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Pinocho 

 

(cuarta parte)

 

Capítulo XXXIII

 

 

converonvertido Pinocho en un pollino verdadero, es llevado al mercado de animales y comprado por el director de una compañía de titiriteros para enseñarle a bailar y a saltar por el aro.

 

Viendo que la puerta seguía cerrada, el hombrecillo la abrió de una fuerte patada, y entrando en la habitación, dijo con su eterna sonrisa a Pinocho y a Espárrago:

-¡Bravo, muchachos! ¡Rebuznáis perfectamente! Os he reconocido en la voz, y por eso he venido.

Al oír estas palabras, ambos pollinos se quedaron como atontados, con la cabeza caída, las orejas bajas y el rabo entre piernas.

Inmediatamente, el hombrecillo los acarició pasándoles la mano por el lomo, y después, sacando una bruza, empezó a cepillarlos perfectamente, hasta que a fuerza de bruzar les sacó lustre como si fueran dos espejos. Entonces les puso la cabezada y los condujo al mercado de ganados, con la esperanza de venderlos y obtener una buena ganancia.

No tardaron en presentarse compradores. Espárrago fue adquirido por un labrador, al cual se le había muerto un borrico el día anterior, y Pinocho fue vendido al director de una compañía de titiriteros, que lo compró para amaestrarlo y hacerle saltar y bailar con los demás animales de la compañía.

¿Habéis comprendido ya, mis queridos lectores, cuál era el verdadero oficio del hombrecillo? Pues aquel terrible monstruo, que tenía siempre cara de risa, se iba de vez en cuando a correr por el mundo con su coche, y con promesas y halagos recogía a todos los muchachos holgazanes y traviesos que odiaban a los libros y la escuela, y después de meterlos en su coche los conducía a "El País de los Juguetes" para que pasaran todo el día en retozar y en divertirse. Cuando, algún tiempo después, aquellos pobres muchachos, a fuerza de no pensar más que en jugar, se convertían en pollinos, entonces se apoderaba de ellos con gran satisfacción y los llevaba para venderlos en ferias y mercados. Y de este modo había conseguido ganar en pocos años tanto dinero que era millonario.

No sé deciros lo que fue de Espárrago; pero os diré, en cambio, que el pobre Pinocho tuvo desde el primer día una vida dura y cruel.

El nuevo dueño le llevó a una cuadra y le llenó el pesebre de paja; pero apenas probó un bocado, Pinocho la escupió haciendo gestos de desagrado.

Entonces el dueño, aunque refunfuñando, quitó la paja del pesebre y llenó éste de heno, pero tampoco el heno le agradó a Pinocho.

-¡Ah! ¿Conque tampoco te gusta el heno? - gritó el dueño lleno de cólera -. ¡No tengas cuidado, que yo te acostumbraré a no ser tan caprichoso!

Y le dio en las ancas un tremendo latigazo.

El dolor hizo a Pinocho llorar y rebuznar, diciendo:

-¡Hi-haaa! ¡Hi-haaa! ¡Yo no puedo comer paja!

-¡Pues, entonces, come heno!- replicó el dueño, que entendía perfectamente la lengua de los burros.

-¡Hi-haaa! iHi-haaa! ¡El heno me da dolor de barriga!

-¿Te habrás creído, sin duda, que a un burro como tú le voy a dar de comer jamón en dulce y perdices trufadas?- gruñó el dueño, encolerizándose cada vez más y dándole otro latigazo.

Al sentir esta segunda caricia se calló Pinocho y no dijo una palabra más.

Salió el dueño y le cerró la cuadra, quedándose solo Pinocho; y como hacía ya muchas horas que no había comido nada, comenzó a bostezar de hambre, abriendo tanto la boca que parecía la de un horno.

Al fin, viendo que en el pesebre no encontraba otra cosa que heno, se resignó a tomar un poco, y después de masticarlo bien cerró los ojos y lo tragó.

-¡No es malo este heno!- pensó en su interior, después de haberlo tragado -. Pero, ¡cuánto mejor no hubiera sido haber continuado yendo a la escuela! ¡En vez de heno, estaría comiendo a estas horas un buen pedazo de pan con queso! ¡Paciencia!

Cuando despertó a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue buscar un poco de heno en el pesebre; pero no encontró nada, porque se lo había comido todo la noche anterior.

Entonces tomó un bocado de paja, y mientras la mascaba tuvo que convencerse de que el sabor de la paja no se parecía en nada al del arroz a la valenciana ni al de los pasteles de hojaldre.

-¡Paciencia!- repitió mientras seguía masticando -. ¡Ojalá que mi desgracia sirva cuando menos de lección provechosa a todos los niños desobedientes que no quieren estudiar! ¡Paciencia y paciencia!

-¡Qué paciencia ni qué narices!- chilló el dueño entrando en la cuadra -. ¿Te has creído, burro del diablo, que yo te he comprado únicamente para darte de comer y de beber? ¡Te he comprado para que trabajes y me ganes dinero! ¡Conque ya lo sabes; mucho ojo! ¡Ahora mismo vienes conmigo al circo para aprender a saltar por el aro y a bailar el vals y la polka puesto de pie sobre las patas de atrás!

Quieras que no quieras, el pobre Pinocho tuvo que aprender todas estas habilidades y otras más; pero le costó tres meses de aprendizaje y una colección de palizas formidables: ¡Pobre Pinocho! ¡Qué arrepentido estaba de su holgazanería!

Llegó, por último, el debut de Pinocho-borrico. En todas las esquinas aparecieron grandes cartelones de colores, que decían así:

Podéis figuraos cómo se hallaría el circo aquella noche: lleno de bote en bote desde una hora antes de empezar el espectáculo. Ni a peso de oro se podía encontrar una butaca, ni un palco, ni siquiera una entrada general.

Todas las localidades estaban atestadas de niños y niñas de todas clases y edades, impacientísimos por ver bailar al famoso burro Pinocho.

Concluida la primera parte del espectáculo, se presentó el Director de la compañía vestido de frac rojo, pantalón blanco y botas de montar con grandes espuelas, y haciendo una gran reverencia, recito, con voz solemne y campanuda, el siguiente discurso:

«Respetable público:

Señoras y señores: El humilde orador que tiene el honor de hablaros, estando de paso en esta capital, no ha podido menos de presentaros un espectáculo que seguramente os gustará mucho. Porque este inteligente auditorio estoy seguro de que ha de celebrar como merece a mi célebre pollino, que va ha tenido el honor de bailar en todas las principales Cortes de Europa.

