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 Cuento de navidad, de Charles Dickens

 

 

Capítulo III

El segundo de los tres espíritus

 

 

desdeespertó al dar un estrepitoso ronquido: e incorporándose en el lecho para coordinar sus pensamientos, no tuvo necesidad de que le advirtiesen que la campana estaba próxima a dar otra vez da una. Vuelto a la realidad, comprendió que era el momento crítico en que debía celebrar una conferencia con el segundo mensajero que se le enviaba por la intervención de Jacob Marley. Pero hallando muy desagradable el escalofrío que experimentaba en el lecho al preguntarse cuál de las cortinas separaría el nuevo espectro, las separaría con sus propias manos y, acostándose de nuevo, se constituyó en avisado centinela de lo que pudiera ocurrir alrededor de la cama, pues deseaba hacer frente al Espíritu en el momento de su aparición, y no ser asaltado por sorpresa y dejarse dominar por la emoción.

Así; pues, hallándose preparado para casi todo lo que pudiera ocurrir; no lo estaba de ninguna manera para el caso de que no ocurriera nada; y, por consiguiente, cuando la campana dio la una y Scrooge no vio aparecer ninguna sombra, fue presa de un violento temblor. Cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora transcurrieron y nada ocurría...

Durante todo este tiempo caían sobre el lecho los rayos de una luz rojiza que lanzó vivos destellos cuando el reloj dio la hora; pero, siendo una sola luz, era más alarmante que una docena de espectros, pues Scrooge se sentía impotente para descifrar cuál fuera su significado; y hubo momentos en que temió que se verificase un interesante caso de combustión espontánea,  sin tener el consuelo de saber de qué se trataba. No obstante, al fin empezó a pensar, como nos hubiera ocurrido en semejante caso a vosotros o a mí; al fin, digo, empezó a pensar que el manantial de la misteriosa luz sobrenatural podía hallarse en la habitación inmediata de donde parecía proceder el resplandor. Esta idea se apoderó de su pensamiento, y suavemente se deslizó Scrooge con sus zapatillas hacia la puerta.

En el preciso momento en que su mano se posaba en la cerradura, una voz extraña lo llamó por su nombre y le invitó a entrar. El obedeció.

Era su propia habitación. Acerca de esto no había la menor duda. Pero la estancia había sufrido una sorprendente transformación. Las paredes y el techo se hallaban de tal modo cubiertos de ramas y hojas, que parecía un perfecto boscaje, el cual por todas partes mostraba pequeños frutos que resplandecían. Las rizadas hojas de acebo, hiedra y muérdago reflejaban la luz como si se hubieran esparcido multitud de pequeños espejos, y en la chimenea resplandecía una poderosa llamarada, alimentada por una cantidad de combustible desconocida en tiempo de Marley o de Scrooge y desde hacía muchos años y muchos inviernos. Amontonados sobre el suelo, formando una especie de trono, había pavos, gansos, piezas de caza, aves caseras, suculentos trozos de carne, cochinillos, largas salchichas, pasteles, barriles de ostras, encendidas castañas, sonrosadas manzanas, jugosas naranjas, brillantes peras y tazones llenos de ponche, que obscurecían la habitación con su delicioso vapor. Cómodamente sentado sobre este lecho se hallaba un alegre gigante de glorioso aspecto, que tenía una brillante antorcha de forma parecida al Cuerno de la Abundancia, y que la mantenía en alto para derramar su luz sobre Scrooge cuando éste llegó atisbando alrededor de la puerta.

-¡Entrad!- exclamó el Espectro-. ¡Entrad y conocedme mejor, hombre!

Scrooge penetró tímidamente e inclinó la cabeza ante el Espíritu. Ya no era el terco Scrooge que había sido, y aunque los ojos del Espíritu eran claros y benévolos, no le agradaba encontrarse con ellos.

-Soy el Espectro de la Navidad Presente -dijo el Espíritu-. ¡Miradme!

Scrooge le miró con todo respeto. Estaba vestido con una sencilla y larga túnica o manto verde, con vueltas de piel blanca. Esta vestidura colgaba sobre su figura con tal negligencia, que se veía el robusto pecho desnudo como si no se cuidara de mostrarlo ni de ocultarlo con ningún artificio. Sus pies, que se veían por debajo de los amplios pliegues de la vestidura, también estaban desnudos y sobre la cabeza no llevaba otra cosa que una corona de acebo, sembrada de pedacitos de hielo. Sus negros rizos eran abundantes y sueltos, tan agradables como su rostro alegre, su mirada viva, su mano abierta, su armoniosa voz, su desenvoltura y su simpático aspecto. Ceñida a la cintura llevaba una antigua vaina de espada; pero en ella no había arma ninguna y la antigua vaina se hallaba mohosa.

-¿Nunca hasta ahora habéis visto nada que se me parezca? -exclamó el Espíritu.

-Nunca- contestó Scrooge.

-¿Nunca habéis paseado en compañía de los más jóvenes miembros de mi familia, quiero decir (pues yo soy muy joven) de mis hermanos mayores nacidos en estos últimos años? -prosiguió el Fantasma.

-Me parece que no -dijo Scrooge-. Temo que no. ¿Habéis tenido muchos hermanos, Espíritu?

-Más de mil ochocientos -dijo el Espectro. -Una tremenda familia a quien atender -murmuró Scrooge.

El Espectro de la Navidad Presente se levantó.

-Espíritu -dijo Scrooge con sumisión-, llevadme a donde queráis. La última noche tuve que salir de casa a la fuerza y aprendí una lección que ahora hace su efecto. Esta noche, si tenéis que enseñarme alguna cosa, permitidme que saque provecho de ella.

-¡Tocad mi vestido!

Scrooge lo tocó apretándolo con firmeza.

Acebo, muérdago, rojos frutos, hiedra, pavos, gansos, caza, aves, carne, cochinillos, salchichas, ostras, pasteles y ponche, todo se desvaneció instantáneamente. Lo mismo ocurrió con la habitación, el fuego, la rojiza brillantez, la noche, y ellos se hallaron en la mañana de Navidad y en las calles de la ciudad, donde (como el tiempo era crudo) muchas personas producían una especie de música ruda, pero alegre y no desagradable, al arrancar la nieve del pavimento en la parte correspondiente a sus domicilios y de los tejados de las casas, lo que producía una alegría loca en los muchachos al ver cómo se amontonaba cayendo sobre el piso y a veces se deshacía en el aire, produciendo pequeñas tempestades de nieve.

