El misterio de Boscombe Valley
stábamos una mañana sentados mi esposa y yo cuando la doncella trajo un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decí
a lo siguiente:
«
¿Tiene un par de dí
as libres? Me han telegrafiado desde el oeste de Inglaterra a propósito de la tragedia de Boscombe Valley. Me alegrarí
a que usted me acompañ
ase. Atmósfera y paisaje maravillosos. Salgo de Paddington en el tren de las 11.15».
- ¿Qué dices a esto, querido? -preguntó mi esposa, mirándome directamente-. ¿Vas a ir?
-No sé qué decir. En estos momentos tengo una lista de pacientes bastante larga.
- ¡Bah! Anstruther se encargará de ellos. Últimamente se te ve un poco pálido. El cambio te sentará bien, y siempre te han interesado mucho los casos del señ
or Sherlock Holmes.
-Serí
a un desagradecido si no me interesaran, en vista de lo que he ganado con uno solo de ellos - respondí
-. Pero si voy a ir, tendré que hacer el equipaje ahora mismo, porque sólo me queda media hora.
Mi experiencia en la campañ
a de Afganistán me habí
a convertido, por lo menos, en un viajero rápido y dispuesto. Mis necesidades eran pocas y sencillas, de modo que, en menos de la mitad del tiempo mencionado, ya estaba en un coche de alquiler con mi maleta, rodando en dirección a la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba andén arriba y andén abajo, y su alta y sombrí
a figura parecí
a aún más alta y sombrí
a a causa de su largo capote gris de viaje y su ajustada gorra de pañ
o.
-Ha sido usted verdaderamente amable al venir, Watson -dijo-. Para mí
es considerablemente mejor tener al lado a alguien de quien fiarme por completo. La ayuda que se encuentra en el lugar de los hechos, o no vale para nada o está influida. Coja usted los dos asientos del rincón y yo sacaré los billetes.
Tení
amos todo el compartimento para nosotros, si no contamos un inmenso montón de papeles que Holmes habí
a traí
do consigo. Estuvo hojeándolos y leyéndolos, con intervalos dedicados a tomar notas y a meditar, hasta que dejamos atrás Reading. Entonces hizo de pronto con todos ellos una bola gigantesca y la tiró a la rejilla de los equipajes.
- ¿Ha leí
do algo acerca del caso? -preguntó.
-Ni una palabra. No he leí
do un periódico en varios dí
as. -La prensa de Londres no ha publicado relatos muy completos. Acabo de repasar todos los periódicos recientes a fin de hacerme con los detalles. Por lo que he visto, parece tratarse de uno de esos casos sencillos que resultan extraordinariamente difí
ciles.
-Eso suena un poco a paradoja.
-Pero es una gran verdad. Lo que se sale de lo corriente constituye, casi invariablemente, una pista. Cuanto más anodino y vulgar es un crimen, más difí
cil resulta resolverlo. Sin embargo, en este caso parece haber pruebas de peso contra el hijo del asesinado.
-Entonces, ¿se trata de un asesinato?
-Bueno, eso se supone. Yo no aceptaré nada como seguro hasta que haya tenido ocasión de echar un vistazo en persona. Voy a explicarle en pocas palabras la situación, tal y como yo la he entendido.
»Boscombe Valley es un distrito rural de Herefordshire, situado no muy lejos de Ross. El mayor terrateniente de la zona es un tal John Turner, que hizo fortuna en Australia y regresó a su paí
s natal hace algunos añ
os. Una de las granjas de su propiedad, la de Hatherley, la tení
a arrendada al señ
or Charles McCarthy, otro ex australiano. Los dos se habí
an conocido en las colonias, por lo que no tiene nada de raro que cuando vinieron a establecerse aquí
procuraran estar lo más cerca posible uno del otro. Según parece, Turner era el más rico de los dos, así
que McCarthy se convirtió en arrendatario suyo, pero al parecer seguí
an tratándose en términos de absoluta igualdad y se los veí
a mucho juntos. McCarthy tení
a un hijo, un muchacho de dieciocho añ
os, y Turner tení
a una hija única de la misma edad, pero a ninguno de los dos les viví
a la esposa. Parece que evitaban el trato con las familias inglesas de los alrededores y que llevaban una vida retirada, aunque los dos McCarthy eran aficionados al deporte y se los veí
a con frecuencia en las carreras de la zona. McCarthy tení
a dos sirvientes: un hombre y una muchacha. Turner disponí
a de una servidumbre considerable, por lo menos media docena. Esto es todo lo que he podido averiguar sobre las familias. Pasemos ahora a los hechos.
»E13 de junio -es decir, el lunes pasado-, McCarthy salió de su casa de Hatherley a eso de la tres de la tarde, y fue caminando hasta el estanque de Boscombe, una especie de laguito formado por un ensanchamiento del arroyo que corre por el valle de Boscombe. Por la mañ
ana habí
a estado con su criado en Ross y le habí
a dicho que tení
a que darse prisa porque a las tres tení
a una cita importante. Una cita de la que no regresó vivo.
»Desde la casa de Hatherley hasta el estanque de Boscombe hay como un cuarto de milla, y dos personas le vieron pasar por ese terreno. Una fue una anciana, cuyo nombre no se menciona, y la otra fue William Crowder, un guarda de caza que está al servicio del señ
or Turner. Los dos testigos aseguran que el señ
or McCarthy iba caminando solo. El guarda añ
ade que a los pocos minutos de haber visto pasar al señ
or McCarthyvio pasar a su hijo en la misma dirección, con una escopeta bajo el brazo. En su opinión, el padre todaví
a estaba al alcance de la vista y el hijo iba siguiéndolo. No volvió a pensar en el asunto hasta que por la tarde se enteró de la tragedia que habí
a ocurrido.
»Hubo alguien más que vio a los dos McCarthy después de que William Crowder, el guarda, los perdiera de vista. El estanque de Boscombe está rodeado de espesos bosques, con sólo un pequeñ
o reborde de hierba y juncos alrededor. Una muchacha de catorce añ
os, Patience Moran, hija del guardés del pabellón de Boscombe Valley, se encontraba en uno de los bosques cogiendo flores. Ha declarado que, mientras estaba allí
, vio en el borde del bosque y cerca del estanque al señ
or McCarthy y su hijo, que parecí
an estar discutiendo acaloradamente. Oyó al mayor de los McCarthy dirigirle a su hijo palabras muy fuertes, y vio a éste levantar la mano como para pegar a su padre. La violencia de la escena la asustó tanto que echó a correr, y cuando llegó a su casa le contó a su madre que habí
a visto a los dos McCarthy discutiendo junto al estanque de Boscombe y que tení
a miedo de que fueran a pelearse. Apenas habí
a terminado de hablar cuando el joven McCarthy llegó corriendo al pabellón, diciendo que habí
a encontrado a su padre muerto en el bosque y pidiendo ayuda al guardés. Vení
a muy excitado, sin escopeta ni sombrero, y vieron que traí
a la mano y la manga derechas manchadas de sangre fresca. Fueron con él y encontraron el cadáver del padre, tendido sobre la hierba junto al estanque. Le habí
an aplastado la cabeza a golpes con algún arma pesada y roma. Eran heridas que podrí
an perfectamente haberse infligido con la culata de la escopeta del hijo, que se encontró tirada en la hierba a pocos pasos del cuerpo. Dadas las circunstancias, el joven fue detenido inmediatamente, el martes la investigación dio como resultado un veredicto de «
homicidio intencionado», y el miércoles compareció ante los magistrados de Ross, que han remitido el caso a la próxima sesión del tribunal. éstos son los hechos principales del caso, según se desprende de la investigación judicial y el informe policial.