Por lo cual os doy millones de gracias a cada uno, y espero vuestros aplausos y vuestra benevolencia.

He dicho».

Este discurso fue acogido con grandes aplausos; pero los aplausos se redoblaron y el entusiasmo rayó en delirio, cuando se hizo la presentación del burro Pinocho, vestido de gran gala. Llevaba unas bridas de charol, con hebillas y broches de latón, dos camelias blancas en las orejas, la crin y la cola trenzadas y adornadas con cordones y flecos de seda rosa y lazos de terciopelo azul, y a modo de cincha, una gran faja recamada de oro y plata. En suma, que estaba para enamorar a cualquiera.

La presentación fue hecha por el Director con las siguientes palabras:

«Respetable público:

Presento a mi famoso e incomparable pollino Pinocho, el más sabio y artista de todos los burros, cazado a lazo por mí mismo cuando corría salvaje por las llanuras de la Patagonia.

Los más célebres bailarines no pueden compararse con mi pollino Pinocho. Lo baila todo, y todo bien. Vedle, si lo merece, aplaudidle.

He dicho».

Al terminar este segundo discurso hizo el Director otra profundísima reverencia, y volviéndose después al burro, le dijo:

-¡Animo, Pinocho! Antes de dar principio a tus maravillosos ejercicios, saluda cortésmente al respetable público.

El obediente Pinocho se arrodilló en el acto, y así permaneció hasta que el Director, restallando la fusta, gritó:

-¡Al paso!

Entonces el borriquillo se enderezó sobre sus cuatro patas, y empezó a dar vuelta al circo con paso lento.

Poco después gritó el Director:

-¡Al trote!- Y Pinocho obedeció la orden, cambiando el paso por el trote.

-¡Al galope!- Y Pinocho marchó con airoso galope.

-¡A la carrera!- Y ya entonces Pinocho salió disparado.

Pero en el momento en que llevaba la velocidad de un automóvil de cuarenta caballos, alzó el Director el brazo y descargó al aire un tiro de pistola.

Al oír el tiro, fingiendo el burro que estaba herido, cayó en la arena y empezó a temblar como si estuviese en las convulsiones de la agonía.

Todo el circo estalló en una explosión de aplausos y de gritos, que debieron de oírse en las estrellas. En tanto, Pinocho abrió un poco los ojos para mirar en torno suyo, y vio en un palco una señora que tenía al cuello una gruesa cadena de oro, y pendiente de ella un medallón con el retrato de un muñeco.

-¡Ese retrato es el mío! ¡Esa señora es mi Hada!- se dijo en el acto Pincho, y, dominado por la alegría, trató de gritar:

-¡Hada mía! ¡Hada mía!

Pero en vez de estas palabras sólo salió de su garganta un rebuzno tan formidable, que hizo reír a todos los espectadores, y más especialmente a los muchachos que había en el circo.

Entonces el Director, para enseñarle que no era de buena educación rebuznar ante el público, le dio un fuerte golpe en las narices con el mango de la fusta.

El pobre burro sacó fuera un palmo de lengua y empezó a lamerse las narices, creyendo que de este modo podría calmar el fuerte dolor que el golpe le había producido.

Pero, ¡cual no sería su desesperación cuando, al mirar por segunda vez vio que el Hada había desaparecido del palco!

Creyó morir. Se llenaron de lágrimas sus ojos, y empezó a llorar desconsoladamente; pero nadie llegó a advertirlo, ni siquiera el Director, que haciendo sonar la fusta, dijo:

-¡Bravo, Pinocho! Ahora haremos ver a estos señores con cuánta gracia saltas el aro.

Pinocho probó dos o tres veces; pero cuando llegaba frente al aro, en vez de saltar pasaba cómodamente por debajo. Por fin intentó el salto; pero al atravesar por el aro se enredó desgraciadamente una de las patas, y cayó a tierra como un costal.

Cuando se levantó estaba cojo, y a duras penas pudo volver a la cuadra.

-¡Qué salga Pinocho! ¡Queremos ver al burro! ¡Que salga otra vez! ¡Que baile! ¡Que baile! - gritaban los muchachos, entusiasmados, sin darse cuenta de que se había hecho daño.

Pero el borriquillo no pudo salir más. El Director tuvo que pronunciar otro discurso de los suyos y anunciar que Pinocho bailaría en cuanto se pusiera bien.

A la mañana siguiente fue a verle el veterinario, o sea el médico de los animales, y declaró que se quedaría cojo para siempre.

Entonces dijo el Director al mozo de cuadra que llevase aquel burro al mercado y lo revendiese, puesto que ya no servía para nada.

Apenas llegaron al mercado, se acercó un comprador que dijo al mozo de cuadra:

-¿Cuanto quieres por ese burro cojo?

- Veinte pesetas.

- Yo te doy veinte perras chicas. No creas que lo compro para servirme de él; lo compro por la piel únicamente. Veo que tiene la piel muy dura, y quiero hacer con ella un tambor para la banda de música de mi pueblo.

Podéis pensar lo que pasaría por Pinocho cuando oyó que estaba destinado a convertirse en tambor.

Después que el comprador pagó las veinte perras chicas, condujo a su burro hasta una roca de la orilla del mar, y poniéndole una piedra al cuello, le ató una pata con el extremo de una soga que llevaba en la mano. Después, y cuando el burro estaba más descuidado, le dio un empellón para arrojarle al mar, conservando en la mano el otro extremo de la soga.

La piedra que llevaba al cuello hizo que Pinocho descendiese rápidamente hasta el fondo, y el comprador, siempre con la soga en la mano, se sentó en la peña, esperando a que pasara tiempo bastante para que el pollino se ahogase, y poder arrancarle después la piel para curtirla y hacer un tambor.

 

 

 

Capítulo XXXIV

 

 

Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces. -Vuelve a su primitivo estado de muñeco; pero mientras nada para salvarse, se lo traga el terrible dragón marino.

