Un viaje al país de los Houyhnhnms
(Continuación de página 1)
Capítulo VII
l gran cariño del autor hacia su país natal. -Observaciones de su amo sobre la constitución y administración de Inglaterra, según los pinta el autor, en casos paralelos y comparaciones. -Observaciones de su amo sobre la naturaleza humana.
Capítulo VIII
El autor refiere algunos detalles de los yahoos. -Las grandes virtudes de los houyhnhnms. -La educación y el ejercicio en su juventud. -Su asamblea general.
Como yo conozco la humana naturaleza mucho mejor de lo que supongo que pudiera conocerla mi amo, me era fácil aplicar las referencias que él me daba de los yahoos a mí mismo y a mis compatriotas, y pensaba que podría hacer ulteriores descubrimientos por mi cuenta. A este fin, le pedía frecuentemente el favor de que me dejase ir con las manadas de yahoos del vecindario, a lo que amablemente siempre accedía, en la seguridad de que la repugnancia que yo sentía hacia aquellos animales no permitiría nunca que me corrompiesen; su señoría mandaba a uno de sus criados -un fuerte potro alazán, muy honrado y complaciente- que me guardase, sin cuya protección no me hubiese atrevido a tales aventuras, Porque ya he dicho al lector en qué modo fui atacado por aquellos animales odiosos a raíz de mi llegada; y después, dos o tres veces estuve a punto de caer entre sus garras, con ocasión de andar vagando a alguna distancia sin mi alfanje. Tenía además razones para creer que ellos sospechaban que yo era de su misma especie, lo que confirmaba a menudo subiéndome las mangas y mostrando a su vista los brazos y el pecho desnudo cuando mi protector estaba conmigo. En tales ocasiones se acercaban todo lo que se atrevían y remedaban mis acciones a la manera de los monos, pero siempre con signos de odio profundo, como un grajo domesticado y ataviado con gorro y calzas es perseguido siempre por los bravíos cuando le echan entre ellos. Desde su infancia son los yahoos asombrosamente ágiles; sin embargo, pude coger a un muchacho pequeño de tres años e intenté aquietarle haciéndole toda clase de caricias. Pero el endemoniado comenzó a gritar, a arañar y morder con tal violencia, que me vi precisado a soltarle; y lo hice muy a tiempo, porque al ruido había acudido, y ya nos rodeaba, un verdadero ejército de animales grandes, los cuales, viendo que la cría estaba en salvo -pues echó en seguida a correr-, y como mi potro alazán estaba al lado, no se atrevieron a arrimarse. Advertí que la carne del pequeño exhalaba un olor muy fuerte, como entre hedor de comadreja y zorro, pero mucho más desagradable. Por lo que pude ver, los yahoos son los más indómitos de los animales; su capacidad no pasa nunca de la precisa para arrastrar o cargar pesos. Opino, sin embargo, que este defecto nace principalmente de su condición perversa y reacia, pues son astutos, malvados, traicioneros y vengativos. Son fuertes y duros, pero de ánimo cobarde, y, por consecuencia, insolentes, abyectos y crueles. Se ha observado que los de pelo rojo son más perversos que los demás y les exceden con mucho en actividad y en fuerzas. Los houyhnhnms tienen los yahoos de que se están sirviendo en cabañas no distantes de la casa; pero a los demás los envían a ciertos campos, donde desentierran raíces, comen diversas clases de hierbas y buscan carroña, o algunas veces cazan comadrejas y luhimuhs -una especie de rata silvestre-, que devoran con ansia. La Naturaleza les ha enseñado a cavar agujeros con las uñas en los lados de las elevaciones del terreno y allí se acuestan. Las cuevas de las hembras son más grandes, capaces para alojar dos o tres crías. Desde la infancia nadan como ranas y resisten mucho rato bajo el agua, de donde con frecuencia salen con algún pescado, que las hembras llevan a sus pequeños. Como viví tres años en aquel país, supongo que el lector esperará que, a ejemplo de los demás viajeros, le dé alguna noticia de las maneras y costumbres de los habitantes, los cuales era natural que constituyesen el principal objeto de mi estudio. Como estos nobles houyhnhnms están dotados por la Naturaleza con una disposición general para todas las virtudes, no tienen idea ni concepción de lo que es el mal en los seres racionales; así, su principal máxima es cultivar la razón y dejarse gobernar enteramente por ella. Pero tampoco la razón constituye para ellos una cuestión problemática, como entre nosotros, que permite argüir acertadamente en pro y en contra de un asunto, sino que los fuerza a inmediato convencimiento, como necesariamente ha de suceder siempre que no se encuentre mezclada con la pasión y el interés u obscurecida o descolorida por ellos. Recuerdo que tropecé con gran dificultad para hacer que mi amo comprendiese el sentido de la palabra «opinión», y cómo un punto podía ser disputable; pues decía él que la razón nos lleva exclusivamente a afirmar o negar cuando estamos ciertos, y más allá de nuestro conocimiento no podemos hacer lo uno ni lo otro. De este modo, las controversias, las pendencias, las disputas y la terquedad sobre preposiciones falsas o dudosas son males desconocidos para los houyhnhnms. Igualmente, cuando le explicaba yo nuestros varios sistemas de filosofía natural, solía burlarse de que una criatura que se atribuía uso de razón se valuase a sí misma por el conocimiento de las suposiciones de otros pueblos a propósito de cosas en las cuales este conocimiento, caso de existir, no serviría para nada; por donde resultaba enteramente conforme con los juicios de Sócrates, según Platón lo refiere; comparación que hago como el más alto honor que puedo rendir a aquel príncipe de los filósofos; a menudo he reflexionado en la destrucción que semejante doctrina causaría en las bibliotecas de Europa, y cuántas de las sendas que conducen a la fama quedarían entonces cortadas en el mundo erudito. La amistad y la benevolencia son las dos principales virtudes de los houyhnhnms, y no limitadas a sujetos particulares, sino generales para la raza entera. Un extraño, procedente del lugar más remoto, recibe igual trato que el más próximo vecino, y donde quiera que vaya considera que está en su casa. Cuidan la cortesía y la afabilidad hasta el más alto grado, pero ignoran por completo la ceremonia. No tienen debilidades ni absurdas ternuras con sus crías y potros, pues sus cuidados al educarlos proceden enteramente de los dictados de la razón, y yo he visto a mi amo tratar con el mismo cariño a la cría de un vecino que a la suya propia. Proceden así porque la Naturaleza los enseña a amar a toda la especie, y solamente es la razón la que distingue a las personas cuando ostentan un grado superior de virtud. Al casarse tienen cuidado grandísimo en elegir colores que no produzcan una mezcla desagradable en la progenie. En el macho se estima principalmente la fuerza, y en la hembra la hermosura. Y no por exigencia del amor, sino para impedir que la raza degenere; pues cuando sucede que una hembra sobresale por su fuerza, se escoge un consorte con vistas a la belleza. El galanteo, el amor, los regalos, las viudedades, las dotes, no tienen lugar en su pensamiento ni términos para expresarlos en su idioma. La joven pareja se encuentra y se une, sencillamente, porque así lo quieren sus padres y sus amigos; así lo ven hacer todos los días, y lo miran como uno de los actos necesarios en un ser racional. Pero jamás se ha tenido noticia de violación de matrimonio ni de otra ninguna falta contra la castidad. La pareja casada pasa la vida en la misma mutua amistad y benevolencia que cada uno de ellos demuestra a todos los de la misma especie que encuentra en su camino: sin celos, locas pasiones, riñas ni disgustos. Su método para educar a los jóvenes de ambos sexos es admirable y merece muy de veras que lo imitemos. No se les permite comer un grano de avena, excepto en determinados días, hasta que tienen dieciocho años; ni leche sino muy rara vez; y en verano pacen dos horas por la mañana y otras dos por la tarde, regla que sus padres observan también. Pero a los criados no se les permite por más de la mitad de este tiempo, y una gran parte de su hierba se lleva a casa, donde la comen a las horas más convenientes, cuando más descansados están de trabajo. La templanza, la diligencia, el ejercicio y la limpieza son las lecciones que se prescriben por igual a los jóvenes de ambos sexos, y mi amo pensaba que era monstruoso que nosotros diésemos a las hembras educación diferente que a los machos, excepto en algunos puntos de organización doméstica. Razonaba él muy atinadamente que por este medio una mitad de nuestra especie no servía sino para echar hijos al mundo, y que entregar el cuidado de nuestros pequeños a esos inútiles animales era un ejemplo más de brutalidad. Los houyhnhnms adiestran a su juventud en la fuerza, la velocidad y la resistencia, haciéndola subir y bajar empinadas colinas, en pugna unos individuos con otros, y corren de igual modo sobre duros pedregales; y cuando están sudando mandan a los jóvenes tirarse de cabeza a un pantano o un río. Cuatro veces al año la juventud de cada distrito se reúne para mostrar cada cual sus progresos en la carrera, el salto y otros ejercicios de fuerza y agilidad, y el vencedor es recompensado con un canto en su alabanza. En esta fiesta los criados llevan al campo una manada de yahoos cargados de heno, avena y leche, para que los houyhnhnms tomen un refrigerio; después de lo cual se saca inmediatamente del recinto a aquellas bestias por temor de que causen algún daño a la compañía. Cada cuatro años, en el equinoccio de primavera, hay un consejo representativo de toda la nación, que celebra sus reuniones en una llanura situada a unas veinte millas de nuestra residencia, y dura cinco o seis días. Se averigua el estado y condición de los varios distritos, si tienen en abundancia o les faltan heno, avena, vacas o yahoos. Y dondequiera que se encuentra una necesidad -lo que muy rara vez acontece-, se remedia inmediatamente por unánime acuerdo y contribución. Allí se concierta la regulación de los hijos; por ejemplo: si un houyhnhnm tiene dos machos, cambia uno de ellos con otro que tiene dos hembras. Y cuando por una casualidad ha muerto alguna cría y no hay esperanza de que la madre quede embarazada, se acuerda qué familia del distrito deberá dar nacimiento a otra para reparar la pérdida.
