuestra noble nación, maestra en las artes y en las armas, azote de Francia, árbitro de Europa, asiento de la piedad, la virtud, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo, con tal desprecio tratada.

     Pero como yo no estaba en situación de sentir injurias, después de maduras reflexiones empecé a dudar si había sido injuriado o no, pues, acostumbrado ya por varios meses de residencia a la vista y al trato de aquellas gentes y encontrando todos los objetos que a mis ojos se ofrecían de magnitud proporcionada, el horror que al principio me inspiraron tales seres por su corpulencia y aspecto desapareció hasta tal punto, que si hubiera mirado entonces una compañía de Lores y damas ingleses, con sus adornados vestidos de fiesta, representando del modo más cortesano sus respectivos papeles, contoneándose, haciendo reverencias y parloteando, en verdad digo que me hubiesen dado grandes tentaciones de reírme de ellos, tanto como el rey y sus grandes se reían de mí. Y a buen seguro que tampoco podía evitar el reírme de mí mismo cuando la reina, como solía, me colocaba sobre su mano ante un espejo, con lo que nuestras dos personas se presentaban juntas a mi vista por entero; y no podía darse nada más ridículo que la comparación, al extremo de que yo realmente comencé a imaginar que había disminuido con mucho por bajo de mi tamaño corriente.

     Nada me enfurecía y mortificaba tanto como el enano de la reina, el cual, siendo de la más baja estatura que nunca se vio en aquel país -pues, en verdad, creo que no llegaba a los treinta pies-, se tornó insolente al ver una criatura tan por bajo de él, de modo que siempre hacía el baladrón y el buen mozo al pasar por mi lado en la antecámara cuando yo estaba de pie en alguna mesa hablando con los caballeros y las damas de la corte, y rara vez dejaba de soltar alguna palabra punzante a propósito de mi pequeñez, de lo cual sólo podía vengarme llamándole hermano, desafiándole a luchar y con las agudezas acostumbradas en labios de los pajes de corte. Un día, durante la comida, este cachorro maligno estaba tan amostazado por algo que le había dicho yo, que, subiéndose al palo de la silla de Su Majestad la reina, me cogió por mitad del cuerpo, conforme yo estaba sentado, totalmente desprevenido, y me echó dentro de un gran bol de plata lleno de crema, y luego escapó a todo correr. Caí de cabeza, y a no ser un buen nadador lo hubiera pasado muy mal, pues Glumdalclitch estaba en aquel momento al otro extremo de la habitación, y la reina se aterrorizó de modo que le faltó presencia de ánimo para auxiliarme. Pero mi pequeña niñera corrió en mi auxilio y me sacó cuando ya había tragado más de media azumbre de crema. Me llevaron a la cama, y se vio que, por mi fortuna, no había recibido otro daño que la pérdida de un traje, que quedó completamente inservible. El enano fue bravamente azotado y, como añadidura, obligado a beberse el bol de crema en que me había arrojado, y nunca más recobró su favor, pues poco después la reina lo regaló a una dama de mucha calidad. Así que no volví a verle, con gran satisfacción mía, pues no sé decir a qué extremo hubiese llevado su resentimiento este bribón endemoniado.

     Ya antes me había jugado una mala pasada, que hizo reír a la reina, aunque al mismo tiempo se disgustó tan profundamente que estuvo a punto de despedirle, y sin duda lo hubiese hecho a no ser yo lo bastante generoso para interceder. Su Majestad la reina se había servido un hueso de tuétano, y cuando hubo sacado éste volvió a poner el hueso en la fuente derecho como antes estaba. El enano, acechando una oportunidad, mientras Glumdalclitch iba al aparador, se subió en la banqueta en que ella se ponía de pie para cuidar de mí durante las comidas, me levantó con las dos manos y, apretándome las piernas una contra otra, me las encajó dentro del hueso de tuétano, donde entré hasta más arriba de la cintura y quedé como hincado un rato, haciendo muy ridícula figura. Supongo que pasó cerca de un minuto primero que nadie supiese adónde había ido a parar, porque gritar entendí que hubiera sido rebajamiento. Pero como los príncipes casi nunca toman la comida caliente, no se me escaldaron las piernas, y sólo mis medias y mis calzones quedaron en poco limpia condición. El enano, gracias a mis súplicas, no sufrió otro castigo que unos buenos azotes.