 

Ya llevaba el burro más de cincuenta minutos en el mar, cuando el que lo había comprado dijo para sí:

- Ya debe estar ahogado y más que ahogado. ¡Ea! Voy a sacarlo, y aquí mismo le arrancaré la piel para hacer un magnífico tambor.

Comenzó a tirar de la soga que había atado a la pata de Pinocho, y tirando, tirando, tirando... ¡Qué diréis que sacó! Pues, en vez de un burro muerto, se encontró con un muñeco vivo, que se retorcía como una anguila.

Al ver aquel muñeco de madera creyó soñar el pobre hombre, y se quedó como atontado, con la boca abierta y los ojos asustados.

Cuando se repuso un poco de la primera impresión, dijo balbuceando y hecho un mar de lágrimas:

- Pero, ¿y mi burro? ¿Dónde está el burro que he tirado al mar?

-¡Ese burro soy yo! - respondió el muñeco riéndose.

-¿Tú?

-¡Yo!

-¡Granuja! ¡No consiento que te burles de mí!

-¿Burlarme de usted? Todo lo contrario, querido amo; le hablo completamente en serio.

- Pero, ¿cómo es posible que siendo tú hace poco un burro de carne y hueso, te hayas convertido dentro del mar en un muñeco de madera?

-¡Pssch!... ¡Cosas del agua del mar! Al mar le gustan estas bromas.

-¡Mucho ojo con tomarme el pelo, muñeco; mucho ojo! ¡Como se me acabe la paciencia, pobre de ti!

- Pues bien, mi amo: ¿quiere usted saber toda la verdadera historia? Pues yo se la contaré; pero antes hágame el favor de soltarme esa soga, que me hace daño.

Deseando conocer aquella verdadera historia, que prometía ser maravillosa, el bueno del comprador desató el nudo que sujetaba la pierna de Pinocho, que quedó libre como un pájaro en el aire, y empezó de este modo su relación:

-Sepa usted que yo era antes un muñeco de madera, como lo soy ahora; pero por mi poca afición al estudio y por seguir los consejos de malas compañías, me escapé de mi casa, y un día me desperté siendo un pollino, con unas orejas así de grandes y una cola así de larga. ¡Qué vergüenza más grande pasé! Una vergüenza como no quiera Dios que la pase usted nunca, querido amo. Me llevaron al mercado de ganados, y me compró el Director de una compañía ecuestre, al cual se le metió en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y gran saltador de aro; pero una noche di una mala caída durante la función, y me quedé cojo de las dos patas. Entonces el Director dijo que no quería a su lado un burro cojo, y me envió a vender al mercado, que fue cuando usted me compró.

-¡Por mi desgracia! ¡Como que pagué por ti veinte perros chicos! Y ahora, ¡quién va a devolverme mi dinero!

-¿Para qué me compró usted? ¡Para hacer un tambor con mi piel! ¡Un tambor!

- Dime ahora, monigote impertinente: ¿has terminado ya tu historia?

- No - respondió el muñeco -; faltan pocas palabras para terminarla. Después de haberme comprado me trajo usted a este sitio para matarme; pero, sintiéndose compasivo, prefirió atarme una piedra al cuello y tirarme al mar. Este sentimiento de humanidad le honra a usted mucho y se lo agradeceré eternamente. Pero usted no había contado con el Hada.

-¿Y quién es esa Hada?

- Es mi mamá, que como todas las mamás buenas que quieren mucho a sus hijos, no les pierden nunca de vista, y cuidan de ellos amorosamente, aunque estén muy lejos, y aunque esos hijos, por su mala conducta, por sus travesuras y por sus escapatorias, merezcan que se les deje abandonados y no se les vuelva a hacer caso en toda la vida. Decía, pues, que apenas mi buena Hada me vio en peligro de ahogarme, envió alrededor de mí un ejército de peces, que comenzaron a comerme, creyendo que era un burro de verdad. ¡Y qué bocados tiraban! Nunca hubiera creído que los peces fueran aún más glotones que los niños. Unos me comían las orejas, otros el hocico, otros el cuello y la crin, otros las patas; en fin, hasta hubo uno, chiquitín y muy gracioso, que tuvo la bondad de comerme la cola.

-¡Desde hoy - dijo horrorizado el comprador- juro no comer ningún pescado! ¡Me desagradaría mucho comer un salmonete o un besugo y encontrarme con un pedazo de cola de burro!

- Estamos de acuerdo - dijo riendo el muñeco -. Después, cuando ya los peces terminaron de comer toda aquella envoltura de carne y de piel de burro que me cubría desde la cabeza hasta los pies, llegaron, como es natural, al hueso, o, por mejor decir, a la madera; porque, como usted verá, estoy hecho de una madera muy dura. Pero apenas trataron de tirar algunos bocados, se convencieron, a pesar de su glotonería, de que yo no era plato a propósito para ellos, y se fueron cada cual por su lado con la barriga llena, sin darme ni siquiera las gracias por el banquete que les había proporcionado. Y aquí tiene usted explicado por qué, cuando ha tirado de la soga, se ha encontrado usted con un muñeco vivo, en vez de un burro muerto.

-¡Bueno, bueno! ¡Toda esa historia me importa un rábano! - gritó el comprador, encolerizado -. Lo que yo sé es que he dado veinte perros chicos por ti, y quiero mi dinero. ¿Sabes lo que voy a hacer? Llevarte de nuevo al mercado y venderte como leña para encender la chimenea.

-¡Oh, muy bien! ¡No tengo el menor inconveniente! - dijo Pinocho.

Pero al mismo tiempo dio un salto y se zambulló en el agua. Y mientras nadaba alegremente, alejándose de la orilla, gritaba al pobre comprador:

-¡Adiós, mi amo; si necesita usted una piel para hacer un tambor, acuérdese de mí!

Y se reía estrepitosamente y seguía nadando, para volverse poco después y gritar con más fuerza:

-¡Adiós, mi amo; si necesita usted un poco de leña para encender la chimenea, acuérdese de mí!

Poco después se había alejado tanto de la orilla, que ya no se le distinguía más que como un punto negro en la superficie del agua, que de vez en cuando sacaba fuera un brazo o una pierna, o bien daba saltos como un delfín que está de buen humor.

Nadando a la ventura, vio Pinocho en medio del mar un islote que parecía de mármol blanco, y en lo más alto de él una linda cabrita que balaba tiernamente y que le hacía señas de que se acercase.