Capítulo IX
Gran debate en la asamblea general de los houyhnhnms y cómo se decidió. -La cultura de los houyhnhnms. -Sus edificios. -Cómo hacen sus entierros. -Lo defectuoso de su idioma.
Una de estas grandes asambleas se celebró estando yo allí, unos tres meses antes de mi partida, y a ella fue mi amo como representante de nuestro distrito. En este consejo se resumió el antiguo y, sin duda, el único debate que jamás se suscitó en aquel país; y de él me dio mi amo cuenta detallada a su regreso. La cuestión debatida era si debía exterminarse a los yahoos de la superficie de la tierra. Uno de los partidarios de que se resolviera afirmativamente ofreció varios argumentos de gran peso y solidez. Alegaba que los yahoos no sólo eran los más sucios, dañinos y feos animales que la Naturaleza había producido nunca, sino también los más indóciles, malvados y perversos; mamaban, a escondidas, de las vacas de los houyhnhnms, mataban y devoraban sus gatos, pisoteaban la avena y la hierba si no se los vigilaba continuamente y causaban mil perjuicios más. Se hizo eco de una tradición popular, según la cual no siempre había habido yahoos en el país, sino que en tiempos muy lejanos aparecieron dos de estos animales juntos en una montaña, no se sabía si producidos por la acción del calor solar sobre el cieno y el lodo corrompido, o por el légamo o la espuma del mar. Estos yahoos procrearon, y en poco tiempo creció tanto la casta, que inundaron e infestaron toda la nación. Los houyhnhnms, para librarse de esta plaga, dieron una batida general y lograron encerrar a toda la manada; y después de destruir a los viejos, cada houyhnhnm encerró dos de los jóvenes en una covacha y los domesticó hasta donde era posible hacerlo con un animal tan selvático por naturaleza. Añadió que debía de haber gran parte de verdad en esta tradición y que aquellos seres no podían ser ylhniamsly -o sea aborígenes de la tierra-, como lo indicaba muy bien el odio violentísimo que los houyhnhnms, así como todos los demás animales, sentían por ellos; odio que, aun cuando merecido, por su mala condición, no habría llegado nunca a tal extremo si hubieran sido aborígenes o, al menos, llevasen mucho tiempo de arraigo en el país. Los habitantes, con la ocurrencia de servirse de los yahoos, habían descuidado imprudentemente el cultivo de la raza del asno, que era un bonito animal, fácil de tener, más manso y tranquilo, sin olor repugnante y suficientemente fuerte para el trabajo, aunque cediese al otro en la agilidad del cuerpo; y si su rebuzno no era un sonido agradable, era, con todo, muy preferible a los horribles aullidos de los yahoos. Otros varios mostraron su conformidad con estas apreciaciones, y entonces mi amo propuso a la asamblea un expediente cuya idea inicial había encontrado, indudablemente, en su trato conmigo. Aprobó la tradición citada por el honorable miembro que había hablado y afirmó que los dos yahoos que se tenían por los dos primeros aparecidos en el país habían llegado a él por la superficie del mar, y, una vez en tierra, y abandonados por sus compañeros, se habían retirado a las montañas, y gradualmente, en el curso del tiempo, habían degenerado, hasta hacerse mucho más salvajes que los de su misma especie habitantes en el país de donde aquellos dos primitivos procedían. Daba como razón de este aserto que a la sazón él tenía en su poder cierto yahoo maravilloso -se refería a mí-, del que la mayor parte había oído hablar y que muchos habían visto. Les refirió luego cómo me habían encontrado; que mi cuerpo estaba cubierto totalmente con una hechura artificial de las pieles y el pelo de otros animales; cómo yo hablaba un idioma propio y había aprendido por completo el suyo; los relatos que yo le había hecho de los acontecimientos que me habían llevado hasta allí, y que cuando me vio sin cubierta apreció que era un yahoo exactamente en todos los detalles, aunque de color blanco, menos peludo y con garras más cortas. Añadió cómo yo había trabajado por persuadirle de que en mi país y en otros los yahoos procedían como el animal racional director y tenían a los houyhnhnms sometidos a servidumbre, y que descubría en mí todas las cualidades de un yahoo, sólo que un poco más civilizado por algún rudimento de razón. Sin embargo, era yo, según dijo, tan inferior a la raza houyhnhnm como lo eran a mi los yahoos de su tierra. Esto fue todo lo que mi amo creyó conveniente decirme por entonces de lo ocurrido en el gran consejo. Pero le cumplió ocultar un punto que se refería personalmente a mí, del cual había de tocar pronto los desdichados efectos, como el lector encontrará en el lugar correspondiente, y del que hago derivar todas las posteriores desdichas de mi vida. Los houyhnhnms no tienen literatura, y toda su instrucción es, por lo tanto, puramente tradicional. Pero como se dan pocos acontecimientos de importancia en un pueblo tan bien unido, naturalmente dispuesto a la virtud, gobernado enteramente por la razón y apartado de todo comercio con las demás naciones, se conserva fácilmente la parte histórica sin cargar las memorias demasiado. Ya he consignado que no están sujetos a enfermedad ninguna, y no necesitan médicos, por consiguiente. No obstante, tienen excelentes medicamentos, compuestos de hierbas, para curar casuales contusiones y cortaduras en las cuartillas o las ranillas, producidas por piedras afiladas, así como otros daños y golpes en las varias partes del cuerpo. Calculan el año por las revoluciones del sol y de la luna, pero no lo subdividen en semanas. Conocen bien los movimientos de esos dos luminares y comprenden la teoría de los eclipses. Esto es lo más a que alcanza su progreso en astronomía. En poesía hay que reconocer que aventajan a todos los demás mortales; son ciertamente inimitables la justeza de sus símiles y la minuciosidad y exactitud de sus descripciones. Abundan sus versos en estas dos figuras, y por regla general consisten en algunas exaltadas nociones de amistad y benevolencia, o en alabanzas a los victoriosos en carreras y otros ejercicios corporales. Sus edificios, aunque muy rudos y sencillos, no son incómodos, sino, por lo contrario, bien imaginados para protegerse contra las injurias del frío y del calor. Hay allí una clase de árbol que a los cuarenta años se suelta por la raíz y cae a la primera tempestad; son muy derechos, y aguzados como estacas con una piedra de filo -porque los houyhnhnms desconocen el uso del hierro-, los clavan verticales en la tierra, con separación de unas diez pulgadas, y luego los entretejen con paja de avena o a veces con zarzo. El techo se hace del mismo modo, e igualmente las puertas. Los houyhnhnms usan el hueco de sus patas delanteras, entre la cuartilla y el casco, como las manos nosotros, y con mucho mayor destreza de lo que en un principio pude suponer. He visto a una yegua blanca de la familia enhebrar con esta articulación una aguja, que yo le presté de propósito. Ordeñan las vacas, siegan la avena y hacen del mismo modo todos los trabajos en que nosotros empleamos las manos. Tienen una especie de pedernales duros, de los cuales, por el procedimiento de la frotación con otras piedras, fabrican instrumentos que hacen el oficio de cuñas, hachas y martillos. Con aperos hechos de estos pedernales cortan asimismo el heno y siegan la avena, que crecen en aquellos campos naturalmente. Los yahoos llevan los haces en carros a la casa y los criados los pisan dentro de unas ciertas chozas cubiertas, para separar el grano, que se guarda en almacenes. Hacen una especie de toscas vasijas de barro y de madera, y las primeras las cuecen al sol. Si aciertan a evitar los accidentes, mueren sólo de viejos, y son enterrados en los sitios más apartados y obscuros que pueden encontrarse. Los amigos y parientes no manifiestan alegría ni dolor por el fallecimiento, ni el individuo agonizante deja ver en el punto de dejar el mundo la más pequeña inquietud; no más que si estuviese para regresar a su casa después de visitar a uno de sus vecinos. Recuerdo que una vez, estando