Las fachadas de las casas parecían negras y más negras aún las ventanas, contrastando con la tersa y blanca sábana de nieve que cubría los tejados y con la nieve más sucia que se extendía por el suelo y que había sido hollada en profundos surcos por las pesadas ruedas de carros y camiones; surcos que se cruzaban y se volvían a cruzar unos a otros, cientos de veces, en las bifurcaciones de las calles amplias, y formaban intrincados canales, difíciles de trazar, en el espeso fango amarillo y en el agua llena de hielo. El cielo estaba sombrío y las calles más estrechas se hallaban ahogadas por la obscura niebla, medio deshelada, medio glacial, cuyas partículas más pesadas descendían en una llovizna de átomos fuliginosos, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran incendiado a la vez y estuvieran lanzándose el contenido de sus hogares. Nada de alegre había en el clima de la ciudad, y, sin embargo, se notaba un aire de júbilo que el más diáfano aire estival y el más brillante sol del estío en vano habrían intentado difundir.

En efecto, los que maniobraban con las palas en lo alto de los edificios estaban animosos y llenos de alegría; se llamaban unos a otros desde los parapetos y de vez en cuando se disparaban bromeando una bola de nieve -proyectil mucho más inofensivo que muchas bromas verbales-, riendo cordialmente si daba en el blanco Y no menos cordialmente si fallaba la puntería.

 

1

Las tiendas en que se vendían aves estaban todavía entreabiertas y las fruterías radiantes de esplendor. Había grandes, redondas y panzudas cestas de castañas, cuya figura se asemejaba a los chalecos de los ancianos gastrónomos, recostadas en las puertas y tumbadas en la calle con su opulencia apoplética. Había rojizas, morenas y anchas cebollas de España, brillando en la gordura de su desarrollo, como frailes españoles, y haciendo guiños en sus bazares, con socarronería retozona a las muchachas que pasaban por su lado y mirando humildemente al muérdago que colgaba en lo alto. Había peras y manzanas formando altas pirámides apetitosas: había racimos de uvas, que la benevolencia de los fruteros había colgado de magníficos ganchos para que las bocas de los transeúntes pudieran hacerse agua al pasar; había montones de avellanas, mohosas y obscuras, cuya fragancia hacía recordar antiguos paseos por en medio de bosques y agradables marchas hundiendo los pies hasta los tobillos en hojas marchitas: había naranjas y limones, que en la gran densidad de sus cuerpos jugosos pedían con urgencia ser llevados a casa en bolsas de papel y comidos después del almuerzo, y había pescados de oro y de plata.

¿Pues y las tiendas de comestibles? ¡Oh, las tiendas de comestibles! Estaban próximas a cerrar, con las puertas entornadas; pero a través de las rendijas daba gusto mirar. No era solamente que los platillos de la balanza produjesen un agradable sonido al caer sobre el mostrador, ni que el bramante se separase del carrete con viveza, ni que las cajas metálicas resonasen arriba y abajo como objetos de prestidigitación, ni que los olores mezclados del té y del café fuesen muy agradables al olfato, ni que las pasas fuesen abundantes y raras, las almendras exageradamente blancas; las tiras de canela largas y rectas, delicadas las otras especias, las frutas confitadas, envueltas en azúcar fundido, capaces de excitar el apetito y dar envidia a los más fríos espectadores. No era tampoco que los higos se mostrasen húmedos y carnosos, ni que las ciruelas francesas enrojeciesen con alguna acritud en sus cajas adornadas, ni que todo excitase el apetito en su aderezo de Navidad, sino que las parroquianas se apresuraban con tal afán en la esperanzada promesa del día, que se empujaban unas a otras a la puerta, haciendo estallar toscamente los cestos de mimbre, y dejaban los portamonedas sobre el mostrador y volvían corriendo a buscarlos, cometiendo cientos de equivocaciones semejantes, con el mejor humor posible; mientras el tendero y sus dependientes se mostraban tan serviciales y tan fogosos, que se comprendía fácilmente que los corazones que latían detrás de los mandiles no se regocijaban sólo por hacer buenas ventas, sino por el júbilo que les producía la Navidad.

Pero pronto las campanas llamaron a las gentes a la iglesia o la capilla, y todos acudieron luciendo por las calles sus mejores vestidos y con la alegría en los rostros, y al mismo tiempo desembocaron por todas las calles, callejuelas y recodos incontables personas que llevaban sus comidas a las tahonas, para ponerlas en el horno. La vista de aquellas pobres gentes de buen humor pareció interesar muchísimo al Espíritu, pues permaneció detrás de Scrooge a la puerta de una tahona, y levantando las tapaderas de las cazuelas, conforme pasaban por su lado los que las llevaban, rociaba las comidas con el incienso de su antorcha, que era verdaderamente extraordinaria, pues una o dos veces que se cruzaron palabras airadas entre algunos portadores de comidas por haberse empujado mutuamente, el Espíritu derramó sobre ellos algunas gotas de líquido procedente de la antorcha, e inmediatamente recobraron su buen humor, pues decían que era una vergüenza disputar el día de Navidad. ¿Y nada más puesto en razón, Señor?

Cesaron de tocar las campanas y los tahoneros cerraron; y, sin embargo, era de admirar cómo desaparecía, por efecto de la confección de aquellas comidas, la mancha de humedad que coronaba todos los hornos, cuyo pavimento echaba humo como si estuvieran asándose hasta sus piedras.

-¿Hay algún aroma peculiar en el líquido de vuestra antorcha con el que rociáis? -preguntó Scrooge.

-Sí. El mío.

-¿Ejerce influencia sobre las comidas en este día? -preguntó Scrooge.

-En todas, sobre todo en las de los pobres. -¿Por qué sobre todo en las de los pobres? preguntó Scrooge.

-Porque son los que más lo necesitan. -Espíritu -dijo Scrooge, después de reflexionar un momento-. Me admira que, de todos los seres que viven en este mundo que habitamos, sólo vos deseéis limitar a estas gentes las ocasiones que se les ofrecen de inocente alegría.

-¿Yo? -gritó el Espíritu.

-Sí, porque les priváis de trabajar cada siete días, con frecuencia el único día en que pueden decir verdaderamente que comen. ¿No es cierto? -dijo Scrooge.

-¡Yo! -gritó el Espíritu.