-El caso no podrí
a presentarse peor para el joven -comenté-. Pocas veces se han dado tantas pruebas circunstanciales que acusasen con tanta insistencia al criminal.
-Las pruebas circunstanciales son muy engañ
osas -respondió Holmes, pensativo-. Puede parecer que indican claramente una cosa, pero si cambias un poquito tu punto de vista, puedes encontrarte con que indican, con igual claridad, algo completamente diferente. Sin embargo, hay que confesar que el caso se presenta muy mal para el joven, y es muy posible que verdaderamente sea culpable. Sin embargo, existen varias personas en la zona, y entre ellas la señ
orita Turner, la hija del terrateniente, que creen en su inocencia y que han contratado a Lestrade, al que usted recordará de cuando intervino en el Estudio en escarlata, para que investigue el caso en beneficio suyo. Lestrade se encuentra perdido y me ha pasado el caso a mí
, y ésta es la razón de que dos caballeros de edad mediana vuelen en este momento hacia el oeste, a cincuenta millas por hora, en lugar de digerir tranquilamente su desayuno en casa.
-Me temo -dije- que los hechos son tan evidentes que este caso le reportará muy poco mérito.
-No hay nada tan engañ
oso como un hecho evidente -respondió riendo-. Además, bien podemos tropezar con algún otro hecho evidente que no le resultara tan evidente al señ
or Lestrade. Me conoce usted lo suficientemente bien como para saber que no fanfarroneo al decir que soy capaz de confirmar o echar por tierra su teorí
a valiéndome de medios que él es totalmente incapaz de emplear e incluso de comprender. Por usar el ejemplo más a mano, puedo advertir con toda claridad que la ventana de su cuarto está situada a la derecha, y dudo mucho que el señ
or Lestrade se hubiera fijado en un detalle tan evidente como ése.
- ¿Cómo demonios...?
-Mi querido amigo, le conozco bien. Conozco la pulcritud militar que le caracteriza. Se afeita usted todas las mañ
anas, y en esta época del añ
o se afeita a la luz del sol, pero como su afeitado va siendo cada vez menos perfecto a medida que avanzamos hacia la izquierda, hasta hacerse positivamente chapucero a la altura del ángulo de la mandí
bula, no puede caber duda de que ese lado está peor iluminado que el otro. No puedo concebir que un hombre como usted se diera por satisfecho con ese resultado si pudiera verse ambos lados con la misma luz. Esto lo digo sólo a manera de ejemplo trivial de observación y deducción. En eso consiste mi oficio, y es bastante posible que pueda resultar de alguna utilidad en el caso que nos ocupa. Hay uno o dos detalles menores que salieron a relucir en la investigación y que vale la pena considerar. - ¿Cómo qué?
-Parece que la detención no se produjo en el acto, sino después de que el joven regresara a la granja Hatherley. Cuando el inspector de policí
a le comunicó que estaba detenido, repuso que no le sorprendí
a y que no se merecí
a otra cosa. Este comentario contribuyó a disipar todo rastro de duda que pudiera quedar en las mentes del jurado encargado de la instrucción.
-Como que es una confesión -exclamé.
-Nada de eso, porque a continuación se declaró inocente.
-Viniendo después de una serie de hechos tan condenatoria fue, por lo menos, un comentario de lo más sospechoso.
-Por el contrario -dijo Holmes-. Por el momento ésa es la rendija más luminosa que puedo ver entre los nubarrones. Por muy inocente que sea, no puede ser tan rematadamente imbécil que no se dé cuenta de que las circunstancias son fatales para él. Si se hubiera mostrado sorprendido de su detención o hubiera fingido indignarse, me habrí
a parecido sumamente sospechoso, porque tal sorpresa o indignación no habrí
an sido naturales, dadas las circunstancias, aunque a un hombre calculador podrí
an parecerle la mejor táctica a seguir. Su franca aceptación de la situación le señ
ala o bien como a un inocente, o bien como a un hombre con mucha firmeza y dominio de sí
mismo. En cuanto a su comentario de que se lo merecí
a, no resulta tan extrañ
o si se piensa que estaba junto al cadáver de su padre y que no cabe duda de que aquel mismo dí
a habí
a olvidado su respeto filial hasta el punto de reñ
ir con él e incluso, según la muchacha cuyo testimonio es tan importante, de levantarle la mano como para pegarle. El remordimiento y el arrepentimiento que se reflejan en sus palabras me parecen señ
ales de una mentalidad sana y no de una mente culpable.
-A muchos los han ahorcado con pruebas bastante menos sólidas -comenté, meneando la cabeza.
-Así
es. Y a muchos los han ahorcado injustamente.
- ¿Cuál es la versión de los hechos según el propio joven?
-Me temo que no muy alentadora para sus partidarios, aunque tiene un par de detalles interesantes. Aquí
la tiene, puede leerla usted mismo.
Sacó de entre el montón de papeles un ejemplar del periódico de Herefordshire, encontró la página y me señ
aló el párrafo en el que el desdichado joven daba su propia versión de lo ocurrido. Me instalé en un rincón del compartimento y lo leí
con mucha atención. Decía así:
«
Compareció a continuación el señ
or James McCarthy, hijo único del fallecido, que declaró lo siguiente: “Habí
a estado fuera de casa tres dí
as, que pasé en Bristol, y acababa de regresar la mañ
ana del pasado lunes, dí
a 3. Cuando llegué, mi padre no estaba en casa y la doncella me dijo que habí
a ido a Ross con John Cobb, el caballerizo. Poco después de llegar, oí
en el patio las ruedas de su coche; miré por la ventana y le vi bajarse y salir a toda prisa del patio, aunque no me fijé en qué dirección se fue. Cogí
entonces mi escopeta y eché a andar en dirección al estanque de Boscombe, con la intención de visitar las conejeras que hay al otro lado. Por el camino vi a William Crowder, el guarda, tal como él ha declarado; pero se equivocó al pensar que yo iba siguiendo a mi padre. No tení
a ni idea de que él iba delante de mí
. A unas cien yardas del estanque oí
el grito de ¡cui!, que mi padre y yo utilizábamos normalmente como señ
al. Al oí
rlo, eché a correr y lo encontré de pie junto al estanque. Pareció muy sorprendido de verme y me preguntó con bastante mal humor qué estaba haciendo allí
. Nos enzarzamos en una discusión que degeneró en voces, y casi en golpes, pues mi padre era un hombre de temperamento muy violento. En vista de que su irritación se hací
a incontrolable, lo dejé, y emprendí
el camino de regreso a Hatherley. Pero no me habí
a alejado ni ciento cincuenta yardas cuando oí
a mis espaldas un grito espantoso, que me hizo volver corriendo. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con terribles heridas en la cabeza. Dejé caer mi escopeta y lo tomé en mis brazos, pero expiró casi en el acto. Permanecí
unos minutos arrodillado a su lado y luego fui a pedir ayuda a la casa del guardés del señ
or Turner, que era la más cercana. Cuando volví
junto a mi padre no vi a nadie cerca, y no tengo ni idea de cómo se causaron sus heridas. No era una persona muy apreciada, a causa de su carácter frí
o y reservado; pero, por lo que yo sé, tampoco tení
a enemigos declarados. No sé nada más del asunto:”
»El juez instructor: ¿Le dijo su padre algo antes de morir? »El testigo: Murmuró algunas palabras, pero lo único que entendí
fue algo sobre una rata. »El juez: ¿Cómo interpretó usted aquello?