citado mi amo en su propia casa con un amigo y su familia para tratar cierto asunto de importancia, llegaron el día señalado la señora y sus dos hijos con gran retraso. Presentó ella dos excusas: una, por la ausencia de su marido, a quien, según dijo, le había acontecido lhnuwnh aquella misma mañana. La palabra es enérgicamente expresiva en su idioma, pero difícilmente traducible al inglés; viene a significar retirarse a su primera madre. La excusa por no haber ido más temprano fue que su esposo había muerto avanzada la mañana, y ella había tenido que pasar un buen rato consultando con los criados acerca del sitio conveniente para depositar el cuerpo. Y pude observar que se condujo ella en nuestra casa tan alegremente como los demás. Murió unos tres meses después. Por regla general, viven setenta o setenta y cinco anos; rara vez, ochenta. Algunas semanas antes de la muerte experimentan un gradual decaimiento, pero sin dolor. Durante este plazo los visitan mucho sus amigos, pues no pueden salir con la acostumbrada facilidad y satisfacción. Sin embargo, unos diez días antes de morir, cálculo en que muy raras veces se equivocan, devuelven las visitas que les han hecho los vecinos más próximos, haciéndose transportar en un adecuado carretón, tirado por yahoos, vehículo que usan no sólo en esta ocasión, sino también en largos viajes, cuando son viejos y cuando quedan lisiados a consecuencia de un accidente. Y cuando el houyhnhnm que va a morir devuelve esas visitas, se despide solemnemente de sus amigos como si fuese a marchar a algún punto remoto del país donde hubiera decidido pasar el resto de su vida. No sé si merece la pena de consignar que los houyhnhnms no tienen en su idioma palabra ninguna para expresar nada que represente el mal, con excepción de las que derivan de las fealdades y malas condiciones de los yahoos. Así, denotan la insensatez de un criado, la omisión de un pequeño, la piedra que les ha herido la pata, una racha de tiempo enredado o impropio de la época, añadiendo a la palabra el epíteto de yahoo. Por ejemplo: Hhnm yahoo, Whnaholm yahoo, Ynlhmndwihlma yahoo, y una cosa mal discurrida, Ynholmhnmtohlmnw yahoo. Con mucho gusto me extendería más hablando de las costumbres y las virtudes de este pueblo excelente; pero como intento publicar dentro de poco un volumen dedicado exclusivamente a esta materia, a él remito al lector. Y en tanto, procederé a referir mi lastimosa catástrofe.
Capítulo X
La economía y la vida feliz del autor entre los houyhnhnms. -Sus grandes progresos en virtud, gracias a las conversaciones con ellos. -El autor recibe de su amo la noticia de que debe abandonar el país. -La pena le produce un desmayo, pero se somete. -Discurre y construye una canoa con ayuda de un compañero de servidumbre y se lanza al mar a la ventura.
Había yo ordenado mi pequeña economía a mi entera satisfacción. Mi amo había mandado que se me hiciera un aposento al uso del país a unas seis yardas de la casa. Yo revestí las paredes y el suelo con arcilla y los cubrí con una esterilla de junco de mi propia invención. Con cáñamo, que allí se cría silvestre, hice algo como un terliz; lo llené con plumas de varios pájaros, que había cazado con lazos hechos de cabellos de yahoo y que resultaban una comida excelente. Hice dos sillas con mi cuchillo, ayudado en la parte más áspera y trabajosa por el potro alazán. Cuando mis ropas se vieron reducidas a jirones, me hice otras con pieles de conejo y de un lindo animal del mismo tamaño llamado nnuhnoh, que tiene la piel cubierta de una especie de fino plumón. Con estas últimas me hice también unas medias bastante buenas. Eché piso a mis zapatos con madera cortada de un árbol uniéndola al cuero de la parte superior, y cuando se rompió el cuero lo substituí con pieles de yahoo, secas al sol. Frecuentemente encontraba en los huecos de los árboles miel, que mezclaba con agua o comía con el pan. Nadie había podido confirmar mejor la verdad de aquellas dos máximas que enseñan que la Naturaleza se satisface con muy poco y que la necesidad es madre de la invención. Gozaba perfecta salud del cuerpo y tranquilidad de espíritu; no experimentaba la traición o la inconstancia de amigo ninguno, ni los agravios de un enemigo disimulado o descubierto. No tenía ocasión de sobornar ni adular para conseguir el favor de personaje ninguno ni de su valido. No necesitaba defensa contra el fraude ni la opresión; no había allí médico que destruyese mi cuerpo, ni abogado que arruinase mi fortuna, ni espía que acechase mis palabras y mis actos o forjara cargos contra mí por un salario; no había allí escarnecedores, censuradores, murmuradores, rateros, salteadores, escaladores, procuradores, bufones, tahures, políticos, ingenieros, melancólicos, habladores importunos, discutidores, asesinos, ladrones, ni virtuosi, ni adalides, ni secuaces de partido, ni facciones, ni incitadores al vicio con la seducción o con el ejemplo, ni calabozos, hachas, horcas, columnas de azotar ni picotas, ni tenderos, tramposos, ni maquinaria, ni orgullo, ni vanidad, ni afectación, ni petimetres, espadachines, borrachos, ni rameras trotacalles, ni mal gálico, ni esposas caras y despepitadas, ni estúpidos pedantes orgullosos, ni compañeros importunos, cansados, quimeristas, turbulentos, alborotadores, ignorantes, vanagloriosos, juradores, ni pícaros elevados del polvo en pago de sus vicios, ni nobleza arrojada a él en pago de sus virtudes, ni lores, violinistas, jueces, ni maestros de baile. Disfruté la merced de ser recibido por varios houyhnhnms que acudían a visitar a mi amo o a comer con él, y su señoría me permitía graciosamente estar en la habitación y escuchar las conversaciones. Tanto él como sus amigos descendían a hacerme preguntas y oír mis respuestas. Y algunas veces también tuve el honor de acompañar a mi amo en las visitas que hacía a los otros. Yo no me permitía hablar nunca si no era para responder a una pregunta, y aun entonces lo hacía con interior descontento, porque suponía para mí una pérdida de tiempo en mi adelanto, pues me complacía infinitamente asistiendo como humilde oyente a estas conversaciones, en que no se decía nada que no fuese útil en el menor número posible de muy expresivas palabras; en que -como ya he dicho- se guardaba la más extremada cortesía, sin el menor grado de ceremonia; en que nadie hablaba sin propio gusto ni sin dárselo a sus compañeros; en que no había interrupciones, cansancio, pasión, ni criterios diferentes. Tienen allí la idea de que, cuando se reúne gente, una corta pausa es de mucho provecho a la conversación, y yo descubrí ser cierto, pues durante estas pequeñas intermisiones nacían en sus cerebros nuevas ideas que animaban mucho el discurso. Los asuntos de sus pláticas son ordinariamente la amistad y la benevolencia o el orden y la economía; a veces, las operaciones visibles de la Naturaleza, o las antiguas tradiciones, los linderos y límites de la virtud, las reglas infalibles de la razón o los acuerdos que deban tomarse en la próxima gran asamblea; y muy a menudo, las diversas excelencias de la poesía. Puedo añadir, sin vanidad, que mi presencia les proporcionaba frecuentemente asunto para sus conversaciones, pues daba ocasión a que mi amo hiciese conocer a sus amigos mi historia y la de mi país, sobre las cuales se complacían en discurrir de modo no muy favorable para la especie humana; y por esta razón no he de repetir lo que decían. Sólo me permitiré consignar que su señoría, con gran admiración por mi parte, parecía comprender la naturaleza de los yahoos mucho mejor que yo mismo. Pasaba revista a todos nuestros vicios y extravagancias, y descubría muchos que yo no le había mencionado nunca sólo con suponer qué cualidades sería capaz de desarrollar un yahoo de su país con una pequeña dosis de razón, y deducía, con grandes probabilidades de acierto, cuán vil y miserable criatura tendría que ser. Confieso francamente que todo el escaso saber de algún valor que poseo lo adquirí en las lecciones que me dio mi amo y oyendo sus discursos