-Procuráis que cierren los hornos el Séptimo Día -dijo Scrooge-. Y es la misma cosa.

-¿Yo? -exclamó el Espíritu.

-Perdonadme si estoy equivocado. Se hace en vuestro nombre, o, por lo menos, en nombre de vuestra familia -dijo Scrooge.

-Hay algunos seres sobre la tierra -replicó el Espíritu- que pretenden conocernos, y que realizan sus acciones de pasión, orgullo, malevolencia, odio, envidia, santurronería y egoísmo en nuestro nombre, y que son tan extraños para nosotros y para todo lo que con nosotros se relaciona, como sí nunca hubieran vivido. Acordaos de ello y cargad la responsabilidad sobre ellos y no sobre nosotros.

Scrooge prometió lo que el Espíritu le pedía, y siguieron adelante, invisibles como habían sido antes, hacia los suburbios de la ciudad. Era una notable cualidad del Espectro (que Scrooge había observado a la puerta del tahonero) que, a pesar de su talla gigantesca, podía amoldarse a cualquier sitio con comodidad, y que, como un ser sobrenatural, se hallaba en cualquier habitación baja de techo tan cómodamente como podía haber estado en un salón de elevadísimas paredes.

Y ya fuese por el placer que el buen Espíritu experimentaba al mostrar este poder suyo, ya por su naturaleza amable, generosa y cordial y su simpatía por los pobres, condujo a Scrooge derechamente a casa del dependiente de éste, pues allá fue, en efecto, llevando a Scrooge adherido a su vestidura. A1 llegar al umbral, sonrió el Espíritu y se detuvo para bendecir la morada de Bob Cratchit con las salpicaduras de su antorcha. Bob sólo cobraba quince Bob semanales: cada sábado sólo embolsaba quince ejemplares de su nombre, y, sin embargo, el Espectro de la Navidad Presente no dejó por ello de bendecir su morada, que se componía de cuatro piezas.

Entonces se levantó la señora Cratchit, esposa de Cratchit, vestida pobremente con una bata a la cual había dado ya dos vueltas, pero llena de cintas que no valdrían más de seis peniques y en aquel momento estaba poniendo la mesa, ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, también adornada con cintas, mientras maese Pedro Cratchit hundía un tenedor en una cacerola de patatas, llegándole a la boca las puntas de un monstruoso cuello planchado (que pertenecía a Bob y que se lo había cedido a su hijo y heredero para celebrar la festividad del día), gozoso al hallarse tan elegantemente adornado y orgulloso de poder mostrar su figura en los jardines de moda. De pronto entraron llorando dos Cratchit más pequeños: varón y hembra, diciendo a gritos que desde la puerta de la tahona habían sentido el olor del ganso y habían conocido que era el suyo; y pensando en la comida, estos pequeños Cratchít se pusieron a bailar alrededor de la mesa y exaltaron hasta los cielos a maese Pedro Cratchit, mientras él (sin orgullo, aunque faltaba poco para que le ahogase el cuello) soplaba la lumbre hasta que las patatas estuvieron cocidas y en disposición de ser apartadas y peladas.

 

2

-¿Dónde estará vuestro padre? -dijo la señora Cratchit-. ¿Y vuestro hermano Tiny Tìm? ¿Y Marta, que el año pasado, el día de Navidad, estaba aquí hace ya media hora?

-¡Aquí está Marta, mamá! --dijo una muchacha, entrando al mismo tiempo que hablaba. -¡Aquí está Marta, mamá! -gritaron los dos Cratchit pequeños-. ¡Viva! ¡Tenemos un ganso, Marta!

-¿Pero, hija mía, cuánto has tardado? --dijo la señora Cratchit, besándola una docena de veces y quitándole et velo y el sombrero con sus propias manos, solícitamente.

-He tenido que terminar una labor para tener libre la mañana, mamá ---replicó la muchacha. -Bueno; es que nunca creí que vinieses tan tarde. Acércate a la lumbre, hija mía, y caliéntate. ¡Díos te bendiga!

-¡No, no! ¡Ya viene papá! --.gritaron los dos pequeños Cratchit, que danzaban de un lado para otro-. ¡Escóndete, Marta, escóndete!

Se escondió Marta y entró Bob, el padre, con la bufanda colgándole lo menos tres pies por la parte anterior, y su traje muy usado, pero limpio y zurcido, de modo que presentaba un aspecto muy favorable. Traía sobre los hombros a Tiny Tim. ¡Pobre Tiny Tim! Tenía que llevar una pequeña muleta y los miembros sostenidos por un aparato metálico.

-¿Dónde está Marta? -gritó Bob Cratchit, mirando a su alrededor.

-No ha venido -dijo la señora Cratchit. -¡No ha venido! -dijo Bob, con una repentina desilusión en su entusiasmo, pues había sido el caballo de Tim al recorrer todo el camino desde la iglesia y había llegado a casa dando saltos-. ¡No haber venido, siendo el día de Navidad!

A Marta no le agradó ver a su padre desilusionado a causa de una broma, y salió prematuramente de detrás de la puerta, echándose en sus brazos, mientras los dos pequeños Cratchit empujaron a Tíny Tim y le llevaron a la cocina, para que oyese cantar el pudín en la cacerola.

-¿Y cómo se ha portado Tíny Tim? -preguntó la señora Cratchít, después de burlarse de la credulidad de Bob y cuando éste hubo estrechado a su hija contra su corazón.

-Muy bien -dijo Bob-, muy bien. Se ha hecho algo pensativo y se le ocurren las más extrañas cosas que ha oído. A1 venir a casa me decía que quería que la gente le viese en la iglesia, porque él era un inválido, y sería muy agradable para todos recordar el día de Navidad al que había hecho andar a los cojos y había dado vista a los ciegos.

La voz de Bob era temblorosa al decir eso y tembló más cuando dijo que Tiny Tim crecía en fuerza y vigor.