Lo más singular del caso era que el pelo de la cabrita, en vez de ser blanco, o negro, o rojo, como el de las demás cabras, era de color azul turquí; pero tan brillante, que se parecía mucho a los cabellos de la hermosa niña.

¡Figuraos cómo latiría el corazón del pobre Pinocho! Redobló sus esfuerzos para nadar más de prisa en dirección del islote blanco, y ya habría avanzado una mitad de la distancia, cuando he aquí que vio salir del agua la horrible cabeza de un monstruo marino con la boca abierta, que parecía una caverna, y tres filas de dientes que hubieran causado miedo con sólo verlos pintados.

¿Sabéis quién era aquel monstruo marino?

Pues aquel monstruo marino era nada menos que el gigantesco dragón de que se ha hablado varias veces en esta historia, y que por su insaciable voracidad venía causando tales estragos por aquellos mares, que se le llamaba el «Atila de los peces y de los pescadores».

¡Cuál no sería el espanto del pobre Pinocho a la vista del monstruo! Trató de escaparse, de cambiar de dirección, de huir; pero todo era inútil; aquella enorme boca se le venia siempre encima con la velocidad de un tren expreso.

-¡Date prisa, Pinocho, por Dios! - gritaba, balando, la linda cabrita.

Y Pinocho nadaba desesperadamente con los brazos, con las piernas, con el pecho, con todo el cuerpo.

-¡Corre, Pinocho, corre; que se acerca el monstruo!

Y Pinocho redoblaba sus esfuerzos para aumentar la velocidad.

-¡Más de prisa, Pinocho, que te coge! ¡Ya está ahí! ¡Más a prisa o estás perdido! ¡Que te coge! ¡Que te coge!

Y Pinocho nadaba desesperadamente y se deslizaba por el agua como una bala de fusil.

Ya se acercaba al escollo, y ya la linda cabrita se inclinaba sobre la orilla, alargándole las dos patitas delanteras para ayudarle a salir del agua; pero...

¡Pero ya era tarde! Tan cerca estaba el monstruo, que no hizo más que dar un sorbo, y se tragó al muñeco con el agua que le rodeaba, como quien se sorbe un huevo de gallina. Y se lo tragó con tal ansia y violencia, que Pinocho se dio contra una muela del dragón un golpe tan tremendo, que le hizo estar sin sentido un cuarto de hora.

Cuando volvió de su desmayo no sabía en qué mundo se encontraba. En torno suyo reinaba una gran oscuridad pero tan negra y profunda, que le parecía hallarse en la bolsa de tinta de un calamar.

Quiso escuchar, pero no oyó ruido alguno; únicamente sentía de cuando en cuando una bocanada de aire que le daba en la cara. Al principio no podía saber de dónde vendría aquel aire; pero después comprendió que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que advertir que el monstruo padecía mucho de asma, y cuando respiraba parecía que se había desatado el huracán.

Al pronto trató Pinocho de infundirse a sí mismo algún valor; pero cuando ya tuvo la seguridad de que se encontraba encerrado en el cuerpo del monstruo marino, empezó a llorar y a gritar, diciendo:

-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Desgraciado de mí! ¿No hay quien venga a salvarme?

-¿Y quién va a salvarte, desgraciado? - contestó en aquella oscuridad una voz cascada, como de guitarra sin templar.

-¿Quién me ha hablado? - preguntó Pinocho, sintiendo aún mayor espanto.

-¡Soy yo: un mísero bacalao que el dragón ha engullido lo mismo que a ti! ¿Y tú, qué pez eres?

¡Que pez ni qué narices! ¡Yo no soy pez de ninguna clase! ¡Yo soy un muñeco!

- Pues si no eres un pez, ¿Por qué te has dejado tragar por el monstruo?

-¡Hombre, eso no se le ocurre más que a un bacalao! He hecho todo lo posible para que no me tragara; pero se ha empeñado, y como este diablo de dragón corre que se las pela... Bueno, ¿y qué hacemos en esta oscuridad?

- Resignarnos y esperar a que el dragón nos digiera a los dos.

-¡Es un lindo porvenir! - dijo Pinocho.

Y poniéndose muy triste de repente, empezó a llorar como un becerro.

- Hombre, a mi tampoco me hace una gracia extraordinaria - contestó el bacalao -; pero soy filósofo, y me resigno. Bien mirado, hasta me alegro; porque cuando uno nace bacalao, es más honroso morir en el agua que en el aceite frito.

-¡Valiente majadería! - dijo Pinocho.

- Es una opinión; y como dicen los peces de la política, todas las opiniones deben ser respetadas.

- Bueno, yo lo que digo es que quiero salir de aquí, que quiero escaparme.

- Prueba, si lo consigues, mejor para ti.

-¿Es muy grande este dragón que nos ha tragado? - preguntó el muñeco.

- Figúrate que su cuerpo tiene más de un kilómetro de largo, sin contar la cola.

Mientras así conversaba Pinocho en aquella oscuridad, le pareció ver allá lejos, pero muy lejos, una especie de resplandor.

-¿Qué será aquella lucecita que se ve allá lejos? - dijo Pinocho.

- Será algún compañero nuestro de desgracia, que estará esperando, igual que nosotros, el momento de ser digerido.

- Me voy a buscarle. ¡Quizá sea algún pez viejo que pueda enseñarme la salida!

- Te lo deseo con toda mi alma, simpático muñeco.

-¡Adiós, amable bacalao!

-¡Adiós, muñeco, y buena suerte!

-¿Dónde volveremos a vernos?

-¡Vete a saber! ¡Vale más no pensarlo!

 

 

 

Capítulo XXXV

 

 

Pinocho encuentra en el cuerpo del dragón... ¿A quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis.

 

Apenas hubo dicho adiós a su buen amigo el bacalao, Pinocho se puso en marcha, andando a tientas en aquella oscuridad por el cuerpo del dragón, y dando con cuidado un paso tras otro en dirección de aquel pequeño resplandor que divisaba a lo lejos, muy lejos.

Al andar sentía que sus pies se mojaban en una aguaza grasienta y resbaladiza, y con un olor tan fuerte a pescado frito, como si estuviese en una cocina un viernes de Cuaresma.