y los de sus amigos, de haber escuchado los cuales estoy más orgulloso que estaría de dictarlos a la más sabia asamblea de Europa. Me admiraba la fuerza, la hermosura y la velocidad de los habitantes, y tal constelación de virtudes en seres tan amables producía en mí la más alta veneración. Indudablemente, al principio no sentía yo el natural temeroso respeto que tienen por ellos los yahoos y los demás animales; pero fue ganándome poco a poco, mucho más de prisa de lo que imaginaba, mezclado con respetuoso amor y gratitud por su condescendencia en distinguirme del resto de mi especie. Cuando pensaba en mi familia, mis amigos y mis compatriotas, o en la especie humana en general, los consideraba tales como realmente eran: yahoos, por su forma y condición; quizás un poco más civilizados y dotados con el uso de la palabra, pero incapaces de emplear su razón más que para agrandar y multiplicar aquellos vicios de que sus hermanos en aquel país sólo tenían la parte que la Naturaleza les había asignado. Cuando me acontecía ver la imagen de mi cuerpo en un lago o una fuente, apartaba la cara con horror y aborrecimiento de mí mismo, y mejor sufría la vista de un yahoo común que la de mi misma persona. Conversando con los houyhnhnms y mirándolos con deleite, llegué a imitar su porte y sus movimientos, lo que actualmente es en mí una costumbre; y mis amigos me dicen frecuentemente, con descortés intención, que troto como un caballo, lo que yo tomo, sin embargo, como un delicadísimo cumplido, Y tampoco negaré que cuando hablo suelo dar en la voz y la manera de los houyhnhnms, y verme con este motivo ridiculizado, sin la menor mortificación por mi parte. En medio de mi felicidad, y cuando ya me consideraba absolutamente establecido para toda mi vida, mi amo envió a buscarme una mañana algo más temprano de lo que tenía por costumbre. Le noté en la cara que estaba algo indeciso y sin saber cómo empezar lo que tenía que hablarme. Después de un breve silencio Me dijo que no sabía cómo tomaría lo que iba a notificarme, y era que en la última asamblea general, al discutirse la cuestión de los yahoos, los representantes habían tomado a ofensa que él tuviese un yahoo -por mí- en su familia más como un houyhnhnm que como una bestia; que se sabía que él conversaba frecuentemente conmigo, como si recibiera con mi compañía alguna ventaja o satisfacción, y que tal práctica no era conforme con la razón ni la naturaleza, ni cosa que se hubiese oído hasta entonces en el país. En consecuencia, la asamblea le había exhortado para que me emplease como el resto de mi especie o me mandase volverme a nado al lugar de donde hubiese ido. El primero de estos expedientes fue rechazado abiertamente por todos los houyhnhnms que me habían visto alguna vez en su casa o en la de ellos, pues alegaban que, teniendo yo algunos rudimentos de razón junto con la perversidad de aquellos animales, era de temer que yo pudiese seducirlos para que se internasen en los bosques y se huyeran a las montañas del país y acudiesen de noche a destruir el ganado de los houyhnhnms, siendo, como eran por naturaleza, rapaces y contrarios al trabajo. Agregó mi amo que diariamente le estrechaban los houyhnhnms del vecindario para que ejecutase el mandato de la asamblea, lo que no podría diferir por mucho más tiempo. Sospechaba que me sería imposible nadar hasta otro país, y, de consiguiente, quería que yo discurriera una especie de vehículo semejante a los que yo le había pintado, para que me condujese sobre el mar, trabajo para el cual podía contar con la ayuda de sus criados y los de sus vecinos. Terminó diciéndome que por su parte hubiera tenido gusto en conservarme a su servicio durante toda mi vida, porque había podido apreciar que me había curado de algunas malas costumbres y disposiciones, en mi afán de imitar a los houyhnhnms en cuanto le era posible a mi inferior naturaleza. Debo informar al lector de que en aquel país un decreto de la asamblea general se designa con la palabra hnhloayn, que puede traducirse aproximadamente por exhortación, pues no se concibe que una criatura racional pueda ser obligada, sino sólo aconsejada o exhortada, porque nadie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser considerado una criatura racional. Este discurso me arrojó en la pena y la desesperación más extremadas; y no pudiendo soportar las angustias que me oprimían, caí desvanecido a los pies de mi amo. Cuando volví en mí Me dijo que creía que me había muerto, pues aquel pueblo no está sujeto a estas imbecilidades de naturaleza. Contesté con voz apagada que la muerte hubiera sido una felicidad demasiado grande; que, aunque no condenaba la exhortación de la asamblea ni las urgencias de sus amigos, pensaba yo, en mi débil y depravado entendimiento, que hubiera podido compadecerse con la razón un rigor menos extremado. Que yo no era capaz de nadar una legua, y que, probablemente, la tierra más próxima a la suya distaría arriba de un centenar; que faltaban por completo en aquel país muchos de los materiales precisos para hacer una pequeña embarcación en que marchar, lo que intentaría, sin embargo, por obediencia y gratitud a su señoría, aunque juzgaba la cosa imposible, y, de consiguiente, me consideraba ya como destinado a la perdición. Añadí que la segura perspectiva de una muerte cruel era el menor de mis males; pues suponiendo que escapase con vida por alguna extraña aventura, ¿cómo podía pensar con tranquilidad en acabar mis días entre yahoos y caer nuevamente en mis antiguas corrupciones por falta de ejemplos que me condujesen y guiasen por la senda de la virtud? Pero sabía yo demasiado bien que las sólidas razones en que se fundaba toda decisión de los sabios houyhnhnms no podían ser debilitadas por los argumentos de un miserable yahoo como yo; y, por lo tanto, después de darle las gracias más rendidas por el ofrecimiento de sus criados para ayudarme a hacer la embarcación, y rogarle un plazo razonable para trabajo tan difícil, le dije que procuraría salvar un ser miserable como yo era, con la esperanza de si alguna vez volvía a Inglaterra ser útil a mi especie cantando las alabanzas de los gloriosos houyhnhnms y ofreciendo sus virtudes a la imitación de la Humanidad. Mi amo me dio en pocas palabras una amable respuesta; me otorgó un plazo de dos meses para terminar el bote, y ordenó al potro alazán, mi compañero de servidumbre -a esta distancia puedo atreverme a llamarle así-, que siguiese mis instrucciones, pues dije a mi amo que su ayuda sería suficiente y, además, sabía que me tenía cariño. Mi primer paso fue ir en su compañía a la parte de la costa donde mi tripulación rebelde me había obligado a desembarcar. Me subí a una altura y, mirando hacia el mar en todas direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste; saqué mi anteojo y pude claramente distinguirla a distancia como de cinco leguas, según mi cálculo. Pero al potro alazán le parecía sólo una nube azul; pues, como no tenía idea de que hubiese país ninguno fuera del suyo, no estaba tan diestro en distinguir objetos remotos en el mar como yo, tan familiarizado con este elemento. Una vez descubierta la isla, no pensé más, sino que resolví que ella fuese, de ser posible, el primer punto de mi destierro, abandonándome luego a la fortuna. Volví a casa, y, previa consulta con el potro alazán, fuimos a un monte bajo situado a alguna distancia, donde yo, con mi cuchillo, y él, con su pedernal afilado, sujeto con gran arte, según el uso del país, a un mango de madera, cortamos numerosas varas de roble, del grueso aproximado de un bastón, y algunas ramas mayores. Pero no he de molestar al lector con la descripción detallada de mi obra. Bástele saber que en seis semanas, con la ayuda del potro alazán, que construyó las partes que requerían más trabajo, terminé una especie de canoa india, aunque mucho mayor, cubierta con pieles de yahoo, bien cosidas unas o otras con hilos de cáñamo que yo mismo hice. Me fabriqué la vela también con pieles del mismo animal, empleando las de ejemplares