Se oyó su activa muleta sobre el pavimento, y antes de que se oyera una palabra más, reapareció Tiny Tim escoltado por su hermano y su hermana, que le llevaron a su taburete junto a la lumbre. Mientras Bob, remangándose los puños -¡pobrecillo!, como si fuese posible estropearlos más -, confeccionaba una mixtura con ginebra y limón y la agitaba una y otra vez, colocándola después en el ante-hogar para que cociese a fuego lento, maese Pedro y los dos ubicuos Cratchit pequeños fueron en busca del ganso, con el cual aparecieron en seguida en solemne procesión:

Tal bullicio se produjo entonces, que se creyó al ganso la más rara de todas las aves, un fenómeno con plumas, ante el cual fuese cosa corriente un cisne negro, y en verdad que en aquella casa era ciertamente extraordinario. La señora Cratchit calentó la salsa (ya preparada en una cacerolita); maese Pedro mojó las patatas con vigor increíble; la señorita Belinda endulzó la salsa de manzanas; Marta quitó el polvo a la vajilla; Bob sentó a Tíny Tim a su lado en una esquina de la mesa; los dos pequeños Cratchit pusieron sillas para todos, sin olvidarse de ellos mismos, y montando la guardia en sus puestos, se metieron la cuchara en la boca, para no gritar pidiendo el ganso antes de que llegara el momento de servirlo. Por fin se pusieron los platos, y se dijo una oración, a la que siguió una pausa, durante la cual no se oía respirar, cuando la señora Cratchit, examinando el trinchante, se disponía a hundirlo en la pechuga; pero cuando lo hizo y salió del interior del ganso un borbotón de relleno, un murmullo de placer se alzó alrededor de la mesa, y hasta Tíny Tim, animado por los pequeños Cratchit, golpeó en la mesa con el mango de su cuchillo y gritó débilmente: -¡Viva!

Nunca se vio ganso como aquél. Bob dijo que jamás creyó que pudiera existir un manjar tan delicioso. Su blandura y su aroma, su tamaño y su baratura fueron los temas de la admiración general; y añadiéndole la salsa de manzanas y las patatas deshechas, constituyó comida suficiente para toda la familia; en efecto, como la señora Cratchit dijo (al observar que había quedado un hueseçillo en el plato), no habían podido comérselo todo. Sin embargo, todos quedaron satisfechos, particularmente los Cratchit más pequeños, que tenían salsa hasta en las cejas. La señorita Belinda cambió los platos y la señora Cratchit salió del comedor muy nerviosa porque no quería que la viesen ir en busca del pudín.

Entonces los comensales supusieron toda clase de horrores: que no estuviera todavía bastante hecho; que se rompiera al llevarlo a la mesa; que alguien hubiera escalado la pared del patio y lo hubiera robado, mientras estaban entusiasmados con el ganso... Ante esta suposición los dos pequeños Cratchit se pusieron pálidos.

¡Atención! ¡Una gran cantidad de vapor! El pastel estaba ya fuera del molde. Un olor a tela mojada. Era el paño que lo envolvía. Un olor apetitoso, que hacía recordar al fondista, al pastelero de la casa de al lado y a la planchadora. ¡Era el pudín! A1 medio minuto entró la señora Cratchit con el rostro encendido, -pero sonriendo orgullosamente- con el pudín, que parecía una bala de cañón, duro y macizo, lanzando las llamas que producía la vigésima parte de media copa de aguardiente inflamado, y embellecido con una rama del árbol de Navidad clavada en la cúspide.

¡Oh, admirable pudín! Bob Ccatchit dijo con toda seriedad que lo estimaba como el éxito más grande conseguido por la señora Cratchit desde que se casaron. La señora Cratchit dijo que no podía calcular lo que pesaba el pudín, y confesó que había tenido sus dudas acerca de la cantidad de harina. Todos tuvieron algo que decir respecto de él, pero ninguno dijo (ni lo pensó siquiera) que era un pudín pequeño para una familia tan numerosa. Ello habría sido una gran herejía. Los Cratchit se hubieron ruborizado de insinuar semejante cosa.

Por fin se terminó la comida, se alzó el mantel, se limpió el hogar y se encendió fuego; y después de beber en el jarro el ponche confeccionado por Bob, y que se consideró excelente, se pusieron sobre la mesa manzanas y naranjas y una pala llena de castañas sobre la lumbre. Después, toda la familia Cratchit se colocó alrededor del hogar, formando lo que Bob llamaba un círculo, queriendo decir semicírculo; y cerca de él se colocó toda la cristalería: dos vasos y una flanera sin mango.

 

3

No obstante, tales vasijas servían para beber el caliente ponche, tan bien como habrían servido copas de oro, y Bob lo sirvió con los ojos resplandecientes, mientras las castañas sobre la lumbre crujían y estallaban ruidosamente. Entonces Bob brindó:

-¡Felices Pascuas para todos nosotros, hijos míos, y que Díos nos bendiga!

Lo cual repitió toda la familia...

-¡Que Dios nos bendiga! -dijo Tiny Tim, el último de todos.

Estaba sentado, arrimadito a su padre, en su taburete. Bob puso la débil manita del niño en la suya, con todo cariño, deseando retenerle junto a sí, como temiendo que se lo pudiesen arrebatar.

-Espíritu -dijo Scrooge, con un interés que nunca había sentido hasta entonces-. Decidme si Tiny Tim vivirá.

-Veo un asiento vacante -replicó el Espectro en la esquina del pobre hogar y una muleta sin dueño, cuidadosamente preservada. Si tales sombras permanecen inalteradas por el futuro, el niño morirá.

-¡No, no! --dijo Scrooge-. ¡Oh, no, Espíritu amable! Decid que se evitará esa muerte.

-Si tales sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi raza -replicó el Espectro le encontrará aquí. ¿Y qué? Si él muere, hará bien, porque así disminuirá el exceso de población.

Scrooge bajó la cabeza al oír sus propias palabras, repetidas por el Espíritu, y se sintió abrumado por el arrepentimiento y el pesar.

-Hombre -dijo el Espectro-, si sois hombre de corazón y no de piedra, prescindid de esa malvada hipocresía hasta que hayáis descubierto cuál es el exceso y dónde está. ¿Vais a decir cuáles hombres deben vivir y cuáles hombres deben morir? Quizás a los ojos de Dios vos sois más indigno y menos merecedor de vivir que millones de niños como el de ese pobre hombre. ¡Oh, Dios! ¡Oír al insecto sobre la hoja decidir acerca de la vida de sus hermanos hambrientos…!

Scrooge se inclinó ante la reprensión del Espíritu y, tembloroso, bajó la vista hacia el suelo. Pero la levantó rápidamente al oír pronunciar su nombré.