Pues, señor, que a medida que andaba, el resplandor iba siendo cada vez más visible, hasta que, andando, andando, llegó al sitio donde estaba. Y al llegar, ¿qué diréis que vio? ¿A que no lo adivináis? ¡No lo adivináis! Pues vio una mesita encima de la cual lucía una vela que tenía por candelero una botella de cristal verdoso, y sentado a la mesita, un viejecito todo blanco, blanco, como si fuera de nieve. El viejecito estaba comiendo algunos pececillos vivos; tan vivos, que algunas veces se le escapaban de la misma boca.

Pinocho sintió una alegría tan grande y tan inesperada, que le faltó poco para volverse loco. Quería reír, quería llorar, quería decir una porción de cosas; pero no podía, y en su lugar no hacía más que lanzar sonidos inarticulados o balbucear palabras confusas y sin sentido. Finalmente, consiguió lanzar un grito de alegría, y abriendo los brazos se arrojó al cuello del viejecito gritando:

-¡Papito! ¡Papá! ¡Papá! ¡Por fin te he encontrado! ¡Ahora ya no te dejaré nunca, nunca, nunca!

-¿Es verdad lo que ven mis ojos?- replicó el viejecito, frotándose los párpados -. ¿Eres tú, realmente, mi querido Pinocho?

-¡Sí, sí; soy yo; yo mismo! Me has perdonado, ¿verdad? ¡Oh, papito, qué bueno eres! Y pensar que yo... ¡Oh! ¡Pero no puedes figurarte cuántas desgracias me han sucedido, cuánto he sufrido, cuánto he llorado! Figúrate que el día que tú, pobre papito, vendiste tu chaqueta para comprarme la cartilla, me escapé a ver los muñecos, y el empresario quería echarme al fuego para asar el carnero, y que después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase. Pero me encontré a la zorra y al gato, que me llevaron a la posada de El Cangrejo Rojo, donde comieron como lobos, y yo salí solo al campo, y me encontré a los ladrones, que empezaron a correr detrás, y yo a correr, y ellos detrás, y yo a correr y ellos detrás, y siempre detrás, y yo siempre a correr... ¡Uf! ¡No quiero acordarme!

Bueno; pues por fin me alcanzaron, y me colgaron de una rama de la Encina grande, de donde la hermosa niña de los cabellos azules me hizo llevar en una carroza, y los médicos dijeron en seguida: «Si no está muerto, es señal de que está vivo». Y a mí se me escapó una mentira, y la nariz empezó a crecerme, hasta que no pudo pasar por la puerta del cuarto, por lo cual me fui con la zorra y el gato a sembrar las cuatro monedas de oro, porque una la había gastado en la posada, y el papagayo empezó a reír, y en vez de dos mil monedas de oro no encontré ninguna. Y cuando el juez supo que me habían robado me hizo meter en la cárcel, para dar una satisfacción a los ladrones; y al venir después por el campo vi un racimo de uvas, y quedé cogido en una trampa, y el labrador me puso el collar del perro para que guardase el gallinero; pero reconoció mi inocencia y me dejó ir; y la serpiente que tenía una cola que echaba humo, empezó a reír y se le rompió una vena del pecho, y así volví a la casa de la hermosa niña, que había muerto; y la paloma, viendo que lloraba, me dijo: «He visto a tu papá, que estaba haciendo una barquita para buscarte»; y yo le dije: «¡Si yo tuviese alas!»; y me dijo entonces: «¿Quieres ir con tu papá!»; y yo le dije: «¡Ya lo creo! Pero, ¿quien me va a llevar?»; y ella me dijo: «Monta en mí»; y así volamos toda la noche; y por la mañana todos los pescadores miraban al mar, y me dijeron: «Es un pobre hombre en una barquita, que está ahogándose»; y yo desde lejos te reconocí en seguida, porque me lo decía el corazón, y te hice señas para que volvieras a la playa...

-Y yo te reconocí también- interrumpió Geppetto -, y hubiera vuelto a la playa; pero no podía. El mar estaba muy malo, y una furiosa ola me volcó la barquita. Entonces me vio un horrible dragón que estaba cerca, vino hacia mí, y sacando la lengua me tragó como si hubiera sido una píldora.

-¿Y cuánto tiempo hace que estás aquí?

- Desde aquel día hasta hoy habrán pasado unos dos años. ¡Dos años, Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!

-¿Y qué has hecho para comer? ¿Y dónde has encontrado la vela? ¿Y de dónde has sacado las cerillas?

- Te lo contaré todo. Aquella misma borrasca que hizo volcar mi barquilla echó a pique un buque mercante. Todos los marineros se salvaron; pero el buque se fue al fondo, y el mismo dragón, que sin duda tenía aquel día un excelente apetito, después de tragarme a mí se tragó también el buque.

-¿Cómo? ¿Se lo tragó de un solo bocado? - preguntó Pinocho maravillado.

- De un solo bocado; y no devolvió más que el palo mayor, porque se le había quedado entre los dientes, como si fuera una espina de pescado. Por fortuna mía, aquel barco estaba cargado no sólo de carne conservada en latas, sino también de galleta, o sea pan de marineros, y botellas de vino, pasas, café, azúcar, velas y cajas de cerillas. Con todo esto que Dios me envió he podido arreglarme dos años; pero hoy estoy ya en los restos: ya no queda nada que comer, y esta vela es la última.

-¿Y después?

-¡Oh! Después, hijo mío, estaremos los dos a oscuras.

- Entonces no hay tiempo que perder, papá - dijo Pinocho -. Debemos pensar en huir.

-¡Huir! ¿Y cómo?

- Saliendo por la boca del dragón y echándonos a nado en el mar.

- Sí, está muy bien; pero el caso es que yo, querido Pinocho, no sé nadar.

-¿Y qué importa? Te pones a caballo sobre mí, y como yo soy buen nadador, te llevaré a la orilla sano y salvo.

-¡Ilusiones, hijo mío! - replicó Geppetto moviendo la cabeza y sonriendo melancólicamente -. ¿Te parece posible que un muñeco que apenas tiene un metro de alto tenga fuerza bastante para llevarme a mí sobre las espaldas?

- Haremos la prueba, y ya lo verás. De todos modos, si Dios ha dispuesto que debamos morir, al menos tendremos el consuelo de morir abrazados.