muy jóvenes en cuanto me fue posible, porque las de los viejos eran demasiado inflexibles y gruesas. Asimismo me proveí de cuatro remos. Hice acopio de carnes cocidas, de conejo y de ave, y me preparé dos vasijas, una llena de leche y otra de agua. Probé mi canoa en un gran pantano, próximo a la casa de mi amo, y corregí los defectos que le encontré; tapé las rajas con sebo de yahoo, hasta que la dejé firme y en condiciones de resistirnos a mí y a mi carga. Y cuando estuvo tan acabada como era en mi mano hacerlo, la transportaron muy cuidadosamente a la orilla del mar en un carro tirado por yahoos, bajo la dirección del potro alazán y otro criado. Todo listo, y llegado el día de mi partida, me despedí de mi amo y su señora y demás familia, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón destrozado por la pena. Pero su señoría, llevado de la curiosidad, y quizá -si puedo decirlo sin que se me tenga por vanidoso- por cortesía, quiso asistir a mi marcha en la canoa, e invitó a algunos vecinos a que le acompañasen. Tuve que esperar más de una hora a que subiese la marea, y luego, encontrando que el viento soplaba muy prósperamente hacia la isla a que pensaba dirigir el rumbo, me despedí por segunda vez de mi amo; por cierto que cuando iba a arrodillarme a besar su casco me hizo el honor de levantarlo suavemente hasta mi boca. No ignoro cuánto se me ha censurado al referir este último detalle, pues a mis detractores les cumple suponer improbable que persona tan ilustre descendiese a dar tan gran señal de deferencia a una criatura tan inferior como yo. Tampoco he olvidado la inclinación de algunos viajeros a alabarse de haber recibido extraordinarios favores. Pero si estos censores míos conociesen mejor la condición noble y cortés de los houyhnhnms cambiarían bien pronto de opinión. Hice entonces presentes mis respetos a los demás houyhnhnms que acompañaban a su señoría, y entrándome en la canoa dejé la playa.
Capítulo XI
Peligroso viaje del autor. -Llega a Nueva Holanda con la esperanza de establecerse allí. -Un indígena le hiere con una flecha. -Es apresado y conducido por fuerza a un barco portugués. -La gran cortesía del capitán. -El autor llega a Inglaterra.
Comencé esta desesperada travesía el 15 de febrero de 1714, a las nueve de la mañana. Aunque el viento era muy favorable, al principio empleé los remos solamente; pero considerando que me cansaría pronto y que era probable que se mudase el viento, me decidí a largar mi pequeña vela, y así, con la ayuda de la marea, anduve a razón de legua y media por hora según mi cálculo. Mi amo y sus amigos siguieron en la playa casi hasta perderme de vista, y yo oía con frecuencia al potro alazán, quien siempre sintió gran cariño por mí, que gritaba «Xnuy illa nyha majah yahoo» (¡Ten cuidado, buen yahoo!) Mi designio era descubrir, si me fuera posible, alguna pequeña isla inhabitada, pero suficiente para proporcionarme con mi trabajo lo necesario para la vida. Esto lo habría tenido por mayor felicidad que ser primer ministro en la corte más civilizada de Europa: tan horrible era para mí la idea de volver a la vida de sociedad y bajo el gobierno de yahoos. Al menos, en la sociedad que anhelaba podría gozarme en mis propios pensamientos y reflexionar con delicia sobre las virtudes de aquellos inimitables houyhnhnms, sin ocasión de degenerar hasta los vicios y corrupciones de mi propia especie. El lector recordará lo que dejé referido acerca de la conjura de mi tripulación y de mi encierro en mi camarote; cómo seguí en él varias semanas, sin saber qué rumbo llevábamos, y cómo los marinos, cuando me llevaron a la costa en la lancha, me afirmaron con juramentos, no sé si verdaderos o falsos, que no sabían en qué parte del mundo nos hallábamos. No obstante, yo juzgué entonces que estaríamos unos diez grados al sur del cabo de Buena Esperanza, o sea a unos 45 de latitud Sur, por lo que pude adivinar de algunas palabras sueltas que les entreoí; al Sudeste, suponía yo, en su proyectado viaje a Madagascar. Y aunque esto valía poco mas que una simple suposición, me resolví a tomar rumbo Este, con la esperanza de encontrar la costa sudoeste de Nueva Holanda y tal vez alguna isla como la que deseaba yo, situada a su Oeste. El viento soplaba de lleno por el Oeste, y hacia las seis de la tarde calculé que habría andado lo menos dieciocho leguas al Este; descubrí como a media legua de distancia una isla muy pequeña, que no tardé en alcanzar. Era sólo una roca con una caleta abierta, naturalmente, por la fuerza de las tempestades. En esta caleta metí la canoa, y trepando a la roca, descubrí con toda claridad tierra al Este, que se extendía de Sur a Norte. Pasé la noche en la canoa, y continuando mi viaje por la mañana temprano, en siete horas llegué a la parte sudoeste de Nueva Holanda. Esto me confirmó en la opinión, que vengo de antiguo sosteniendo, de que los mapas y cartas sitúan este país por lo menos tres grados más al Este de lo que realmente está; pensamiento que hace muchos años comuniqué a mi digno amigo míster Herman Moll, y cuyas razones le expuse, aunque él prefirió seguir a otros autores. No vi habitantes en el sitio donde desembarqué, y, como iba desarmado, tuve miedo de internarme en el país. Encontré en la playa algunos mariscos, que comí crudos, pues temía que haciendo fuego me descubriesen los indígenas. Pasé tres días más alimentándome de ostras y lápades, a fin de ahorrarme víveres, y por ventura encontré un arroyo de agua excelente, la que me sirvió de gran alivio. El cuarto día me aventuré por la mañana temprano un poco más al interior, y vi veinte o treinta indígenas en una loma, no más de quinientas yardas de mí. Estaban por completo desnudos, hombres, mujeres y chicos, alrededor de una hoguera, según pude conocer por el humo. Uno de ellos me advirtió y dio cuenta a los demás; avanzaron hacia mí cinco, dejando a las mujeres y los chicos junto al fuego. Corrí a la costa todo lo ligero que pude, y saltando a la canoa emprendí la retirada. Los salvajes, al ver mi huída, corrieron tras de mí, y sin darme tiempo a entrarme bastante en el mar, me dispararon una flecha que me produjo una profunda herida en la cara interna de la rodilla izquierda, de la que tendré cicatriz mientras viva. Temiendo que la flecha estuviese envenenada, una vez que a fuerza de remos -el día estaba en calma- me puse fuera del alcance de sus dardos, me hice la succión de la herida y me la curé como pude. No sabía qué partido tomar, pues no me atrevía a volver al mismo desembarcadero, sino que me mantenía al Norte a fuerza de remo, porque el viento, aunque suave, me era contrario y me arrastraba al Noroeste. Buscaba con la vista un desembarcadero seguro, cuando vi una embarcación al Nornordeste, que se hacía más visible por minutos. Dudé si aguardarla o no; pero al fin pudo más mi aversión a la raza yahoo, y, volviendo la canoa, huí a vela y remo hacia el Sur y entré en la misma caleta de donde había partido por la mañana, más dispuesto a aventurarme entre aquellos bárbaros que a vivir entre yahoos europeos. Acerqué la canoa a la playa todo lo que pude y me escondí detrás de una piedra cerca del arroyuelo, que, como he dicho ya, era de agua riquísima. El barco llegó a menos de media legua de esta ensenada y envió la lancha con vasijas para hacer aguada -pues, a lo que parece, el lugar era muy conocido-; pero yo no lo advertí hasta que casi estaba el bote en la playa y ya era demasiado tarde para buscar otro escondite. Los marinos, al saltar a tierra, vieron mi canoa, y después de registrarla minuciosamente coligieron que el propietario no debía de encontrarse lejos de allí. Cuatro de ellos, bien armados, buscaron por todas las grietas y rincones, hasta que por fin me encontraron acostado boca abajo detrás de la piedra. Contemplaron por buen espacio con admiración mi traje singular, mi chaqueta hecha de pieles, mis zapatos con piso de madera, mis medias forradas de piel, lo que por lo pronto les sirvió para conocer que yo no era natural de aquella tierra, en que