»El testigo: No significaba nada para mí
. Creí
que estaba delirando.
»El juez: ¿Cuál fue el motivo de que usted y su padre sostuvieran aquella última discusión?
»El testigo: Preferirí
a no responder.
»El juez: Me temo que debo insistir.
»El testigo: De verdad que me resulta imposible decí
rselo. Puedo asegurarle que no tení
a nada que ver con la terrible tragedia que ocurrió a continuación.
»El juez: El tribunal es quien debe decidir eso. No es necesario advertirle que su negativa a responder puede perjudicar considerablemente su situación en cualquier futuro proceso a que pueda haber lugar.
»El testigo: Aun así
, tengo que negarme.
»El juez: Según tengo entendido, el grito de culi era una señ
al habitual entre usted y su padre.
»El testigo: Así
es.
»El juez: En tal caso, ¿cómo es que dio el grito antes de verle a usted, cuando ni siquiera sabí
a que habí
a regresado usted de Bristol?
»El testigo (bastante desconcertado): No lo sé.
»Un jurado: ¿Novio usted nada que despertara sus sospechas cuando regresó al oí
r gritar a su padre y lo encontró herido de muerte?
»El testigo: Nada concreto.
»El juez: ¿Qué quiere decir con eso?
»El testigo: Al salir corriendo al claro iba tan trastornado y excitado que no podí
a pensar más que en mi padre. Sin embargo, tengo la vaga impresión de que al correr vi algo tirado en el suelo a mi izquierda. Me pareció que era algo de color gris, una especie de capote o tal vez una manta escocesa. Cuando me levanté al dejar a mi padre miré a mi alrededor para fijarme, pero ya no estaba.
»- ¿Quiere decir que desapareció antes de que usted fuera a buscar ayuda?
»-Eso es, desapareció.
»- ¿No puede precisar lo que era?
»-No, sólo me dio la sensación de que habí
a algo allí
.
»- ¿A qué distancia del cuerpo?
»-A unas doce yardas.
»- ¿Y a qué distancia del lindero del bosque?
»-Más o menos a la misma.
»-Entonces, si alguien se lo llevó, fue mientras usted se encontraba a unas doce yardas de distancia.
»-Sí
, pero vuelto de espaldas.
»Con esto concluyó el interrogatorio del testigo.»
2
-Por lo que veo -dije echando un vistazo al resto de la columna-, el juez instructor se ha mostrado bastante duro con el joven McCarthy en sus conclusiones. Llama la atención, y con toda la razón, sobre la discrepancia de que el padre lanzara la llamada antes de verlo, hacia su negativa a dar detalles de la conversación con el padre y sobre su extrañ
o relato de las últimas palabras del moribundo. Tal como él dice, todo eso apunta contra el hijo.
Holmes se rió suavemente para sus adentros y se estiró sobre el mullido asiento.
-Tanto usted como el juez instructor se han esforzado a fondo -dijo- en destacar precisamente los aspectos más favorables para el muchacho. ¿No se da usted cuenta de que tan pronto le atribuyen demasiada imaginación como demasiado poca? Demasiado poca, si no es capaz de inventarse un motivo para la disputa que le haga ganarse las simpatí
as del jurado; demasiada, si es capaz de sacarse de la mollera una cosa tan outré como la alusión del moribundo a una rata y el incidente de la prenda desaparecida. No señ
or, yo enfocaré este caso partiendo de que el joven ha dicho la verdad, y veremos adónde nos lleva esta hipótesis. Y ahora, aquí
tengo mi Petrarca de bolsillo, y no pienso decir ni una palabra más sobre el caso hasta que lleguemos al lugar de los hechos.
Comeremos en Swindon, y creo que llegaremos dentro de veinte minutos.
Eran casi las cuatro cuando nos encontramos por fin en el bonito pueblecito campesino de Ross, tras haber atravesado el hermoso valle del Stroud y cruzado el ancho y reluciente Severn. Un hombre delgado, con cara de hurón y mirada furtiva y astuta, nos esperaba en el andén. A pesar del guardapolvo marrón claro y de las polainas de cuero que llevaba como concesión al ambiente campesino, no tuve dificultad en reconocer a Lestrade, de Scodand Yard. Fuimos con él en coche hasta «
El Escudo de Hereford», donde ya se nos habí
a reservado una habitación.
-He pedido un coche -dijo Lestrade, mientras nos sentábamos a tomar una taza de té-.Conozco su carácter enérgico y sé que no estará a gusto hasta que haya visitado la escena del crimen.
-Es usted muy amable y halagador -respondió Holmes-. Pero todo depende de la presión barométrica.
Lestrade pareció sorprendido.
-No comprendo muy bien-dijo.
- ¿Qué marca el barómetro? Veintinueve, por lo que veo. No hay viento, ni se ve una nube en el cielo. Tengo aquí
una caja de cigarrillos que piden ser fumados, y el sofá es muy superior a las habituales abominaciones que suelen encontrarse en los hoteles rurales. No creo probable que utilice el coche esta noche.
Lestrade dejó escapar una risa indulgente.
-Sin duda, ya ha sacado usted conclusiones de los periódicos -dijo-. El caso es tan vulgar como un palo de escoba, y cuanto más profundiza uno en él, más vulgar se vuelve. Pero, por supuesto, no se le puede decir que no a una dama, sobre todo a una tan voluntariosa. Habí
a oí
do hablar de usted e insistió en conocer su opinión, a pesar de que yo le repetí
un montón de veces que usted no podrí
a hacer nada que yo no hubiera hecho ya. Pero, ¡caramba! ¡Ahí
está su coche en la puerta!
Apenas habí
a terminado de hablar cuando irrumpió en la habitación una de las jóvenes más encantadoras que he visto en mi vida. Brillantes ojos color violeta, labios entreabiertos, un toque de rubor en sus mejillas, habiendo perdido toda noción de su recato natural ante el í
mpetu arrollador de su agitación y preocupación. - ¡Oh, señ
or Sherlock Holmes! -Exclamó, pasando la mirada de uno a otro, hasta que, con rápida intuición femenina, la fijó en mi compañ
ero-. Estoy muy contenta de que haya venido. He venido a decí
rselo. Sé que James no lo hizo. Lo sé, y quiero que usted empiece a trabajar sabiéndolo también. No deje que le asalten dudas al respecto. Nos conocemos el uno al otro desde que éramos niñ
os, y conozco sus defectos mejor que nadie; pero tiene el corazón demasiado blando como para hacer dañ
o ni a una mosca. La acusación es absurda para cualquiera que lo conozca de verdad.