-¡El señor Scrooge! -dijo Bob-. ¡Brindemos por el señor Scrooge, que nos ha procurado esta fiesta! -En verdad que nos ha procurado esta fiesta- exclamó la señora Cratchit, sofocada-. Quisiera tenerle delante para que la celebrase, y estoy segura de que se le iba a abrir el apetito.

-¡Querida -dijo Bob-, los niños! Es el día de Navidad.

-Es preciso, en efecto, que sea el día de Navidad -dijo ella-, para beber a la salud de un hombre tan odioso, tan avaro, tan duro, tan insensible, como el señor Scrooge. Ya le conoces, Roberto. Nadie le conoce mejor que tú, pobrecillo.

-Querida -fue la dulce respuesta de Bob-. Es el día de Navidad.

-Beberé a su salud por ti y por ser el día que es -dijo la señora Cratchit-, no por él. ¡Qué viva muchos años! ¡Que tenga Felices Pascuas y Feliz Año Nuevo! ¡El vivirá muy alegre y muy feliz, sin duda alguna!

Los niños brindaron también. Fue de todo lo que hicieron lo único que no tuvo cordialidad. Tiny Tim brindó el último de todos, pero sin poner la menor atención. Scrooge era el ogro de la familia. La sola mención de su nombre arrojó sobre los reunidos una sombra obscura, que no se disipó sino después de cinco minutos.

Pasada aquella impresión, estuvieron diez veces más alegres que antes, al sentirse aliviados del maleficio causado por el nombre de Scrooge. Bob Cratchit les contó que tenía en perspectiva una colocación para maese Pedro, que podría proporcionarle, si la conseguía, cinco chelines y seis peniques semanales. Los dos pequeños Cratchít rieron atrozmente ante la idea de ver a Pedro hecho un hombre de negocios, y el mismo Pedro miró pensativamente al fuego, sacando la cabeza entre las dos puntas del cuello, como si reflexionara sobre la notable investidura de que gozaría cuando llegase a percibir aquel enorme ingreso. Marta, que era una pobre aprendiza en un taller de modista, les contó la clase de labor que tenía que hacer y cómo algunos días trabajaba muchas horas seguidas. Dijo que al día siguiente pensaba levantarse tarde de la cama, pues era un día festivo que iba a pasar en casa. Contó que hacía pocos días había visto a una condesa con un lord y que el lord era casi tan alto como Pedro, y éste, al oírlo, se alzó tanto el cuello, que, si hubierais estado presentes, no habríais podido verle la cabeza. Durante: todo este tiempo no cesaron de comer castañas y beber ponche, y de aquí a poco escucharon una canción referente a un niño perdido que caminaba por la nieve, cantada por Tiny Tim, que tenía una quejumbrosa vocecita, y la cantó muy bien, ciertamente.

Nada había de aristocrático en aquella familia. Sus individuos no eran hermosos, no estaban bien vestidos, sus zapatos se hallaban muy lejos de ser impermeables, sus ropas eran escasas, y Pedro conocería muy probablemente el interior de las prenderías. Pero eran dichosos, agradables, se querían mutuamente y estaban contentos con su suerte; y cuando ya se desvanecían ante Scrooge, pareciendo más felices a los brillantes destellos da la antorcha del Espíritu al partir, Scrooge los miró atentamente, sobre todo a Tinp Tim, de quien no apartó la mirada hasta el último instante.

Mientras tanto, había anochecido y nevaba copiosamente; y conforme Scrooge y el Espíritu recorrían las calles, la claridad de la lumbre en las cocinas, en los comedores y en toda clase de habitaciones era admirable. Aquí, el temblor de la llama mostraba los preparativos de una gran comida familiar, con fuentes que trasladaban de una parte a otra junto a la lumbre, y espesas cortinas rojas, prontas a caer para ahuyentar el frío y la oscuridad. Allá, todos los niños de la casa salían corriendo sobre la nieve al encuentro de sus hermanas casadas, de sus hermanos, de sus primos; de sus tíos, de sus tías, para ser los primeros en saludarles. En otra parte, se veían en la ventana las sombras de los comensales reunidos; y más allá, un grupo de hermosas muchachas, todas con caperuzas y con botas de abrigo y charlando todas a la vez, marchaban alegremente a alguna casa cercana. ¡Infeliz del soltero (las astutas hechiceras bien lo sabían), que entonces las hubiera visto entrar, con la tez encendida por el frío!

Si hubierais juzgado por el número de personas que iban a reunirse con sus amigos, habríais pensado que no quedaba nadie en las casas para recibirlas cuando llegasen, aunque ocurría lo contrario: en todas las casas se esperaban visitas y se preparaba el combustible en la chimenea. ¡Cuán satisfecho estaba el Espectro! ¡Cómo desnudaba la amplitud de su pecho y abría su espaciosa mano, derramando con generosidad su luciente y sana alegría sobre todo cuanto se hallaba a su alcance! El mismo farolero, que corría delante de él salpicando las sombrías calles con puntos de luz, y que iba vestido como para pasar la noche en alguna parte, se echó a reír a carcajadas cuando pasó el Espíritu por su lado, aunque fácilmente se adivinaba que el farolero ignoraba que su compañero del momento era la Navidad en persona.

 

4

De pronto, sin una palabra de advertencia por parte del Espectro, se hallaron en una fría y desierta región pantanosa en la que había derrumbadas monstruosas masas de piedra, como si fuera un cementerio de gigantes: el agua se derramaba por dondequiera, es decir, se habría derramado, a no ser por la escarcha que la aprisionaba, y nada había crecido sino el moho, la retama y una áspera hierba. En la concavidad del Oeste, el sol poniente había dejado una ardiente franja roja que fulguró sobre aquella desolación durante un momento, como un ojo sombrío que, tras el párpado, fuese bajando, bajando, bajando, hasta perderse en las densas tinieblas de la obscura noche.

-¿Qué sitio es éste? -preguntó Scrooge. -Un sitio donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra --contestó el Espíritu-. Pero me conocen. ¡Mirad!

Brillaba una luz en la ventana de una choza y rápidamente se dirigieron hacía ella. Pasando a través de la pared de piedra y barro, hallaron una alegre reunión alrededor de un fuego resplandeciente, un hombre muy viejo y su mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos y parientes de otra generación más, todos ellos con alegres adornos en su atavío de fiesta. El anciano, con una voz que rara vez se distinguía entre los rugidos del viento sobre la desolada región, entonaba una canción de Navidad, que ya era una vieja canción cuando él era un muchacho, y de vez en cuando todos los demás se le unían al coro. Cuando ellos levantaban sus voces, el anciano hacía lo mismo y se sentía con nuevo vigor, y cuando ellos se detenían en el canto, el vigor del anciano decaía de nuevo.