Y sin decir más, tomó Pinocho la vela, y adelantándose para alumbrar el camino, dijo a su padre:

-¡Sígueme, Y no tengas miedo!

Hicieron de este modo una buena caminata, atravesando todo el estómago del dragón. Pero al llegar al sitio donde empezaba la espaciosa garganta del monstruo, se detuvieron para echar una ojeada y escoger el momento más oportuno para la fuga.

Pues, señor, como el dragón, viejo ya y padeciendo de asma y de palpitaciones al corazón, tenía que dormir con la boca abierta, acercándose más y mirando hacia arriba, pudo Pinocho ver por fuera de aquella enorme boca abierta un buen pedazo de cielo estrellado y el resplandor de la Luna.

-¡Esta es la gran ocasión para escaparnos! - dijo Pinocho en voz baja a su padre -. El dragón duerme como un lirón: el mar esta tranquilo, y se ve como si fuera de día. ¡Ven, ven, papito, y verás como dentro de poco estamos en salvo!

Dicho y hecho. Con mucho cuidado salieron de la garganta del monstruo, y al llegar a su inmensa boca siguieron andando muy despacio, de puntillas, lengua, que era tan larga y tan ancha como un paseo. Y ya estaban para dar un salto y arrojarse a nado en el mar, cuando al dragón se le ocurre estornudar, y en el estornudo dio una sacudida tan violenta, que Pinocho y Geppetto fueron lanzados hacia adentro, y se encontraron otra vez en el estómago del monstruo

¡Claro! ¡La vela se apagó, y padre e hijo se quedaron a oscuras!

-¡Esto sí que es bueno! - dijo Pinocho malhumorado.

-¿Lo ves, hijo, lo ves? Ahora, ¿qué hacemos?

¿Qué hacemos? ¡Toma! ¡Ya verás! Dame la mano, y procura no escurrirte.

-¿Dónde quieres ir?

- Pues a empezar de nuevo. Ven conmigo, y no tengas miedo.

Pinocho tomó la mano de su padre, y andando siempre sobre la punta de los pies, consiguieron llegar otra vez a la garganta del monstruo. Atravesaron toda la lengua, y salvaron las tres filas de dientes. Antes de saltar al agua dijo a su padre el muñeco.

- Monta a caballo sobre mi espalda y agárrate fuerte. ¡Todo lo fuerte que puedas! De lo demás me encargo yo.

Así lo hizo Geppetto. Y el gran Pinocho, valiente y seguro de sí mismo, se arrojó al agua y empezó a nadar vigorosamente. El mar estaba tranquilo como un lago; la Luna llena esparcía su pálida luz de plata, y el dragón seguía durmiendo con un sueño tan profundo, que no le hubieran despertado cincuenta cañonazos.

 

 

 

Capítulo XXXVI

 

 

Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un muchacho.

 

Mientras Pinocho nadaba velozmente hacia la playa, notó que su padre, siempre a caballo sobre su espalda y con las piernas dentro del agua, temblaba sin cesar como si estuviese con fiebres tercianas.

¿Temblaba de frío o de miedo? ¡Vaya usted a saber! Quizás de las dos cosas. Pero Pinocho, creyendo que era solo de miedo, le dijo para animarle:

-¡Valor, papito! ¡Dentro de pocos minutos llegaremos a tierra y estaremos a salvo!

- Pero, ¿dónde está esa dichosa playa? - preguntó el viejecito, cada vez más inquieto y mirando por todas partes -. Yo no veo más que cielo y mar de frente, a derecha y a izquierda.

- Pues yo sí la veo - dijo el muñeco -. Te advierto que yo soy como los gatos: veo mejor de noche que de día.

El pobre Pinocho fingía buen humor y confianza, pero... Pero empezaba a perderla y a desazonarse. Estaba muy cansado, su respiración era cada vez más jadeante; en suma: veía que se le acababan las fuerzas y que la playa aún estaba muy lejos.

Siguió nadando, nadando; pero llegó un momento en que no pudo más, y volviendo la cabeza hacia su padre, le dijo con voz entrecortada:

-¡Papá!... ¡Papá!... ¡No tengo fuerzas!... ¡Me muero!...

Ya estaba casi desmayado, y empezaban a hundirse los dos, cuando oyeron una voz de guitarra desafinada que decía:

-¿Quién es el que se muere?

-¡Soy yo y mi pobre papá!

-¡Yo conozco esa voz! ¡Eres Pinocho!

-¡El mismo! Y tú, ¿quién eres?

- Yo soy el bacalao, tu compañero en la barriga del dragón.

-¿Cómo has conseguido escapar?

- He imitado tu ejemplo. Tú me has enseñado el camino, y yo no he hecho más que seguirte.

-¡Oh, querido bacalao; no has podido llegar más a tiempo! ¡Por nuestra amistad, por la salud de la respetable bacalada, tu mujer, y de tus bacalaitos, te ruego que nos ayudes, porque si no estamos perdidos!

-¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Con mil amores! ¡Agarraros a mi cola y dejaos llevar! ¡En cuatro minutos os conduciré a la orilla!

Ya podéis suponeros que padre e hijo se apresuraron a aceptar la amable invitación del buen bacalao; pero en vez de agarrarse a la cola, creyeron mucho más cómodo sentarse encima de él, pues era un bacalao mucho mayor que los corrientes y con una fuerza tan grande, que era campeón de boxeo en su pueblo.

-¿Pesamos mucho? - le preguntó Pinocho.

-¡Hombre! ¡Absolutamente nada! ¡Me parece llevar encima dos conchas de almeja! - respondió el complaciente bacalao.

Al llegar a la orilla saltó Pinocho el primero, y ayudó a su papá a hacer lo mismo. Después. Dirigiéndose al bacalao, le dijo con voz conmovida:

-¡Amigo mío, has salvado a mi padre, y mi agradecimiento es tan inmenso, que no puede expresarse con palabras! ¡No te olvidaré nunca, porque los ingratos son los más despreciables de los hombres!

Ahora permíteme que te de un beso en señal de eterna gratitud.

El bacalao sacó la cabeza del agua, y Pinocho se acercó y le dio un cariñoso beso en la boca. Ante esta expresiva muestra de afecto, a la que no estaba acostumbrado, el pobre bacalao se conmovió de tal manera, que, avergonzándose de que se le viera llorar como un chiquillo, metió la cabeza en el agua y desapareció.