     La reina se reía frecuentemente de mí por causa de mi cobardía, y acostumbraba preguntarme si la gente de mi país era toda tan cobarde como yo. Uno de los motivos fue éste: el reino se infesta de mosquitos en verano, y estos odiosos insectos, cada uno del tamaño de una calandria de Dunstable, no me daban punto de reposo cuando estaba sentado a la mesa, con su continuo zumbido alrededor de mis orejas. A veces se me paraban en la comida; otras se me ponían en la nariz o en la frente, donde su picadura me llegaba a lo vivo, despidiendo malísimo olor, y me era fácil seguir el trazo de esa materia viscosa, que, según nos enseñan nuestros naturalistas, permite a estos animales andar por el techo con las patas hacia arriba. Pasaba yo gran trabajo para defenderme de estos bichos detestables y no podía dejar de estremecerme cuando se me venían a la cara. El enano había cogido la costumbre de cazar con la mano cierto número de estos insectos, como hacen nuestros colegiales, y soltármelos de repente debajo de la nariz, de propósito para asustarme y divertir a la reina. Mi remedio era destrozarlos con mi navaja conforme iban volando por el aire, ejercicio en que se admiraba mucho mi destreza.

     Recuerdo que una mañana en que Glumdalclitch me había puesto dentro de mi caja en una ventana, como tenía costumbre de hacer los días buenos, para que me diese el aire -pues yo no me atrevía a consentir que colgaran la caja en un clavo por fuera de la ventana, al modo en que nosotros colgamos las jaulas en Inglaterra-, cuando había corrido una de mis vidrieras y sentándome a mi mesa para comer un pedazo de bollo como desayuno, más de veinte avispas, atraídas por el olor, entraron en mi cuarto volando con zumbido más fuerte que el que hicieran los roncones de otras tantas gaitas. Algunas me cogieron el bollo y se lo llevaron a pedazos; otras me revoloteaban alrededor de la cabeza y la cara, aturdiéndome con sus ruidos y poniendo en mi ánimo el mayor espanto con sus aguijones. Sin embargo, tuve valor para levantarme y sacar el alfanje y atacarlas en su vuelo. Despaché cuatro; las demás huyeron y yo cerré en seguida la ventana. Estos insectos eran grandes como perdices; les arranqué los aguijones, que hallé ser de pulgada y media de largo y agudos como agujas. Los conservé cuidadosamente, y después de haberlos enseñado con algunas otras curiosidades en diferentes partes de Europa, cuando volví a Inglaterra hice donación de tres al Colegio de Gresham y guardé el cuarto para mí.

 

 

 

Capítulo IV

 

Descripción del país. -Una proposición de que se corrijan los mapas modernos. -El palacio del rey y alguna referencia de la metrópoli. -Modo de viajar del autor. -Descripción del templo principal.

     Quiero ofrecer al lector ahora una corta descripción de este país, en cuanto yo viajé por él, que no pasó de dos mil millas en contorno de Lorbrulgrud, la metrópoli; pues la reina, a cuyo servicio seguí siempre, nunca iba más lejos cuando acompañaba al rey en sus viajes, y allí permanecía hasta que Su Majestad volvía de visitar las fronteras. La total extensión de los dominios de este príncipe alcanzaba unas seis mil millas de longitud y de tres a cinco mil de anchura, por donde no tengo más remedio que deducir que nuestros geógrafos de Europa están en un gran error al suponer que sólo hay mar entre el Japón y California. Siempre fui de opinión de que debía de haber un contrapeso de tierra que hiciese equilibrio con el gran continente de Tartaria; y ahora deben corregirse los mapas y cartas añadiendo esta vasta región de tierra a la parte noroeste de América, para lo cual yo estoy dispuesto a prestar mi ayuda.