El Espíritu no se detuvo allí, sino que dejó a Scrooge que se agarrase a su vestidura y, cruzando sobre la región pantanosa, se dirigió... ¿adónde? ¿No sería al mar? Pues, sí, al mar. Horrorizado, Scrooge vio que se acababa la tierra y contempló una espantosa serie de rocas detrás de ellos, y ensordeció sus oídos el fragor del agua, que rodaba y rugía y se encrespaba entre medrosas cavernas abiertas por ella y furiosamente trataba de socavar la tierra.

Edificado sobre un lúgubre arrecife de las escarpadas rocas, próximamente a una legua de la orilla, y sobre el cual se lanzaban las aguas irritadas durante todo el año, se erguía un faro solitario. Grandes cantidades de algas colgaban hasta su base, y pájaros de las tormentas -nacidos del viento, se puede suponer, como las algas nacen del agua- subían y bajaban en torno de él como las olas que ellos rozaban con las alas.

Pero aun allí, dos hombres que cuidaban del faro habían encendido una hoguera que, a través de la tronera abierta en el espeso muro de piedra, lanzaba un rayo de luz resplandeciente sobre el mar terrible. Los dos hombres, estrechándose las callosas manos por encima de la tosca mesa a la cual se hallaban sentados, se deseaban mutuamente Felices Pascuas al beber su jarro de ponche, y uno de ellos, el más viejo, que tenía la cara curtida y destrozada por los temporales como pudiera estarlo el cascarón de proa de un barco viejo, rompió en una robusta canción, semejante al cantar del viento.

De nuevo siguió adelante el Espectro, por encima del negro y agitado mar -adelante, adelante-, hasta que, hallándose muy lejos, según dijo a Scrooge, de todas las orillas, descendieron sobre un buque. Se colocaron tan pronto junto al timonel, que estaba en su puesto, tan pronto junto al vigía en la proa, o junto a los oficiales de guardia, obscuras y fantásticas figuras en sus varias posiciones; pero todos ellos tarareaban una canción de Navidad o tenían un pensamiento propio de Navidad o hablaban en voz baja a su compañero de algún día de Navidad ya pasado, con recuerdos del hogar referentes a él. Y todos cuantos se hallaban a bordo, despiertos o dormidos, buenos o malos, habían tenido para los demás una palabra más cariñosa aquel día que otro cualquiera del año, y habían tratado extensamente de aquella festividad, y habían recordado a las personas queridas a través de la distancia y habían sabido que ellas tenían un placer en recordarlos.

Se sorprendió grandemente Scrooge mientras escuchaba el bramido del viento y pensaba qué solemnidad tiene su movimiento a través de la aislada oscuridad sobre un ignorado abismo, cuyas honduras son secretos tan profundos como la muerte; se sorprendió grandemente Scrooge cuando, reflexionando así, oyó una estruendosa carcajada. Pero se sorprendió mucho más al reconocer que aquella risa era de su sobrino, y al encontrarse en una habitación clara, seca y luminosa, con el Espíritu sonriendo a su lado y mirando a su propio sobrino con aprobadora afabilidad.

-¡Ja, ja! -rió el sobrino de Scrooge-. ¡Ja, ja, ja!

Si por una inverosímil probabilidad sucediera que conocieseis un hombre de risa más sana que et sobrino de Scrooge, me agradaría mucho conocerle. Presentadme a él y cultivaré su amistad.

Es cosa admirable, demostradora del exacto mecanismo de las cosas, que así como hay contagio en la enfermedad y en la tristeza, no hay nada en el mundo tan irresistiblemente contagioso como la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se echó a reír de esta manera, sujetándose las caderas, dando vueltas a la cabeza y haciendo muecas, con las más extravagantes contorsiones, la sobrina de Scrooge, sobrina política, se echó a reír tan cordialmente como él. Y los amigos que se hallaban con ellos también rieron ruidosamente.

-¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

-¡Dijo que la Navidad era una paparruchada, como tengo que morirme! -gritó el sobrino de Scrooge-. ¡Y lo creía!

-¡Qué vergüenza para él! -dijo la sobrina de Scrooge, indignada.

Era muy linda, extraordinariamente linda, de cara agradable y cándida, de sazonada boquita, que parecía hecha para ser besada, como lo era, sin duda; con toda clase de hermosos hoyuelos en la barbilla, que se mezclaban unos con otros cuando se reía, y con los dos ojos más esplendorosos que jamás habéis visto en una cabecita humana. Era enteramente lo que habrían llamado provocativa, pero intachable. ¡Oh, perfectamente intachable!

-Es un individuo cómico -dijo el sobrino de Scrooge-; eso es verdad, y no tan agradable como debiera ser. Sin embargo, sus defectos llevan el castigo de ellos mismos, y yo no tengo nada que decir contra él.

-Sé que es muy rico, Fred -insinuó la sobrina de Scrooge-. A1 menos siempre me has dicho que lo era.

-¿Y qué, amada mía? -dijo el sobrino-. Su riqueza es inútil para él. No hace nada bueno con ella. No se procura comodidades con ella. No ha tenido la satisfacción de pensar -¡ja, ja, ja!- que va a beneficiarnos con ella.

-Me falta la paciencia con él -indicó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina de Scrooge y todas las demás señoras expresaron la misma opinión.

-¡Oh! -dijo el sobrino de Scrooge-. Yo lo siento por él. No puedo irritarme contra él aunque quiera. ¿Quién sufre con sus genialidades? Siempre él. Se le ha metido en la cabeza no complacernos y no quiere venir a comer con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? Es verdad que perder una mala comida no es perder mucho.

-Pues yo creo que ha perdido una buena comida -interrumpió la sobrina de Scrooge. Todos los demás dijeron lo mismo, y se les debía considerar como jueces competentes, porque en aquel momento acababan de comerla; los postres estaban ya sobre la mesa, y todos se habían reunido alrededor de la lumbre.

-Bueno Me alegra mucho oírlo -dijo el sobrino de Scrooge-, porque no tengo mucha confianza en estas jóvenes amas de casa. ¿Qué opinas, Topper?