-Espero que podamos demostrar su inocencia, señ
orita Turner -dijo Sherlock Holmes-. Puede usted confiar en que haré todo lo que pueda.
-Pero usted ha leí
do las declaraciones. ¿Ha sacado alguna conclusión? ¿No ve alguna salida, algún punto débil? ¿No cree usted que es inocente?
-Creo que es muy probable.
- ¡Ya lo ve usted! -Exclamó ella, echando atrás la cabeza y mirando desafiante a Lestrade-. ¡Ya lo oye! ¡él me da esperanzas!
Lestrade se encogió de hombros.
-Me temo que mi colega se ha precipitado un poco al sacar conclusiones -dijo.
- ¡Pero tiene razón! ¡Sé que tiene razón! James no lo hizo. Y en cuanto a esa disputa con su padre, estoy segura de que la razón de que no quisiera hablar de ella al juez fue que discutieron acerca de mí
.
- ¿Y por qué motivo?
-No es momento de ocultar nada. James y su padre tení
an muchas desavenencias por mi causa. El señ
or McCarthy estaba muy interesado en que nos casáramos. James y yo siempre nos hemos querido como hermanos, pero, claro, él es muy joven y aún ha visto muy poco de la vida, y... y... bueno, naturalmente, todaví
a no estaba preparado para meterse en algo así
. De ahí
que tuvieran discusiones, y ésta, estoy segura, fue una más.
- ¿Y el padre de usted? -Preguntó Holmes-. ¿También era partidario de ese enlace?
-No, él también se oponí
a. El único que estaba a favor era McCarthy.
Un súbito rubor cubrió sus lozanas y juveniles facciones cuando Holmes le dirigió una de sus penetrantes miradas inquisitivas.
-Gracias por esta información -dijo-. ¿Podrí
a ver a su padre si le visito mañ
ana? -Me temo que el médico no lo va a permitir.
- ¿El médico?
-Sí
, ¿no lo sabí
a usted? El pobre papá no andaba bien de salud desde hace añ
os, pero esto le ha acabado de hundir. Tiene que guardar cama, y el doctor Willows dice que está hecho polvo y que tiene el sistema nervioso destrozado. El señ
or McCarthy era el único que habí
a conocido a papá en los viejos tiempos de Victoria.
- ¡Ajá! ¡Así
que en Victoria! Eso es importante.
-Sí
, en las minas.
-Exacto; en las minas de oro, donde, según tengo entendido, hizo su fortuna el señ
or Turner.
-Eso es.
-Gracias, señ
orita Turner. Ha sido usted una ayuda muy útil.
-Si mañ
ana hay alguna novedad, no deje de comunicármela. Sin duda, irá usted a la cárcel a ver a James. Oh, señ
or Holmes, si lo hace dí
gale que yo sé que es inocente.
-Así
lo haré, señ
orita Turner.
-Ahora tengo que irme porque papá está muy mal y me echa de menos si lo dejo solo. Adiós, y que el Señ
or le ayude en su empresa.
Salió de la habitación tan impulsivamente como habí
a entrado y oí
mos las ruedas de su carruaje traqueteando calle abajo.
-Estoy avergonzado de usted, Holmes -dijo Lestrade con gran dignidad, tras unos momentos de silencio-. ¿Por qué despierta esperanzas que luego tendrá que defraudar? No soy precisamente un sentimental, pero a eso lo llamo crueldad.
-Creo que encontraré la manera de demostrar la inocencia de James McCarthy -dijo Holmes-. ¿Tiene usted autorización para visitarlo en la cárcel?
-Sí
, pero sólo para usted y para mí
.
-En tal caso, reconsideraré mi decisión de no salir. ¿Tendremos todaví
a tiempo para tomar un tren a Hereford y verlo esta noche?
-De sobra.
-Entonces, en marcha. Watson, me temo que se va a aburrir, pero sólo estaré ausente un par de horas.
Los acompañ
é andando hasta la estación, y luego vagabundeé por las calles del pueblecito, acabando por regresar al hotel, donde me tumbé en el sofá y procuré interesarme en una novela policiaca. Pero la trama de la historia era tan endeble en comparación con el profundo misterio en el que estábamos sumidos, que mi atención se desviaba constantemente de la ficción a los hechos, y acabé por tirarla al otro extremo de la habitación y entregarme por completo a recapacitar sobre los acontecimientos del dí
a. Suponiendo que la historia del desdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué calamidad absolutamente imprevista y extraordinaria podí
a haber ocurrido entre el momento en que se separó de su padre y el instante en que, atraí
do por sus gritos, volvió corriendo al claro? Habí
a sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrí
an mis instintos médicos deducir algo de la í
ndole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí
que me trajeran el periódico semanal del condado, que contení
a una crónica textual de la investigación. En la declaración del forense se afirmaba que el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital habí
an sido fracturados por un fuerte golpe asestado con un objeto romo. Señ
alé el lugar en mi propia cabeza. Evidentemente, aquel golpe tení
a que haberse asestado por detrás. Hasta cierto punto, aquello favorecí
a al acusado, ya que cuando se le vio discutiendo con su padre ambos estaban frente a frente. Aun así
, no significaba gran cosa, ya que el padre podí
a haberse vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. De todas maneras, quizá valiera la pena llamar la atención de Holmes sobre el detalle. Luego tení
amos la curiosa alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podí
a significar aquello? No podí
a tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido un golpe mortal no suele delirar. No, lo más probable era que estuviera intentando explicar lo que le habí
a ocurrido. Pero ¿qué podí
a querer decir? Me devané los sesos en busca de una posible explicación. Y luego estaba también el asunto de la prenda gris que habí
a visto el joven McCarthy. De ser cierto aquello, el asesino debí
a haber perdido al huir alguna prenda de vestir, probablemente su gabán, y habí
a tenido la sangre frí
a de volver a recuperarla en el mismo instante en que el hijo se arrodillaba, vuelto de espaldas, a menos de doce pasos. ¡Qué marañ
a de misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me extrañ
aba la opinión de Lestrade, a pesar de lo cual tení
a tanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes que no perdí
a las esperanzas, en vista de que todos los nuevos datos parecí
an reforzar su convencimiento de la inocencia del joven McCarthy.
Era ya tarde cuando regresó Sherlock Holmes. Vení
a solo, ya que Lestrade se alojaba en el pueblo.
-El barómetro continúa muy alto -comentó mientras se sentaba-. Es importante que no llueva hasta que hayamos podido examinar el lugar de los hechos. Por otra parte, para un trabajito como ése uno tiene que estar en plena forma y bien despierto, y no quiero hacerlo estando fatigado por un largo viaje. He visto al joven McCarthy.