Mientras tanto se había hecho de día.

Entonces Pinocho ofreció el brazo a su padre, que apenas tenía fuerzas para ponerse en pie, y le dijo:

- Apóyate en mi brazo, querido papá, y vamos andando muy despacito, como las hormigas, y cuando estemos cansados nos sentaremos junto al camino.

-Y ¿adónde vamos? - preguntó.

- En busca de una casa o de una cabaña donde nos den por caridad un pedazo de pan y un poco de paja donde dormir.

Aun no habían andado cien pasos, cuando vieron sentados en la linde del camino dos tipos muy feos, en actitud de pedir limosna.

Eran el gato y la zorra; pero apenas si se podía reconocerlos. El gato, a fuerza de fingirse ciego, había cegado de verdad; y la zorra, envejecida y desastrada, andaba con muletas y estaba sin cola, porque hallándose un día en la mayor miseria, se vio obligada a vender su magnífica cola a un buhonero, que la compró para hacer un limpia tubos.

-¡Oh, Pinocho! - gritó la zorra con voz plañidera -. ¡Una limosna para dos pobres enfermos que no lo pueden ganar!

-¡No lo pueden ganar! - repitió el gato.

-¡Ah, bribones! - respondió el muñeco -. Me engañasteis una vez, pero ya he escarmentado. ¡Adiós, granujas!

-¡Créenos, Pinochito; que ahora es verdad que somos muy desgraciados y estamos en la miseria!

-¡En la miseria! - repitió el gato.

-¡Si sois pobres, bien empleado os está! ¡Quien mal anda, mal acaba! ¡Ahora pagáis las maldades que habéis cometido! ¡Adiós, granujas!

-¡Ten lástima de nosotros!

-¡De nosotros!

-¿La tuvisteis antes de mí? ¡Adiós, granujas!

Y Pinocho y su papá siguieron su camino tranquilamente. Unos cien pasos más allá vieron a lo lejos una - preciosa cabaña de paja, con el techo cubierto de flores azules.

- En aquella cabaña debe de vivir alguien – dijo Pinocho -. Vamos allá, y llamaremos.

Así lo hicieron.

-¿Quién es? - dijo desde dentro una vocecita.

-¡Somos un pobre papá y un pobre hijo sin pan ni hogar! - respondió el muñeco.

-¡Empujad la puerta y entrad! - dijo la misma vocecita.

Pinocho abrió la puerta, y entraron; pero por más que miraron, no vieron a nadie.

-¿Dónde está el dueño de esta cabaña? - preguntó Pinocho admirado.

-¡Aquí arriba estoy!

Padre e hijo se volvieron hacia el techo, y vieron en una viga al grillo parlante...

-¡Oh, mi querido grillito! - exclamó Pinocho saludando graciosamente.

- Ahora me llamas «tu querido grillito», ¿no es verdad? Pero, ¿te acuerdas de cuando me tirabas un mazo para arrojarme de tu casa?

-¡Tienes razón, grillito! ¡Arrójame también a mí de tu casa, tírame otro mazo, pero ten compasión de mi pobre papá!

-Tendré compasión no sólo del pobre padre sino también del hijo; pero te he recordado la mala acción que cometiste conmigo, para enseñarte que en este mundo se debe ser cortés con todos, si se quiere que tengan con nosotros igual cortesía.

-¡Tienes razón, grillito; tienes razón que te sobra, y no olvidaré nunca la lección que me has dado! Pero, oye: ¿cómo te has arreglado para comprarte esta cabaña tan bonita?

- Esta cabaña me la regaló ayer una linda cabrita que tenía el pelo de hermoso color azul turquí.

-¿Y adónde se fue la cabrita? - preguntó Pinocho con grandísimo interés.

- No lo sé.

-¿Y cuándo volverá?

- No volverá nunca. Ayer se marchó muy afligida, y balando parecía decir: « ¡Pobre Pinocho; ya no volveré a verle más! A estas horas lo habrá devorado el dragón».

-¿Dijo eso? ¡Entonces era ella, mi - queridísima Hada! - gritó Pinocho llorando y sollozando desesperadamente.

Después de llorar un buen rato se secó los ojos, y preparando un buen lecho de paja, acostó en él al pobre viejo. Luego preguntó al grillo parlante:

- Dime, amable grillo: ¿dónde podría encontrar un poco de leche para mi padre?

- Ahí al lado vive el hortelano Juanón, que tiene vacas de leche, ve a su establo y encontrarás lo que buscas.

Pinocho fue a casa del hortelano Juanón, pero éste le dijo:

-¿Cuánta leche quieres?

Un vaso lleno.

- Un vaso lleno cuesta diez céntimos. Dame primero los cuartos.

- Pero, ¡si no tengo un céntimo! - respondió Pinocho tristemente.

- Pues, hijo - replicó el hortelano -, si tú no tienes un céntimo, yo no tengo ni un dedo de leche.

-¡Todo sea por Dios! - dijo Pinocho haciendo ademán de marcharse.

-¡Espera un poco! - exclamó entonces Juanón -. Creo que aún podremos arreglarnos. ¿Quieres dar vueltas a la noria?

-¿Y qué es la noria?

- Pues mira: no es más que ir tirando de ese palo largo que ves ahí, y que sirve para sacar del pozo agua con que regar las hortalizas.

- Probaré.

- Si me sacas cien cubos de agua, te daré en cambio un vaso de leche.

-¡Está bien!

Juanón condujo a Pinocho a la huerta, y le enseñó la manera de sacar agua de la noria. Pinocho se puso en el acto al trabajo; pero antes de haber sacado los cien cubos de agua estaba ya bañado en sudor de la cabeza a los pies. Nunca había sentido tanta fatiga.

-Hasta ahora venía haciendo este trabajo mi borriquillo - dijo el hortelano -, pero el pobre animal se está muriendo.

-¿Podría verle? - dijo Pinocho.

- Sin inconveniente. Ven conmigo.

Apenas hubo entrado Pinocho en la cuadra, vio un lindo borriquillo extendido sobre la paja; se observaba a primera vista que el hambre y el exceso de trabajo habían llevado a aquel pobre animal a tan desesperada situación. Después de mirar fijamente al burro, se dijo Pinocho:

-¡Yo conozco a este borrico! ¡Su cara no es nueva para mí!