Topper tenía francamente fijos los ojos en una de las hermanas de la sobrina de Scrooge, y contestó que un soltero era un infeliz paria que no tenía derecho a emitir su opinión respecto del asunto; y en seguida la hermana de la sobrina de Scrooge -la regordeta, con el camisolín de encaje, no la de las rosas- se ruborizó.

-Continúa, Fred -dijo la sobrina de Scrooge, palmoteando-. Ese nunca termina lo que empieza a decir. ¡Es un muchacho ridículo!

E1 sobrino de Scrooge soltó otra carcajada, y como era imposible evitar el contagio, aunque la hermana regordeta trató con dificultad de hacerlo, oliendo vinagre aromático, el ejemplo de él fue seguido unánimemente.

-Solamente iba a decir -continuó el sobrino de Scrooge- que la consecuencia de disgustarse con nosotros y no divertirse con nosotros es, según creo, que pierde algunos momentos agradables que no le habrían perjudicado. Estoy seguro de que pierde más agradables compañeros que los que puede encontrar en sus propios pensamientos, en su viejísimo despacho o en sus polvorientas habitaciones. Me propongo darle igual ocasión todos los años, le agrade o no le agrade, porque le compadezco. Que se burle de la Navidad hasta que se muera; pero no puede menos de pensar mejor de ella, le desafío, si se encuentra conmigo de buen humor, año tras año, diciéndole: "Tío Scrooge, ¿cómo estáis?" Si sólo eso le hace dejar a su pobre dependiente cincuenta libras, ya es algo; y creo que ayer le conmoví.

A1 oír que había conmovido a Scrooge, rieron los demás. Pero como Fred tenía corazón sencillo y no se preocupaba mucho del motivo de la risa con tal de ver alegres a los demás, el sobrino de Scrooge les animó a divertirse, haciendo circular la botella alegremente.

Después del té hubo un poco de música, pues formaban una familia de músicos, y os aseguro que eran entendidos, especialmente Topper, que hizo sonar el bajo como los buenos, sin que se le hincharan las venas de la frente ni se le pusiera roja la cara. La sobrina de Scrooge tocó bien el arpa, y entre otras piezas tocó un aria sencilla (una nonada; aprenderíais a tararearla en dos minutos), que había sido la canción favorita de la niña, que sacó Scrooge de la escuela, como recordó el Espectro de la Navidad Pasada. Cuando sonó aquella música, todas las cosas que el Espectro le había mostrado se agolparon a la imaginación de Scrooge; se enterneció más y más, y pensó que si hubiera escuchado aquello con frecuencia años antes, podía haber cultivado la bondad de la vida con sus propias manos para su felicidad, sin recurrir a la azada del sepulturero que enterró a Jacob Marley.

 

5

Pero no dedicaron toda la noche a la música. Al poco rato jugaron a las prendas, pues es bueno sentirse niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando su mismo poderoso fundador era un niño. ¿Basta? Luego se jugó a la gallina ciega, y, sin duda, alguien parecía no ver. Y tan pronto creo que Topper estaba realmente ciego, como creo que tenía ojos hasta en las botas. Mi opinión es que había acuerdo entre él y el sobrino de Scrooge, y que el Espectro de la Navidad Presente lo sabía. Su proceder respecto a la hermana regordeta, la del camisolín de encaje, era un ultraje a la credulidad de la naturaleza humana. Dando puntapiés a los utensilios del hogar, tropezando con las sillas, chocando contra el piano, metiendo la cabeza entre los cortinones, adondequiera que fuese ella, siempre ocurría lo mismo. Siempre sabía dónde estaba la hermana regordeta. Nunca cogía a otra cualquiera. Si os hubierais puesto delante de él (como hicieron algunos de ellos) con intención, habría fingido que iba a apoderarse de vosotros, lo cual habría sido una afrenta para vuestra comprensión, e instantáneamente se habría ladeado en dirección de la hermana regordeta. A menudo gritaba ella que eso no estaba bien, y realmente no lo estaba. Pero cuando por fin la cogió; cuando, a pesar de todos los crujidos de la seda y de los rápidos revoloteos de ella para huir, consiguió alcanzarla en un rincón donde no tenía escape, entonces su conducta fue verdaderamente execrable. Porque, con el pretexto de no conocerla, juzgó necesario tocar su cofia y además asegurarse de su identidad oprimiendo cierto anillo que tenía en un dedo y cierta cadena que le rodeaba el cuello; ¡todo eso era vil, monstruoso! Sin duda ella le dijo su opinión respecto de ello, pues cuando le correspondió a otro ser el ciego, ambos se hallaban contándose sus confidencias detrás de un cortinón.

La sobrina de Scrooge no tomaba parte en el ,juego de la gallina ciega; permanecía sentada en una butaca con un taburete a los pies en un cómodo rincón de la estancia, donde el Espectro y Scrooge estaban en pie detrás de ella; pero participaba en el juego de prendas, y era de admirar particularmente en el juego de ¿cómo os gusta?, combinación amorosa con todas las letras del alfabeto, y la misma habilidad demostró en el de ¿cómo, dónde y cuándo?, y, con gran alegría interior del sobrino de Scrooge, derrotaba completamente a todas sus hermanas, aunque éstas no eran tontas, como hubiera podido deciros Topper. Habría allí veinte personas, jóvenes y viejos; pero todos jugaban, y lo mismo hizo Scrooge, quien olvidando enteramente (tanto se interesaba por aquella escena) que su voz no sonaba en los oídos de nadie, decía en alta voz las palabras que había que adivinar, y muy a menudo acertaba, pues la aguja más afilada, la mejor Whitechapel, con la garantía de no cortar el hilo, no era más aguda que Scrooge, aunque le conviniera aparecer obtuso ante el mundo.

Al Espectro le agradaba verle de tan buen humor, y le miró con tal benevolencia, que Scrooge le suplicó, como lo hubiera hecho un niño, que se quedase allí, hasta que se fuesen los convidados. Pero el Espíritu le dijo que no era posible.

-He aquí un nuevo juego -dijo Scrooge-. ¡Media hora, Espíritu, sólo media hora!