- ¿Y qué ha sacado de él?
-Nada.
- ¿No pudo arrojar ninguna luz?
-Absolutamente ninguna. En algún momento me sentí
inclinado a pensar que él sabí
a quién lo habí
a hecho y estaba encubriéndolo o encubriéndola, pero ahora estoy convencido de que está tan a oscuras como todos los demás. No es un muchacho demasiado perspicaz, aunque sí
bien parecido y yo dirí
a que de corazón noble.
-No puedo admirar sus gustos -comenté-, si es verdad eso de que se negaba a casarse con una joven tan encantadora como esta señ
orita Turner.
-Ah, en eso hay una historia bastante triste. El tipo la quiere con locura, con desesperación, pero hace unos añ
os, cuando no era más que un mozalbete, y antes de conocerla bien a ella, porque la chica habí
a pasado cinco añ
os en un internado, ¿no va el muy idiota y se deja atrapar por una camarera de Bristol, y se casa con ella en el juzgado? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede usted imaginar lo enloquecedor que tení
a que ser para él que le recriminaran por no hacer algo que darí
a los ojos por poder hacer, pero que sabe que es absolutamente imposible. Fue uno de esos arrebatos de locura lo que le hizo levantar las manos cuando su padre, en su última conversación, le seguí
a insistiendo en que le propusiera matrimonio a la señ
orita Turner. Por otra parte, carece de medios económicos propios y su padre, que era en todos los aspectos un hombre muy duro, le habrí
a repudiado por completo si se hubiera enterado de la verdad. Con esta esposa camarera es con la que pasó los últimos tres dí
as en Bristol, sin que su padre supiera dónde estaba. Acuérdese de este detalle. Es importante. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, ya que la camarera, al enterarse por los periódicos de que el chico se ha metido en un grave aprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con él y le ha escrito comunicándole que ya tiene un marido en los astilleros Bermudas, de modo que no existe un verdadero ví
nculo entre ellos. Creo que esta noticia ha bastado para consolar al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido.
3
-Pero si él es inocente, entonces, ¿quién lo hizo?
-Eso: ¿Quién? Quiero llamar su atención muy concretamente hacia dos detalles. El primero, que el hombre asesinado tení
a una cita con alguien en el estanque, y que este alguien no podí
a ser su hijo, porque el hijo estaba fuera y él no sabí
a cuándo iba a regresar. El segundo, que a la ví
ctima se le oyó gritar culi, aunque aún no sabí
a que su hijo habí
a regresado. éstos son los puntos cruciales de los que depende el caso. Y ahora, si no le importa, hablemos de George Meredith, y dejemos los detalles secundarios para mañ
ana.
Tal como Holmes habí
a previsto, no llovió, y el dí
a amaneció despejado y sin nubes. A las nueve en punto, Lestrade pasó a recogernos con el coche y nos dirigimos a la granja Hatherley y al estanque de Boscombe.
-Hay malas noticias esta mañ
ana -comentó Lestrade-. Dicen que el señ
or Turner, el propietario, está tan enfermo que no hay esperanzas de que viva.
-Supongo que será ya bastante mayor -dijo Holmes.
-Unos sesenta añ
os; pero la vida en las colonias le destrozó el organismo, y llevaba bastante tiempo muy flojo de salud. Este suceso le ha afectado de muy mala manera. Era viejo amigo de McCarthy, y podrí
amos añ
adir que su gran benefactor, pues me he enterado de que no le cobraba renta por la granja Hatherley.
- ¿De veras? Esto es interesante -dijo Holmes.
-Pues, sí
. Y le ha ayudado de otras cien maneras. Por aquí
todo el mundo habla de lo bien que se portaba con él.
- ¡Vaya! ¿Y no le parece a usted un poco curioso que este McCarthy, que parece no poseer casi nada y deber tantos favores a Turner, hable, a pesar de todo, de casar a su hijo con la hija de Turner, presumible heredera de su fortuna, y, además, lo diga con tanta seguridad como si bastara con proponerlo para que todo lo demás viniera por sí
solo? Y aún resulta más extrañ
o sabiendo, como sabemos, que el propio Turner se oponí
a a la idea. Nos lo dijo la hija. ¿No deduce usted nada de eso?
-Ya llegamos a las deducciones y las inferencias -dijo Lestrade, guiñ
ándome un ojo-. Holmes, ya me resulta bastante difí
cil bregar con los hechos, sin tener que volar persiguiendo teorí
as y fantasí
as.
-Tiene usted razón -dijo Holmes con fingida humildad-. Le resulta a usted muy difí
cil bregar con los hechos.
-Pues al menos he captado un hecho que a usted parece costarle mucho aprehender -replicó Lestrade, algo acalorado.
- ¿Y cuál es?
-Que el señ
or McCarthy, padre, halló la muerte a manos del señ
or McCarthy, hijo, y que todas las teorí
as en contra no son más que puras pamplinas, cosa de lunáticos.
-Bueno, a la luz de la luna se ve más que en la niebla -dijo Holmes, echándose a reí
r-. Pero, o mucho me equivoco o eso de la izquierda es la granja Hatherley.
-En efecto.
Era una construcción amplia, de aspecto confortable, de dos plantas, con tejado de pizarra y grandes manchas amarillas de liquen en sus muros grises. Sin embargo, las persianas bajadas y las chimeneas sin humo le daban un aspecto desolado, como si aún se sintiera en el edificio el peso de la tragedia. Llamamos a la puerta y la doncella, a petición de Holmes, nos enseñ
ó las botas que su señ
or llevaba en el momento de su muerte, y también un par de botas del hijo, aunque no las que llevaba puestas entonces. Después de haberlas medido cuidadosamente por siete u ocho puntos diferentes, Holmes pidió que le condujeran al patio, desde donde todos seguimos el tortuoso sendero que llevaba al estanque de Boscombe.
Cuando seguí
a un rastro como aquél, Sherlock Holmes se transformaba. Los que sólo conocí
an al tranquilo pensador y lógico de Baker Street habrí
an tenido dificultades para reconocerlo. Su rostro se acaloraba y se ensombrecí
a. Sus cejas se convertí
an en dos lí
neas negras y marcadas, bajo las cuales relucí
an sus ojos con brillo de acero. Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo, los hombros encorvados, los labios apretados y las venas de su cuello largo y fibroso sobresalí
an como cuerdas de látigo. Los orificios de la nariz parecí
an dilatarse con un ansia de caza puramente animal, y su mente estaba tan concentrada en lo que tení
a delante que toda pregunta o comentario caí
a en oí
dos sordos o, como máximo, provocaba un rápido e impaciente gruñ
ido de respuesta. Fue avanzando rápida y silenciosamente a lo largo del camino que atravesaba los prados y luego conducí
a a través del bosque hasta el estanque de Boscombe. El terreno era húmedo y pantanoso, lo mismo que en todo el distrito, y se veí
an huellas de muchos pies, tanto en el sendero como sobre la hierba corta que lo bordeaba por ambos lados. A veces, Holmes apretaba el paso; otras veces, se paraba en seco; y en una ocasión dio un pequeñ
o rodeo, metiéndose por el prado. Lestrade y yo caminábamos detrás de él: el policí
a, con aire indiferente y despectivo, mientras que yo observaba a mi amigo con un interés que nací
a de la convicción de que todas y cada una de sus acciones tení
an una finalidad concreta.