todos van desnudos. Uno de los marinos me dijo en portugués que me levantase y me preguntó quién era. Yo sabía este idioma muy bien, y poniéndome en pie respondí que era pobre yahoo desterrado del país de los houyhnhnms, y suplicaba que me permitiesen partir. Se asombraron ellos de oírme hablar en su propia lengua, y por el color de mi piel pensaron que debía de ser europeo; pero no les era posible comprender lo que yo quería decir con mis yahoos y mis houyhnhnms, y al mismo tiempo les provocaba la risa el extraño tono de mi habla, que se parecía al relincho de un caballo. Temblaba yo, en tanto, de miedo y de odio, y de nuevo pedí licencia para partir y fui a acercarme poco a poco a la canoa; mas se apoderaron de mí con la pretensión de que les contestase quién era, de dónde venía y a muchas preguntas más. Les dije que había nacido en Inglaterra, de donde había salido hacía unos cinco años, época en que su país y el nuestro vivían en paz. Y esperaba, en consecuencia, que no me tratasen como enemigo, ya que no hacía daño ninguno, pues era un pobre yahoo que buscaba un lugar desolado donde pasar el resto de su infortunada vida. Cuando empezaron a hablar me pareció no haber oído nunca cosa tan extraña. Se me antojó tan monstruoso como si hubiera roto a hablar en Inglaterra un perro o una vaca, o en Houyhnhnmlandia un yahoo. Los honrados portugueses se asombraban a su vez de mis extrañas vestiduras y del modo raro en que yo pronunciaba las palabras, que, no obstante, entendían muy bien. Me hablaban con toda humanidad, y me dijeron que estaban seguros de que su capitán me conduciría gratis a Lisboa, desde donde podría regresar a mi país; dos marinos volverían al barco, informarían al capitán de lo que habían visto y recibirían órdenes. En tanto, a menos que les hiciese solemne juramento de no escaparme, tendrían que sujetarme por la fuerza. Juzgué que lo mejor sería allanarme a su proposición. Mostraron gran curiosidad por saber mi historia, pero yo les di satisfacción muy escasa; por donde vinieron a pensar que las desventuras me habían vuelto el juicio. Al cabo de dos horas, el bote, que marchó cargado de vasijas de agua, volvió con orden del capitán de llevarme a bordo. Caí de rodillas implorando mi libertad; pero todo en vano; los hombres, después de amarrarme con cuerdas, me llevaron al bote, de éste al barco y luego al cuarto del capitán. Se llamaba éste Pedro de Méndez. Era hombre muy amable y generoso. Me rogó le dijese quién era y qué quería comer o beber; añadió que se me trataría como a él mismo, y tantas cortesías más, que me sorprendió recibir tales atenciones de un yahoo. No obstante, yo permanecía silencioso y taciturno; solamente el olor que exhalaban él y sus hombres me tenía a punto de desvanecerme. Por último, pedí que me llevasen de mi canoa algo que comer; pero el capitán hizo que me sirviesen un pollo y vino excelente, y mandó luego que me llevaran a acostar a un muy aseado camarote. No me desnudé, sino que me eché sobre las ropas de la cama, y a la media hora, cuando calculé que la tripulación estaba comiendo, me escabullí, corrí al costado del navío e iba a arrojarme al agua, más dispuesto a luchar con las olas que a seguir entre yahoos. Pero un marino me lo impidió, e informado el capitán, me encadenaron en el camarote. Después de comer fue a verme don Pedro, y me pidió que le dijese la razón de tan desesperado intento. Me aseguró que su único propósito era prestarme servicio en todo aquello que pudiera, y habló, en suma, tan afectuosamente, que al fin descendí a tratarle como a un animal dotado de una pequeña dosis de razón. Le hice una corta relación de mi viaje, de la conjura de mi gente contra mí, del país en que me desembarcaron y de mi estancia allí durante tres años. Él consideró todo aquello un sueño o una alucinación, de lo que yo recibí gran ofensa, pues había olvidado completamente la facultad de mentir, tan peculiar en los yahoos en todos los países en que dominan, y la consiguiente predisposición a poner en duda las verdades de los de su misma especie. Le pregunté si en su país había la costumbre de decir la cosa que no era; le aseguré que casi había olvidado lo que él designaba con la palabra «falsedad», y que así hubiera vivido mil años en Houyhnhnmlandia no hubiese oído una mentira al criado más ruin; y añadí que me era por completo indiferente que me creyese o no, aunque, por corresponder a sus favores, estaba dispuesto a conceder a su naturaleza corrompida la indulgencia de contestar cualquier objeción que quisiera hacerme, y así, él mismo podría fácilmente descubrir la verdad. El capitán, hombre de gran discreción, luego de intentar varias veces cogerme en renuncios sobre alguna parte de mi historia, empezó a concebir mejor opinión de mi veracidad. Pero me pidió, ya que profesaba a la verdad tan inviolable acatamiento, que le diese palabra de honor de acompañarle en el viaje sin atentar contra mi vida, pues de otro modo tendría que considerarme prisionero hasta que llegásemos a Lisboa. Le hice la promesa que me pedía, pero al mismo tiempo protesté que, antes de volver a vivir entre los yahoos, prefería sufrir las mayores penalidades. La travesía transcurrió sin ningún incidente digno de referencia. A veces, por gratitud hacia el capitán y a insistente requerimiento suyo, me sentaba con él y me esforzaba en ocultar mi antipatía hacia la especie humana, que, sin embargo, estallaba a menudo a pesar mío, lo que él toleraba sin decir nada. Pero la mayor parte del día me lo pasaba encerrado en mi camarote para no ver a ninguno de la tripulación. El capitán quiso muchas veces convencerme de que me despojara de mis vestiduras salvajes y me ofreció prestarme el traje mejor que tenía, pero no pudo conseguir que lo aceptara, pues aborrecía cubrirme con nada que hubiese tenido un yahoo sobre su cuerpo. Solamente le pedí que me prestara dos camisas limpias, que, lavadas después de usadas, creía yo que no me ensuciarían tanto. Me las cambiaba un día sí y otro no y las lavaba yo mismo. Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar me obligó el capitán a cubrirme con su capa, para impedir que la gente me rodease. Me llevó a su casa, y a formal requerimiento mío me instaló en la habitación trasera más alta. Le rogué encarecidamente que ocultase a todo el mundo lo que yo le había dicho de los houyhnhnms, pues la menor insinuación de tal historia no sólo atraería a verme gentes en gran número, sino que probablemente me pondría en riesgo de ser encarcelado o quemado por la Inquisición. El capitán me persuadió para que aceptase un traje nuevo, pero no quise consentir que el sastre me tomase medida; sin embargo, como don Pedro venía a ser de mi cuerpo, me sentó no mal el vestido hecho como para él. Me equipó de otras cosas necesarias, todas nuevas, que aireé veinticuatro horas antes de usarlas. El capitán no tenía esposa ni más que tres criados, a los cuales no se permitía servir la mesa; y su conducta exquisita, unida a un clarísimo entendimiento humano, me hicieron en verdad ir tolerando su compañía. Tanto llegó a influir en mí, que me aventuré a mirar por la ventana trasera. Poco a poco me llevó a otra habitación, desde donde me asomé a la calle; pero aparté la cabeza horrorizado. En una semana consiguió que bajase a la puerta. Noté que mi terror disminuía gradualmente, mas parecían aumentar mi odio y mi desprecio. Al fin tuve el valor de pasear por la calle en su compañía, pero tapándome bien las narices con ruda o a veces con tabaco. A los diez días, don Pedro, a quien yo había dado cuenta de mis asuntos domésticos, me presentó como caso de honor y de conciencia la obligación de volver a mi país natal y vivir con mi mujer y mis hijos. Me dijo que había en el puerto un barco inglés próximo a darse a la vela y que él me proporcionaría todo lo preciso. Sería cansado repetir sus argumentos y mis contradicciones. Me hizo observar que era de todo punto imposible encontrar islas solitarias como en la que yo quería vivir; en cambio, dueño en mi casa, podía pasar en