     El reino es una península limitada al Norte por una cadena de montañas de treinta millas de altura, que son por completo infranqueables a causa de los volcanes que hay en las cimas. No sabe el más culto qué clases de mortales viven del otro lado de aquellas montañas, ni si hay o no habitantes. Por los otros tres lados, la península confina con el mar. No hay un solo puerto en todo el litoral, y aquellas partes de las costas por donde vierten los ríos están de tal modo cubiertas de rocas puntiagudas, y el mar tan alborotado de ordinario, que aquellas gentes no pueden arriesgarse en el más pequeño de sus botes, y, así, viven imposibilitadas de todo comercio con el resto del mundo. Pero los grandes ríos están llenos de embarcaciones y abundan en pesca excelente. Rara vez pescan en el mar, porque los peces marinos tienen el mismo tamaño que en Europa, y, por lo tanto, no merecen para ellos la pena de cogerlos. Por donde resulta indudable que la Naturaleza ha limitado por completo la producción de plantas y animales de volumen tan extraordinario a este continente, por razones cuya determinación dejo a los filósofos. Sin embargo, alguna que otra vez cogen una ballena que aconteció estrellarse contra las rocas y que la gente ordinaria come con deleite. He visto algunas de estas ballenas tan grandes que apenas podía llevarlas a costillas un hombre, y a veces, como curiosidad, las transportan a Lorbrulgrud en cestos. He visto una en una fuente en la mesa del rey, que se tenía por excepcionalmente grande; pero a él no pareció gustarle mucho, sin duda porque le desagradaba su grandeza, aunque yo he visto una algo mayor en Groenlandia.

     El país está bastante poblado, pues contiene cincuenta y una ciudades, cerca de cien poblaciones amuralladas y gran número de aldeas. Para satisfacer al lector curioso bastará con que describa Lorbrulgrud. Esta ciudad se asienta sobre dos extensiones casi iguales, una a cada lado del río que la atraviesa. Tiene más de ocho mil casas y unos seiscientos mil habitantes. Mide a lo largo tres glamglus -que viene a ser unas cincuenta y cuatro millas inglesas- y dos y media a lo ancho, según medí yo mismo sobre el mapa real hecho por orden del rey, y que, para mi servicio, fue extendido en el suelo, que cubría en un centenar de pies; anduve varias veces descalzo el diámetro y la circunferencia, y haciendo el debido cómputo por medio de la escala lo medí con bastante exactitud.

     El palacio del rey no es un edificio regular, sino un conjunto de edificaciones que abarcan unas siete millas en redondo. Las habitaciones principales tienen, por regla general, doscientos cincuenta pies de alto, y anchura y longitud proporcionadas. Se nos asignó un coche a Glumdalclitch y a mí, en el cual su aya la sacaba frecuentemente a ver la población o recorrer los comercios, y yo siempre era de la partida, metido en mi caja, aunque la niña, a petición mía, me sacaba a menudo y me tenía en la mano, para que pudiese mirar mejor las casas y la gente cuando íbamos por las calles. Calculé que nuestro coche sería como una nave de Westminster Hall, pero algo menos alto, aunque no respondo que el cálculo sea muy puntual. Un día, el aya mandó al cochero que se detuviese frente a varios comercios, donde los mendigos, que acechaban la oportunidad, se agolparon a los lados del coche y presentaron ante mí el espectáculo más horrible que se haya ofrecido a ojos europeos.

     Además de la caja grande en que me llevaban corrientemente, la reina encargó que se me hiciese otra más pequeña, de unos doce pies en cuadro y diez de altura, para mayor comodidad en los viajes, pues la otra resultaba algo grande para el regazo de Glumdalclitch y embarazosa en el coche. La hizo el mismo artista, a quien yo dirigí en todo el proyecto. Este gabinete de viaje era un cuadrado perfecto, con una ventana en medio de cada uno de tres de los lados, y las ventanas enrejadas con alambre por fuera, a fin de evitar accidentes en los viajes largos. En el lado que no tenía ventana se fijaron dos fuertes colgaderos, por los cuales la persona que me llevaba, cuando me ocurría ir a caballo, pasaba un cinturón de cuero, que luego se ceñía. Éste era siempre menester encomendado a algún criado juicioso y fiel en quien se pudiese confiar, tanto que yo acompañase al rey y a la reina en sus excursiones, como que fuese a ver los jardines o a visitar a alguna dama principal o algún ministro, si acaso Glumdalclitch no se encontraba bien; pues advierto que muy pronto empecé a ser conocido y estimado de los más altos funcionarios, supongo que más por razón del favor que me dispensaban Sus Majestades que por mérito propio alguno. En los viajes, cuando me cansaba del coche, un criado a caballo sujetaba mi caja a la cintura y la descansaba en un cojín delante de él, y desde allí gozaba yo una amplia perspectiva del terreno por los tres lados que tenía ventana. Llevaba en este cuartito una cama de campaña y una hamaca pendiente del techo, y dos sillas y una mesa fuertemente atornilladas al suelo, para impedir que las sacudiese el movimiento del caballo o del coche. Y como estaba de tiempo acostumbrado a las travesías, esta agitación, aunque muy violenta a veces, no me descomponía gran cosa.