El estanque de Boscombe, que es una pequeñ
a extensión de agua de unas cincuenta yardas de diámetro, bordeada de juncos, está situado en el lí
mite entre los terrenos de la granja Hatherley y el parque privado del opulento señ
or Turner. Por encima del bosque que se extendí
a al otro lado podí
amos ver los rojos y enhiestos pináculos que señ
alaban el emplazamiento de la residencia del rico terrateniente. En el lado del estanque correspondiente a Hatherley el bosque era muy espeso, y habí
a un estrecho cinturón de hierba saturada de agua, de unos veinte pasos de anchura, entre el lindero del bosque y los juncos de la orilla. Lestrade nos indicó el sitio exacto donde se habí
a encontrado el cadáver, y la verdad es que el suelo estaba tan húmedo que se podí
an apreciar con claridad las huellas dejadas por el cuerpo caí
do. A juzgar por su rostro ansioso y sus ojos inquisitivos, Holmes leí
a otras muchas cosas en la hierba pisoteada. Corrió de un lado a otro, como un perro de caza que sigue una pista, y luego se dirigió a nuestro acompañ
ante.
- ¿Para qué se metió usted en el estanque? -preguntó. -Estuve de pesca con un rastrillo. Pensé que tal vez podí
a encontrar un arma o algún otro indicio. Pero ¿cómo demonios...?
-Tch, tch. No tengo tiempo. Ese pie izquierdo suyo, torcido hacia dentro, aparece por todas partes. Hasta un topo podrí
a seguir sus pasos, y aquí
se meten entre los juncos. ¡Ay, qué sencillo habrí
a sido todo si yo hubiera estado aquí
antes de que llegaran todos, como una manada de búfalos, chapoteando por todas partes! Por aquí
llegó el grupito del guardés, borrando todas las huellas en más de dos metros alrededor del cadáver. Pero aquí
hay tres pistas distintas de los mismos pies -sacó una lupa y se tendió sobre el impermeable para ver mejor, sin dejar de hablar, más para sí
mismo que para nosotros-. Son los pies del joven McCarthy. Dos veces andando y una corriendo tan aprisa que las puntas están marcadas y los tacones apenas se ven. Esto concuerda con su relato. Echó a correr al ver a su padre en el suelo. Y aquí
tenemos las pisadas del padre cuando andaba de un lado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la escopeta del hijo, que se apoyaba en ella mientras escuchaba. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí
? ¡Pasos de puntillas, pasos de puntillas! ¡Y, además, de unas botas bastante raras, de puntera cuadrada!
Vienen, van, vuelven a venir... por supuesto, a recoger el abrigo. Ahora bien, ¿de dónde vení
an?
Corrió de un lado a otro, perdiendo a veces la pista y volviéndola a encontrar, hasta que nos adentramos bastante en el bosque y llegamos a la sombra de una enorme haya, el árbol más grande de los alrededores. Holmes siguió la pista hasta detrás del árbol y se volvió a tumbar boca abajo, con un gritito de satisfacción. Se quedó allí
durante un buen rato, levantando las hojas y las ramitas secas, recogiendo en un sobre algo que a mí
me pareció polvo y examinando con la lupa no sólo el suelo sino también la corteza del árbol hasta donde pudo alcanzar. Tirada entre el musgo habí
a una piedra de forma irregular, que también examinó atentamente, guardándosela luego. A continuación siguió un sendero que atravesaba el bosque hasta salir a la carretera, donde se perdí
an todas las huellas.
-Ha sido un caso sumamente interesante -comentó, volviendo a su forma de ser habitual-. Imagino que esa casa gris de la derecha debe ser el pabellón del guarda. Creo que voy a entrar a cambiar unas palabras con Moran, y tal vez escribir una notita. Una vez hecho eso, podemos volver para comer. Ustedes pueden ir andando hasta el coche, que yo me reuniré con ustedes en seguida.
Tardamos unos diez minutos en llegar hasta el coche y emprender el regreso a Ross. Holmes seguí
a llevando la piedra que habí
a recogido en el bosque.
-Puede que esto le interese, Lestrade -comentó, enseñ
ándosela-. Con esto se cometió el asesinato. -No veo ninguna señ
al.
-No las hay.
-Y entonces, ¿cómo lo sabe?
-Debajo de ella, la hierba estaba crecida. Sólo llevaba unos dí
as tirada allí
. No se veí
a que hubiera sido arrancada de ningún sitio próximo. Su forma corresponde a las heridas. No hay rastro de ninguna otra arma. - ¿Y el asesino?
-Es un hombre alto, zurdo, que cojea un poco de la pierna derecha, lleva botas de caza con suela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indios con boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsillo. Hay otros varios indicios, pero éstos deberí
an ser suficientes para avanzar en nuestra investigación.
Lestrade se echó a reí
r.
-Me temo que continúo siendo escéptico -dijo-. Las teorí
as están muy bien, pero nosotros tendremos que vérnoslas con un tozudo jurado británico.
-Nous verrons -respondió Holmes muy tranquilo-. Usted siga su método, que yo seguiré el mí
o. Estaré ocupado esta tarde y probablemente regresaré a Londres en el tren de la noche. - ¿Dejando el caso sin terminar?
-No, terminado.
- ¿Pero el misterio...?
-Está resuelto.
- ¿Quién es, pues, el asesino?
-El caballero que le he descrito.
-Pero ¿quién es?
-No creo que resulte tan difí
cil averiguarlo. Esta zona no es tan populosa.
Lestrade se encogió de hombros.
-Soy un hombre práctico -dijo-, y la verdad es que no puedo ponerme a recorrer los campos en busca de un caballero zurdo con una pata coja. Serí
a el hazmerreí
r de Scotland Yard.
-Muy bien -dijo Holmes, tranquilamente-. Ya le he dado su oportunidad. Aquí
están sus aposentos. Adiós. Le dejaré una nota antes de marcharme.
Tras dejar a Lestrade en sus habitaciones, regresamos a nuestro hotel, donde encontramos la comida ya servida. Holmes estuvo callado y sumido en reflexiones, con una expresión de pesar en el rostro, como quien se encuentra en una situación desconcertante.
-Vamos a ver, Watson -dijo cuando retiraron los platos-. Siéntese aquí
, en esta silla, y deje que le predique un poco. No sé qué hacer y agradecerí
a sus consejos. Encienda un cigarro y deje que me explique. -Hágalo, por favor.
-Pues bien, al estudiar este caso hubo dos detalles de la declaración del joven McCarthy que nos llamaron la atención al instante, aunque a mí
me predispusieron a favor y a usted en contra del joven. Uno, el hecho de que el padre, según la declaración, lanzara el grito de cuü antes de ver a su hijo. El otro, la extrañ
a mención de una rata por parte del moribundo. Dese cuenta de que murmuró varias palabras, pero esto fue lo único que captaron los oí
dos del hijo. Ahora bien, nuestra investigación debe partir de estos dos puntos, y comenzaremos por suponer que lo que declaró el muchacho es la pura verdad.