Era un juego llamado sí y no, en el cual el sobrino de Scrooge debía pensar una cosa y los demás adivinar lo que pensaba, contestando a sus preguntas solamente sí o no, según el caso. El vivo juego de preguntas a que estaba expuesto le hizo decir que pensaba en un animal, en un animal viviente, más bien un animal desagradable, un animal salvaje, un animal que unas veces rugía y gruñía y otras veces hablaba, que vivía en Londres y se paseaba por las calles, que no se enseñaba por dinero, que nadie le conducía, que no vivía en una casa de fieras, que nunca se llevaba al matadero, y que no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada nueva pregunta que se le dirigía, el sobrino soltaba una nueva carcajada, y llegó a tal extremo su júbilo, que se vio obligado a dejar el sofá y echarse en el suelo. Al fin, la hermana regordeta, presa también de una risa loca, exclamó:

-¡He dado con ello! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que es!

-¿Qué es? -preguntó Fred.

-¡Es vuestro tío Scro-o-o-ge!

Eso era, efectivamente. La admiración fue el sentimiento general, aunque algunos hicieron notar que la respuesta a la pregunta "¿Es un oso?" debió ser "Sí", tanto más cuanto que una respuesta negativa bastó para apartar sus pensamientos de Scrooge, suponiendo que se hubiera dirigido a él desde luego.

-Ha contribuido en gran manera a divertirnos- dijo Fred- y seríamos ingratos si no bebiéramos a su salud. Y puesto que todos tenemos en la mano un vaso de ponche con vino. Yo digo: ¡Por el tío Scrooge!

-¡Bien! ¡Por el tío Scrooge! -exclamaron todos.

-¡Felices Pascuas y feliz Año Nuevo al viejo, sea lo que fuere! -dijo el sobrino de Scrooge-. No aceptaría él tal felicitación saliendo de mis labios, pero que la reciba, sin embargo. ¡Por el tío Scrooge!

E1 tío Scrooge se había dejado poco a poco conquistar de tal modo por el júbilo general, y sentía tan ligero su corazón, que hubiera correspondido al brindis de la reunión, aunque ésta no podía advertir su presencia, dándole las gracias, en un discurso que nadie habría oído, si el Espectro le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena desapareció con el sonido de la última palabra pronunciada por su sobrino, y Scrooge y el Espíritu continuaron su viaje.

Vieron muchos países, fueron muy lejos y visitaron muchos hogares, y siempre con feliz resultado. El Espíritu se colocaba junto al lecho de los enfermos; y ellos se sentían dichosos: si visitaba a los que se hallaban en país extranjero, se creían en su patria; si a los que luchaban contra la suerte, se sentían resignados y llenos de esperanza; si se acercaba a los pobres, se imaginaban ricos. En las casas de caridad, en los hospitales, en las cárceles, en todos los refugios de la miseria, donde el hombre, orgulloso de su efímera autoridad, no había podido prohibir la entrada y cerrar la puerta, al Espíritu dejaba su bendición e instruía a Scrooge en sus preceptos.

Fue una larga noche, si es que todo aquello sucedió en una sola noche; pero Scrooge dudó de ello, porque le parecía que se habían condensado varias Navidades en el espacio de tiempo que pasaron juntos. Era extraño, sin embargo, que mientras Scrooge no experimentaba modificación en su forma exterior, el Espectro se hacía más viejo, visiblemente más viejo. Scrooge había advertido tal cambio, pero nunca dijo nada, hasta que al salir de una reunión infantil donde se celebraban los Reyes, mirando al Espíritu cuando se hallaban solos, notó que sus cabellos eran grises.

-¡Es tan corta la vida de los Espíritus! -preguntó Scrooge.

-Mi vida sobre este globo es muy corta -replicó el Espectro-. Esta noche termina.

-¡Esta noche! --gritó Scrooge.

-Esta noche, a las doce. ¡Escuchad! La hora se acerca.

En aquel momento las campanas daban las once y tres cuartos.

-Perdonadme sí soy indiscreto al hacer tal pregunta -dijo Scrooge, mirando atentamente la túnica del Espíritu-, pero veo algo extraño, que no os pertenece saliendo por debajo de vuestro vestido. ¿Es un pie o una garra?

-Pudiera ser una garra, a juzgar por la carne que hay encima -contestó con tristeza el Espíritu-. ¡Mirad!

De los pliegues de su túnica hizo salir dos niños miserables, abyectos, espantosos, horribles, repugnantes, que cayeron de rodillas a sus pies y se agarraron a su vestidura.

-¡Oh, hombre! ¡Mira, mira, mira a tus pies! exclamó el Espectro.

Eran un niño y una niña, amarillos, flacos, cubiertos de harapos, ceñudos, feroces, pero postrados, sin embargo, en su abyeccíón. Cuando una graciosa juventud habría debido llenar sus mejillas y extender sobre su tez los más frescos colores, una mano marchita y desecada, como la del tiempo, las había arrugado, enflaquecido y decolorado. Donde los ángeles habrían debido reinar, los demonios se ocultaban para lanzar miradas amenazadoras. Ningún cambio, ninguna degradación, ninguna perversión de la humanidad, en ningún grado, a través de todos los misterios de la admirable creación, ha producido, ni con mucho, monstruos tan horribles y. espantosos.

Scrooge retrocedió, pálido de terror. Teniendo en cuenta quien se los mostraba, intentó decir que eran niños hermosos; pero las palabras se detuvieron en su garganta antes que contribuir a una mentira de tan enorme magnitud.

-Espíritu, ¿son hijos vuestros? -Scrooge no pudo decir más.

--Son los hijos de los hombres -contestó el Espíritu, mirándolos-. Y se acogen a mí para reclamar contra sus padres. Este niño es la Ignorancia. Esta niña es la Miseria. Guardaos de ambos y de toda su descendencia; pero sobre todo del niño, pues en su frente veo escrita la sentencia, hasta que lo escrito sea borrado. ¡Niégalo! -gritó el Espíritu, extendiendo una mano hacia la ciudad-. ¡Calumnia a los que te lo dicen! Eso favorecerá tus designios abominables. ¡Pero el fin llegará!

-¿No tienen ningún refugio ni recurso? -exclamó Scrooge.

-¿No hay cárceles? -dijo el Espíritu, devolviéndole por última vez sus propias palabras-. ¿No hay casas de corrección?

La campana dio las doce.

Scrooge miró a su alrededor en busca del Espectro, y ya no le vio. Cuando la última campanada dejó de vibrar, recordó la predicción del viejo Jacob Marley, y, alzando los ojos, vio un fantasma de aspecto solemne, vestido con una túnica con capucha y que iba hacia él deslizándose sobre la tierra como se desliza la bruma.

 

 

Charles Dickens 

 

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