ella mi vida tan retirado como me acomodase. Accedí al cabo, como lo mejor que podía hacer. Salí de Lisboa el 24 de noviembre en un barco mercante inglés, del que no pregunté quién fuese el patrón. Me acompañó don Pedro hasta el navío y me prestó veinte libras. Se despidió de mí cortésmente, y al partir me abrazó, lo que yo conllevé como pude. Durante el último viaje no tuve relación con el capitán ni con ninguno de sus hombres; fingiéndome enfermo, me mantuve encerrado en mi camarote. El 15 de diciembre de 1715 echamos el ancla en las Dunas, sobre las nueve de la mañana, y a las tres de la tarde llegué sano y salvo a mi casa de Rotherhithe. Mi mujer y demás familia me recibieron con gran sorpresa y contento, pues tenían por cierta mi muerte. Pero debo confesar con toda franqueza que a mí su vista sólo me llenó de odio, disgusto y desprecio, y más cuando pensaba en los estrechos vínculos que a ellos me unían. Porque aunque después de mi desgraciado destierro del país de los houyhnhnms me había obligado a tolerar la vista de los yahoos y a conversar con don Pedro de Méndez, mi memoria y mi imaginación estaban constantemente ocupadas por las virtudes y las ideas de aquellos gloriosos houyhnhnms; y cuando empecé a considerar que por cópula con un ser de la especie yahoo me había convertido en padre de otros, quedé hundido en la vergüenza, la confusión, y el horror más profundos. Tan pronto como entré en mi casa, mi mujer me abrazó y me besó, y como llevaba ya tantos años sin sufrir contacto con este aborrecible animal, me tomó un desmayo por más de una hora. Cuando escribo esto hace cinco años que regresé a Inglaterra. Durante el primero no pude soportar la presencia de mi mujer ni mis hijos; su olor solamente me era insoportable, y mucho menos podía sufrir que comiesen en la misma habitación que yo. En la hora presente no osan tocar mi pan ni beber en mi copa, ni he podido permitir que me coja uno de ellos de la mano. El primer dinero que desembolsé fue para comprar dos caballos jóvenes, que tengo en una buena cuadra, y, después de ellos, el mozo es mi favorito preferido, pues noto que el olor que le comunica la cuadra reanima mi espíritu. Mis caballos me entienden bastante bien; converso con ellos por lo menos cuatro horas al día. Sin conocer freno ni silla, viven en gran amistad conmigo y en intimidad mutua.
Capítulo XII
La veracidad del autor. -Su propósito al publicar esta obra. -Su censura a aquellos viajeros que se apartan de la verdad. -El autor se sincera de todo fin siniestro al escribir. -Objeción contestada. -El método de establecer colonias. -Elogio de su país natal. -Se justifica el derecho de la Corona sobre los países descritos por el autor. -La dificultad de conquistarlos. -El autor se despide por última vez de los lectores, expone su modo de vivir para lo futuro, da un buen consejo y termina.
Ya te he hecho, amable lector, fiel historia de mis viajes durante dieciséis años y más de siete meses, en la que no me he cuidado tanto del adorno como de la verdad. Hubiera podido tal vez asombrarte con extraños cuentos inverosímiles; pero he preferido relatar llanamente los hechos, en el modo y estilo más sencillos, porque mi designio principal era instruirte, no deleitarte. Es fácil para nosotros los que viajamos por apartados países, rara vez visitados por ingleses y otros europeos, inventar descripciones de animales maravillosos, así del mar como de la tierra, siendo así que el principal fin de un viajero ha de ser hacer a los hombres más sabios y mejores y perfeccionar su juicio con los ejemplos malos, y también buenos, de lo que relatan con referencia a extranjeros lugares. Desearía yo muy de veras una ley que prescribiese que todo viajero, antes de permitírsele publicar sus viajes, viniese obligado a prestar juramento ante el gran canciller de que todo lo que pretendía imprimir era absolutamente verdadero según su más leal saber y entender, pues así no seguiría engañándose al mundo, como hoy generalmente se hace por ciertos escritores, que, a fin de buscar aceptación para sus obras, extravían al incauto lector con las más groseras fábulas. En mis días de juventud he examinado con gran deleite muchos libros de viajes; pero habiendo ido después a las más partes del globo y podido contradecir muchas referencias mentirosas con mi propia observación, he concebido gran disgusto por este género de lectura y alguna indignación de ver cuán descaradamente se abusa de la credulidad humana. Así, pues que mis amistades quisieron suponer que mis menguados esfuerzos no resultarían inaceptables para mi país, me obligué, como máxima de que no debía apartarme nunca, a sujetarme puntualmente a la verdad, aunque tampoco podría caer por lo más remoto en la tentación de separarme de ella mientras perduren en mi ánimo las lecciones y los ejemplos de mi noble amo y los otros ilustres houyhnhnms, de quienes tanto tiempo había tenido el honor de ser humilde oyente. Nec el miserum Fortuna Sinonem Finxit; vanum etiam; inendacemque improba finget. Demasiado conozco cuán escasa reputación puede alcanzarse con escritos que no requieren talento ni estudio ni dote alguna que no sea una buena memoria o un exacto diario. También sé que quienes escriben de viajes, como quienes hacen diccionarios, se ven sepultados en el olvido por el peso y la masa de aquellos que vienen detrás y, por más nuevos, más perfectos en la mentira. Y es más que probable que los viajeros que en adelante visiten los países que yo en este trabajo doy a conocer, logren, rectificando mis errores, si alguno hubiera, y agregando muchos nuevos descubrimientos de cosecha propia, restarme toda estima, ocupar mi puesto y hacen que el mundo olvide si yo fui autor jamás. Esto sería, sin duda, cruel mortificación si yo escribiese en busca de fama; pero como mi aspiración sólo fue el bien general, no ha de servirme en ningún modo de desengaño. Pues, ¿quién podrá leer lo que yo refiero de las virtudes de los gloriosos houyhnhnms sin sentir vergüenza de sus vicios cuando se considere el animal dominante y razonador de su país? Nada diré de aquellas remotas naciones en que gobiernan yahoos, entre las cuales es la menos corrompida la de los brobdingnagianos, cuyas sabias máximas de moral y de gobierno serían nuestra felicidad si diésemos en observarlas. Pero dejo los comentarios, y al juicioso lector, que por cuenta propia haga observaciones y establezca analogías. Me produce no pequeña satisfacción pensar que no es posible que esta mi obra encuentre censores; pues ¿qué objeciones pueden hacerse en contra de un escritor que relata únicamente simples hechos acaecidos en países de tal modo distantes que no puede movernos respecto de ellos interés alguno, bien sea de comercio o de negociaciones políticas? He evitado cuidadosamente caer en todas aquellas faltas que de ordinario y con demasiada justicia se imputan a los que escriben de viajes. Además, no me ocupo para nada de partido ninguno, sino que escribo sin pasión, prejuicio ni malevolencia contra ningún hombre, cualquiera que sea. Escribo con el nobilísimo fin de informar e instruir al género humano, propósito para el que puedo, sin inmodestia, preciarme de cierta superioridad, basada en las enseñanzas recibidas durante el largo tiempo que conversé con los houyhnhnms más eminentes. Escribo sin mira alguna de provecho ni de nombradía, sin dar jamás curso a una palabra que pueda parecer repercusión de afectos personales o suponer la menor ofensa, aun para aquellos que más prontos estén a tomarla. Así, que espero tener justo derecho a calificarme de autor completamente irreprensible, contra el cual los ejércitos de la réplica, el examen, la observación, la interpretación, la averiguación y la anotación no encontrarán nunca motivo para ejercitar sus talentos. Confieso que se me ha indicado que el deber me obligaba, como súbdito de Inglaterra, a escribir un memorial a un secretario de Estado inmediatamente después de mi regreso, pues cualesquiera tierras que un súbdito descubre pertenecen a la Corona. Pero