- ¿Y qué sacamos del cuii?
-Bueno, evidentemente, no era para llamar al hijo, porque él creí
a que su hijo estaba en Bristol. Fue pura casualidad que se encontrara por allí
cerca. El cuü pretendí
a llamar la atención de la persona con la que se habí
a citado, quienquiera que fuera. Pero ese cuí
i es un grito tí
pico australiano, que se usa entre australianos. Hay buenas razones para suponer que la persona con la que McCarthy esperaba encontrarse en el estanque de Boscombe habí
a vivido en Australia.
- ¿Y qué hay de la rata?
Sherlock Holmes sacó del bolsillo un papel doblado y lo desplegó sobre la mesa.
-Aquí
tenemos un mapa de la colonia de Victoria -dijo-. Anoche telegrafié a Bristol pidiéndolo. Puso la mano sobre una parte del mapa y preguntó:
- ¿Qué lee usted aquí
?
-ARAT -leí
.
- ¿Y ahora? -levantó la mano.
4
-BALLARAT.
-Exacto. Eso es lo que dijo el moribundo, pero su hijo sólo entendió las dos últimas sí
labas: a rat, una rata. Estaba intentando decir el nombre de su asesino. Fulano de Tal, de Ballarat.
- ¡Asombroso! -exclamé.
-Evidente. Con eso, como ve, quedaba considerablemente reducido el campo. La posesión de una prenda gris era un tercer punto seguro, siempre suponiendo que la declaración del hijo fuera cierta. Ya hemos pasado de la pura incertidumbre a la idea concreta de un australiano de Ballarat con un capote gris.
-Desde luego.
-Y que, además, andaba por la zona como por su casa, porque al estanque sólo se puede llegar a través de la granja o de la finca, por donde no es fácil que pase gente extrañ
a.
-Muy cierto.
-Pasemos ahora a nuestra expedición de hoy. El examen del terreno me reveló los insignificantes detalles que ofrecí
a ese imbécil de Lestrade acerca de la persona del asesino.
- ¿Pero cómo averiguó todo aquello?
-Ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de minucias.
-Ya sé que es capaz de calcular la estatura aproximada por la longitud de los pasos. Y lo de las botas también se podrí
a deducir de las pisadas.
-Sí
, eran botas poco corrientes.
-Pero ¿lo de la cojera?
-La huella de su pie derecho estaba siempre menos marcada que la del izquierdo. Cargaba menos peso sobre él. ¿Por qué? Porque renqueaba... era cojo.
- ¿Y cómo sabe que es zurdo?
-A usted mismo le llamó la atención la í
ndole de la herida, tal como la describió el forense en la investigación. El golpe se asestó de cerca y por detrás, y sin embargo estaba en el lado izquierdo. ¿Cómo puede explicarse esto, a menos que lo asestara un zurdo? Habí
a permanecido detrás del árbol durante la conversación entre el padre y el hijo. Hasta se fumó un cigarro allí
. Encontré la ceniza de un cigarro, que mis amplios conocimientos sobre cenizas de tabaco me permitieron identificar como un cigarro indio. Como usted sabe, he dedicado cierta atención al tema, y he escrito una pequeñ
a monografí
a sobre las cenizas de ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos. En cuanto encontré la ceniza, eché un vistazo por los alrededores y descubrí
la colilla entre el musgo, donde la habí
an tirado. Era un cigarro indio de los que se lí
an en Rotterdam.
- ¿Y la boquilla?
-Se notaba que el extremo no habí
a estado en la boca. Por lo tanto, habí
a usado boquilla. La punta estaba cortada, no arrancada de un mordisco, pero el corte no era limpio, de lo que deduje la existencia de una navaja mellada.
-Holmes -dije-, ha tendido usted una red en torno a ese hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado usted una vida inocente, tan segura como si hubiera cortado la cuerda que le ahorcaba. Ya veo en qué dirección apunta todo esto. El culpable es...
- ¡El señ
or John Turner! -exclamó el camarero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala de estar y haciendo pasar a un visitante.
El hombre que entró presentaba una figura extrañ
a e impresionante. Su paso lento y renqueante y sus hombros cargados le daban aspecto de decrepitud, pero sus facciones duras, marcadas y arrugadas, así
como sus enormes miembros, indicaban que poseí
a una extraordinaria energí
a de cuerpo y carácter. Su barba enmarañ
ada, su cabellera gris y sus cejas prominentes y lacias contribuí
an a dar a su apariencia un aire de dignidad y poderí
o, pero su rostro era blanco ceniciento, y sus labios y las esquinas de los orificios nasales presentaban un tono azulado. Con sólo mirarlo, pude darme cuenta de que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.
-Por favor, siéntese en el sofá -dijo Holmes educadamente-. ¿Recibió usted mi nota?
-Sí
, el guarda me la trajo. Decí
a usted que querí
a verme aquí
para evitar el escándalo.
-Me pareció que si yo iba a su residencia podrí
a dar que hablar.
- ¿Y por qué querí
a usted verme? -miró fijamente a mi compañ
ero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta ya estuviera contestada.
-Sí
, eso es -dijo Holmes, respondiendo más a la mirada que a las palabras-. Sé todo lo referente a McCarthy.
El anciano se hundió la cara entre las manos.
- ¡Que Dios se apiade de mí
! -exclamó-. Pero yo no habrí
a permitido que le ocurriese ningún dañ
o al muchacho. Le doy mi palabra de que habrí
a confesado si las cosas se le hubieran puesto feas en el juicio.
-Me alegra oí
rle decir eso -dijo Holmes muy serio.
-Ya habrí
a confesado de no ser por mi hija. Esto le romperí
a el corazón... y se lo romperá cuando se entere de que me han detenido.
-Puede que no se llegue a eso -dijo Holmes.
- ¿Cómo dice?
-Yo no soy un agente de la policí
a. Tengo entendido que fue su hija la que solicitó mi presencia aquí
, y actúo en nombre suyo. No obstante, el joven McCarthy debe quedar libre.
-Soy un moribundo -dijo el viejo Turner-. Hace añ
os que padezco diabetes. Mi médico dice que podrí
a no durar ni un mes. Pero preferirí
a morir bajo mi propio techo, y no en la cárcel.
Holmes se levantó y se sentó a la mesa con la pluma en la mano y un legajo de papeles delante.
-Limí
tese a contarnos la verdad -dijo-. Yo tomaré nota de los hechos. Usted lo firmará y Watson puede servir de testigo. Así
podré, en último extremo, presentar su confesión para salvar al joven McCarthy. Le prometo que no la utilizaré a menos que sea absolutamente necesario.
-Perfectamente -dijo el anciano-. Es muy dudoso que yo viva hasta el juicio, así
que me importa bien poco, pero quisiera evitarle a Alice ese golpe. Y ahora, le voy a explicar todo el asunto. La acción abarca mucho tiempo, pero tardaré muy poco en contarlo.