     Siempre que sentía deseo de ver la población, me llevaba en mi cuarto de viaje, puesto en su regazo, Glumdalclitch, quien iba en una especie de silla de mano descubierta, al uso del país, transportada por cuatro hombres y asistida por otros dos con la librea de la reina. La gente, que con frecuencia oía hablar de mí, se agolpaba curiosa en torno de la silla, y la niña era lo bastante complaciente para detener a los portadores y tomarme en la mano a fin de que se me pudiera ver con más comodidad.

     Tenía yo mucha gana de conocer el templo principal, y particularmente su torre que pasaba por la más alta del reino. En consecuencia, me llevó un día mi niñera; pero puedo en verdad decir que volví desencantado, porque la altura no excede de tres mil pies, contando desde el suelo al último capitel, lo que, dada la diferencia de tamaño entre aquellas gentes y nosotros los europeos, no es motivo de gran asombro, ni llega, en proporción, si no recuerdo mal, a la torre de Salisbury. Mas, para no desprestigiar una nación a la que por toda mi vida me reconoceré obligado en extremo, he de conceder que esta famosa torre, lo que no tiene de altura lo tiene de belleza y solidez, pues los muros son de cerca de cien pies de espesor, y están hechos de piedra tallada -cada una de las cuales tiene unos cuarenta pies en cuadro-, y adornados por todas partes con estatuas de dioses y emperadores, esculpidas en mármol, de más que tamaño natural. Medí un dedo meñique que se le había caído a una de las estatuas y pasaba inadvertido entre un poco de broza, y encontré que tenía justamente cuatro pies y una pulgada de longitud. Glumdalclitch lo envolvió en su pañuelo y se lo llevó a casa en el bolsillo, para guardarlo con otras chucherías a las que la niña era muy aficionada, como es corriente en los chicos de su edad.

     La cocina del rey es, a no dudar, un hermoso edificio, terminado en bóveda y de unos seiscientos pies de alto. El horno grande no llega en anchura a la cúpula de San Pablo, que es diez pasos mayor, pues de propósito medí ésta a mi regreso. Pero si fuese a describir aquellas parrillas, aquellas prodigiosas marmitas y calderas, aquellos cuartos de carne dando vueltas en los asadores, y otros muchos detalles, es posible que no se me diera crédito, o, por lo manos, una crítica severa se inclinaría a pensar que yo exageraba un poco, como se sospecha que hacen frecuentemente los viajeros. Por evitar esta censura, creo haber incurrido excesivamente en el extremo contrario, y que si el presente estudio viniera a ser traducido al idioma de Brobdingnag -que éste es el nombre de aquel reino-, y llevado allí, lo mismo el rey que su pueblo tendrían razón para quejarse de que yo les había ofendido con una pintura falsa y diminutiva.

     Su Majestad rara vez guarda en sus caballerizas más de seiscientos caballos, que tienen, por regla general, de cincuenta y cuatro a sesenta pies de altura. Pero cuando sale en días solemnes le da escolta una guardia miliciana de quinientos caballos, que yo tuve, sin duda, por el más espléndido espectáculo que pudiera presenciarse, hasta que vi a parte de su ejército en orden de batalla. De lo que ya tendré ocasión de hablar.

 

 

 

Jonathan Swift 

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