dudo que nuestras conquistas en los países de que trato fuesen tan fáciles como fueron las de Hernán Cortés sobre americanos desnudos. Creo que los liliputienses apenas valen el gasto de una flota y un ejército para reducirlos, y pregunto yo si sería prudente ni seguro atacar a los brobdingnagianos, y si un ejército inglés se encontraría muy tranquilo con la isla volante sobre sus cabezas. Los houyhnhnms no parecen tan bien preparados para la guerra, ciencia a que son extraños por completo, ni mucho menos para librarse de armas arrojadizas; no obstante, si yo fuese ministro de Estado, jamás aconsejaría la invasión de aquel territorio. La prudencia, la magnanimidad, el desconocimiento del miedo y el amor al país que reinan entre los habitantes compensarían con largueza todos los defectos en el arte militar. Imagínense veinte mil de ellos lanzándose en medio de un ejército europeo, desordenando sus filas, volcando sus carros, destrozando la cara a los guerreros con terribles sacudidas de sus patas traseras; sin duda que se harían dignos de la reputación de Augusto: Recalcitrat undique tutus. Pero, en vez de proyectos para conquistar aquella nación magnánima, preferiría yo que ellos pudieran y quisieran enviar suficiente número de sus habitantes para civilizar a Europa, instruyéndonos en los elementales principios del honor, la justicia, la verdad, la templanza, el espíritu público, la fortaleza, la castidad, la amistad, la benevolencia y la fidelidad. Virtudes todas éstas cuyos nombres se conservan aún entre nosotros en la mayoría de los idiomas, y se encuentran así en los autores modernos como los antiguos, según puedo aseverar fundado en mis escasas lecturas. Pero había otra razón que me detenía en el camino de aumentar los dominios de Su Majestad con mis descubrimientos. A decir verdad, había concebido algunos escrúpulos respecto de la justicia distributiva de los príncipes en tales ocasiones. Por ejemplo: una banda de piratas es arrastrada por la tempestad no saben adonde; por fin, un grumete descubre tierra desde el mastelero; desembarcan para robar y saquear; encuentran un pueblo sencillo, que los recibe con amabilidad; toman de él formal posesión en nombre de su rey; erigen en señal un tablón podrido o una piedra; asesinan a dos o tres docenas de indígenas; se llevan por la fuerza una pareja como muestra; regresan a su patria y alcanzan el perdón. Aquí comienza un nuevo dominio, adquirido con título de derecho divino. Se envían barcos en la primera oportunidad; se expulsa o se destruye a los naturales; se tortura a sus príncipes para obligarlos a declarar dónde tienen su oro; se concede plena autorización para todo acto de inhumanidad y lascivia, y la tierra despide vaho de la sangre de sus moradores. Y esta execrable cuadrilla de carniceros, empleada en esta piadosa expedición, es una colonia moderna, enviada para convertir y civilizar a un pueblo idólatra y bárbaro. Pero reconozco que esta descripción en ningún modo se refiere a la nación británica, que puede servir de ejemplo a todo el mundo por su sabiduría, cuidado y justicia en establecer colonias; sus liberales consignaciones para el progreso de la religión y la cultura; su elección de pastores devotos y capaces para propagar el cristianismo; su precaución de poblar las provincias con gentes de vida y conservación moderadas, enviadas de la madre patria; su riguroso celo en la administración de justicia, designando para el ministerio civil, en todas y cada parte de sus colonias, funcionarios de la mayor competencia, totalmente inaccesibles a la corrupción, y, por coronarlo todo, su tino para enviar a los más vigilantes y virtuosos gobernadores, que no tienen más aspiración que la felicidad de los pueblos que dirigen y el honor del rey su señor. Pero como los pueblos que yo he descrito no parecen tener el menor deseo de ser conquistados y esclavizados, asesinados ni expulsados por colonias ni abundan en oro, plata, azúcar ni tabaco, juzgué humildemente que no eran de ningún modo objeto apropiado para nuestro celo, nuestro valor y nuestro interés. No obstante, si aquellos a quienes más directamente importa encuentran de su gusto sustentar contraria opinión, estoy dispuesto a declarar, cuando se me requiera legalmente, que ningún europeo visitó aquellos países antes que yo. Es decir, si hemos de creer a los naturales. Pero, por lo que hace a la formalidad de tomar posesión en nombre de mi soberano, jamás se me pasó por las mientes; y aunque se me hubiera pasado, visto el giro que mis asuntos llevaban por entonces, quizá lo hubiera diferido, por prudencia e instinto de conservación, para mejor oportunidad. Contestada con esto la única objeción que como viajero pudiera ponérseme, me despido por fin en este punto de todos mis amados lectores y me vuelvo a absorberme en mis meditaciones y a mi pequeño jardín de Redriff; a poner por obra aquellas sabias lecciones de virtud que aprendí entre los houyhnhnms; a instruir a los yahoos de mi familia hasta donde llegue su condición de animal dócil; a mirar frecuentemente en un espejo mi propia imagen, para ver si así logro habituarme con el tiempo a soportar la presencia de una criatura humana; a lamentar la brutalidad de los houyhnhnms de mi tierra, aunque siempre tratando con respeto sus personas, en honor de mi noble amo, su familia, sus amigos y toda la raza houyhnhnm, a que éstos que viven entre nosotros tienen el honor de asemejarse en todas sus facciones, por más que sus entendimientos hayan degenerado. La semana pasada empecé a permitir a mi mujer que se sentase a comer conmigo, en el extremo más apartado de una larga mesa, y me contestara, aunque con la mayor brevedad, a unas cuantas preguntas que le hice. Sin embargo, como el olor de los yahoos sigue molestándome mucho, tengo siempre la nariz bien taponada con hojas de ruda, espliego o tabaco. Y aun cuando es difícil para un hombre perder en época avanzada de la vida añejas costumbres, no dejo de tener esperanzas de poder tolerar en algún tiempo la próxima compañía de un yahoo sin el recelo que aún me inspiran sus dientes y sus garras.Mi reconciliación con la especie yahoo en general no sería tan difícil si ellos se contentaran sólo con los vicios y las insensateces que la Naturaleza les ha otorgado. No me causa el más pequeño enojo la vista de un abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord, un tahur, un político, un médico, un delator, un cohechador, un procurador, un traidor y otros parecidos; todo ello está en el curso natural de las cosas. Pero cuando contemplo una masa informe de fealdades y enfermedades, así del cuerpo como del espíritu, forjada a golpes de orgullo, ello excede los límites de mi paciencia, y jamás comprenderé cómo tal animal y tal vicio pueden ajustarse. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que abundan en todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen en su idioma término para designar este vicio, como no lo tienen para expresar nada que signifique el mal, excepto aquellos con que califican las detestables cualidades de sus yahoos, y entre ellas no pueden distinguir ésta del orgullo por falta de completo conocimiento de la naturaleza humana, según se muestra en otros países en que este animal gobierna. Pero yo, con mi mayor experiencia pude claramente reconocer algunos rudimentos de ella en los yahoos silvestres. Los houyhnhnms, que viven bajo el gobierno de la razón, no se encuentran más orgullosos de las buenas cualidades que poseen que puedo estarlo yo de que no me falte un brazo o una pierna, lo que no puede constituir motivo de jactancia para ningún hombre en su juicio, aunque sería desdichado si le faltaran. Insisto particularmente sobre este punto, llevado del deseo de hacer por todos los medios posibles la sociedad del yahoo inglés no insoportable, y, de consiguiente, conjuro desde aquí a quienes tengan algún atisbo de este vicio absurdo para que no se atrevan a comparecer ante mi vista.
Jonathan Swift
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