»Usted no conocí
a al muerto, a ese McCarthy. Era el diablo en forma humana. Se lo aseguro. Que Dios le libre de caer en las garras de un hombre así
. Me ha tenido en sus manos durante estos veinte añ
os, y ha arruinado mi vida. Pero primero le explicaré cómo caí
en su poder.
»A principios de los sesenta, yo estaba en las minas. Era entonces un muchacho impulsivo y temerario, dispuesto a cualquier cosa; me enredé con malas compañ
í
as, me aficioné a la bebida, no tuve suerte con mi mina, me eché al monte y, en una palabra, me convertí
en lo que aquí
llaman un salteador de caminos. éramos seis, y llevábamos una vida de lo más salvaje, robando de vez en cuando algún rancho, o asaltando las carretas que se dirigí
an a las excavaciones. Me hací
a llamar Black Jack de Ballarat, y aún se acuerdan en la colonia de nuestra cuadrilla, la Banda de Ballarat.
»Un dí
a partió un cargamento de oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros lo emboscamos y lo asaltamos. Habí
a seis soldados de escolta contra nosotros seis, de manera que la cosa estaba igualada, pero a la primera descarga vaciamos cuatro monturas. Aun así
, tres de los nuestros murieron antes de que nos apoderáramos del botí
n. Apunté con mi pistola a la cabeza del conductor del carro, que era el mismí
simo McCarthy. Ojalá le hubiese matado entonces, pero le perdoné aunque vi sus malvados ojillos clavados en mi rostro, como si intentara retener todos mis rasgos. Nos largamos con el oro, nos convertimos en hombres ricos, y nos vinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí
me despedí
de mis antiguos compañ
eros, decidido a establecerme y llevar una vida tranquila y respetable. Compré esta finca, que casualmente estaba a la venta, y me propuse hacer algún bien con mi dinero, para compensar el modo en que lo habí
a adquirido. Me casé, y aunque mi esposa murió joven, me dejó a mi querida Alice. Aunque no era más que un bebé, su minúscula manita parecí
a guiarme por el buen camino como no lo habí
a hecho nadie. En una palabra, pasé una página de mi vida y me esforcé por reparar el pasado. Todo iba bien, hasta que McCarthy me echó las zarpas encima.
»Habí
a ido a Londres para tratar de una inversión, y me lo encontré en Regent Street, prácticamente sin nada que ponerse encima.
»-Aquí
estamos, Jack -me dijo, tocándome el brazo-. Vamos a ser como una familia para ti. Somos dos, mi hijo y yo, y tendrás que ocuparte de nosotros. Si no lo haces... bueno... Inglaterra es un gran paí
s, respetuoso de la ley, y siempre hay un policí
a al alcance de la voz.
»Así
que se vinieron al oeste, sin que hubiera forma de quitármelos de encima, y aquí
han vivido desde entonces, en mis mejores tierras, sin pagar renta. Ya no hubo para mí
reposo, paz ni posibilidad de olvidar; allá donde me volviera, veí
a a mi lado su cara astuta y sonriente. Y la cosa empeoró al crecer Alice, porque él en seguida se dio cuenta de que yo tení
a más miedo a que ella se enterara de mi pasado que de que lo supiera la policí
a. Me pedí
a todo lo que se le antojaba, y yo se lo daba todo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por fin me pidió algo que yo no le podí
a dar: me pidió a Alice.
»Resulta que su hijo se habí
a hecho mayor, igual que mi hija, y como era bien sabido que yo no andaba bien de salud, se le ocurrió la gran idea de que su hijo se quedara con todas mis propiedades. Pero aquí
me planté. No estaba dispuesto a que su maldita estirpe se mezclara con la mí
a. No es que me disgustara el muchacho, pero llevaba la sangre de su padre y con eso me bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a que hiciera lo peor que se le ocurriera. Quedamos citados en el estanque, a mitad de camino de nuestras dos casas, para hablar del asunto.
»Cuando llegué allí
, lo encontré hablando con su hijo, de modo que encendí
un cigarro y esperé detrás de un árbol a que se quedara solo. Pero, según le oí
a hablar, iba saliendo a flote todo el odio y el rencor que yo llevaba dentro. Estaba instando a su hijo a que se casara con mi hija, con tan poca consideración por lo que ella pudiera opinar como si se tratara de una buscona de la calle. Me volví
a loco al pensar que yo y todo lo que yo más querí
a estábamos en poder de un hombre semejante. ¿No habí
a forma de romper las ataduras? Me quedaba poco de vida y estaba desesperado. Aunque conservaba las facultades mentales y la fuerza de mis miembros, sabí
a que mi destino estaba sellado. Pero ¿qué recuerdo dejarí
a y qué serí
a de mi hija? Las dos cosas podí
an salvarse si conseguí
a hacer callar aquella maldita lengua. Lo hice, señ
or Holmes, y volverí
a a hacerlo. Aunque mis pecados han sido muy graves, he vivido un martirio para purgarlos. Pero que mi hija cayera en las mismas redes que a mí
me esclavizaron era más de lo que podí
a soportar. No sentí
más remordimientos al golpearlo que si se hubiera tratado de una alimañ
a repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver al hijo, pero yo ya me habí
a refugiado en el bosque, aunque tuve que regresar a por el capote que habí
a dejado caer al huir. ésta es, caballeros, la verdad de todo lo que ocurrió.
-Bien, no me corresponde a mí
juzgarle -dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declaración escrita que acababa de realizar-. Y ruego a Dios que nunca nos veamos expuestos a semejante tentación.
-Espero que no, señ
or. ¿Y qué se propone usted hacer ahora?
-En vista de su estado de salud, nada. Usted mismo se da cuenta de que pronto tendrá que responder de sus acciones ante un tribunal mucho más alto que el de lo penal. Conservaré su confesión y, si McCarthy resulta condenado, me veré obligado a utilizarla. De no ser así
, jamás la verán ojos humanos; y su secreto, tanto si vive usted como si muere, estará a salvo con nosotros.
-Adiós, pues -dijo el anciano solemnemente-. Cuando les llegue la hora, su lecho de muerte se les hará más llevadero al pensar en la paz que han aportado al mí
o -y salió de la habitación tambaleándose, con toda su gigantesca figura sacudida por temblores.
- ¡Que Dios nos asista! -Exclamó Sherlock Holmes después de un largo silencio-. ¿Por qué el Destino les gasta tales jugarretas a los pobres gusanos indefensos? Siempre que me encuentro con un caso así
, no puedo evitar acordarme de las palabras de Baxter y decir: «
Allá va Sherlock Holmes, por la gracia de Dios».
James McCarthy resultó absuelto en el juicio, gracias a una serie de alegaciones que Holmes preparó y sugirió al abogado defensor. El viejo Turner aún vivió siete meses después de nuestra entrevista, pero ya falleció; y todo parece indicar que el hijo y la hija vivirán felices y juntos, ignorantes del negro nubarrón que envuelve su pasado.
Arthur Conan Doyle
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