Y arrodillándose al lado del animal, le preguntó en lenguaje asnal.

-¿Quién eres?

Al oír esta pregunta, abrió el borriquillo los moribundos ojos, y balbuceó en el mismo lenguaje:

-¡Soy Es... pá... rra... go!

Y, cerrando los ojos, expiró.

-¡Pobre Espárrago! - dijo Pinocho a media voz, y tomando un puñado de paja, se enjugo una lágrima que corría por sus mejillas.

- Mucho te conmueve la muerte de un burro que no te ha costado nada - dijo el hortelano -. Pues, ¿qué debía hacer entonces yo que le he comprado con mi dinero contante y sonante?

- Le diré a usted. Era amigo mío...

-¿Amigo tuyo?

- Y compañero de escuela.

-¿Cómo? - exclamó Juanón soltando una carcajada -. ¿Has tenido burros por compañeros de escuela? ¡Valientes estudios haríais!

Mortificado por estas palabras, no respondió Pinocho; tomó su vaso de leche, aún caliente, y se fue a la cabaña.

Y desde aquel día en adelante, se levantó todas las mañanas antes del alba para ir a la noria, y ganar de este modo aquel vaso de leche que sentaba tan bien a su pobre padre. No se contentó con esto, sino que andando el tiempo se dedicó a fabricar cestas y canastos de junco, y con el dinero que ganaba atendía cuidadosamente a los gastos necesarios. Fabricó también, entre otras muchas cosas, un elegante carrito para llevar a su papá de paseo cuando hacía buen tiempo, para que tomase el aire y el sol.

Durante las primeras horas de la noche se ejercitaba en leer y escribir. Por unos cuantos céntimos había comprado en la población vecina un libro muy grande, al cual sólo le faltaban unas hojas del principio y el índice, y en este libro hacía su lectura. Para escribir se servía de una paja cortada a guisa de pluma; y como no tenía tinta, ni siquiera de calamares, mojaba su pluma en una jícara en la que había echado jugo de moras o de guindas.

Con su constante deseo de trabajar y su incansable actividad, no sólo conseguía atender cumplidamente a todas las necesidades de la vida, y especialmente a las de su padre enfermo, sino que había podido ahorrar hasta unas cuarenta perras chicas para comprarse un traje nuevo.

Una mañana dijo a su padre:

- Me voy al mercado vecino para comprarme una chaqueta, un gorro y un par de zapatos. Cuando vuelva a casa - agregó sonriendo -, estaré tan elegante, que no me cambiaré por un gran señor.

Y en cuanto salió de casa, comenzó a correr alegre y contento. A poco oyó que pronunciaban su nombre, y al volverse vio un caracol que salía de entre un matorral.

-¿No te acuerdas de mi?

- Por un lado me parece que sí, y por otro que no.

-¿No te acuerdas de aquel caracol que estaba al servicio del Hada de cabellos azules? ¿No te acuerdas de aquella noche que bajé a abrirte la puerta y estabas con un pie sujeto entre las tablas?

-Me acuerdo de todo - interrumpió Pinocho -; pero contéstame en seguida, mi buen caracol. ¿Dónde has dejado a mi buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha perdonado? ¿Se acuerda de mí? ¿Sigue queriéndome lo mismo? ¿Está muy lejos de aquí? ¿Dónde podría encontrarla?

A todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar aliento, contestó el caracol con su acostumbrada calma:

- Pinocho mío, la pobre Hada esta en el hospital.

-¿En el hospital?

- Desgraciadamente. Perseguida por las calamidades y gravemente enferma, hoy no tiene ni para comprar un triste pedazo de pan.

Pero, ¿es de veras? ¡Oh, qué pena tan grande! ¡Pobre Hada mía! ¡Si tuviera un millón, correría para entregártelo, pero no tengo más que cuarenta perros chicos! ¡Míralos! Era lo justo para comprarme un traje nuevo. ¡Tómalos, caracol, y corre a llevárselos a mi buen Hada!

-¿Y tu traje nuevo?

-¿Qué importa del traje nuevo? ¡Vendería hasta los harapos que llevo encima para poder ayudarla! ¡Anda, caracol, despacha pronto! Vuelve por aquí dentro de dos días, y espero que pueda darte alguna otra perrilla. Hasta ahora he trabajado para mantener a mi padre; desde hoy en adelante, trabajaré cinco horas más para mantener también a mi buena mamá. ¡Vete ya, caracol, y hasta dentro de dos días!

Contra su costumbre, echó a correr el caracol como una lagartija durante los calores del verano.

Cuando Pinocho volvió a la cabaña, le preguntó su papá:

-¿Y el vestido nuevo?

- No he podido encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia! ¡Otra vez lo compraré!

En vez de velar aquella noche hasta las diez, Pinocho estuvo trabajando hasta después de media noche, y en vez de ocho canastos hizo dieciséis.

Después se acostó, y se quedo dormido. Y mientras dormía, le pareció que veía en sueños a su Hada, bella y risueña, que le decía, después de haberle besado cariñosamente.

-¡Muy bien, Pinocho! ¡Por el buen corazón que has demostrado tener, te perdono todas las travesuras que has hecho hasta hoy! Los muchachos que atienden amorosamente a sus padres en la miseria y en la enfermedad, merecen siempre ser queridos, aunque no se los pueda citar como modelos de obediencia ni de buena conducta. Ten juicio en adelante, y serás feliz.

En este momento terminó el sueño y despertó Pinocho.

Ahora imaginaos vosotros cual sería su estupor cuando, al despertar, advirtió que ya no era un muñeco de madera, sino que se había convertido en un chico como todos los demás.

Miró en torno suyo, y en vez de las paredes de paja de la cabaña, vio una linda habitación amueblada con elegante sencillez. Salió de la cama y se encontró con un lindo traje nuevo, una gorra nueva y un par de preciosos zapatos de charol.

Apenas se hubo vestido, sintió el natural deseo de registrar los bolsillos; y al meter la mano, encontró un portamonedas de marfil que tenía escritas las siguientes palabras: «El Hada de los cabellos azules devuelve a su querido Pinocho los cuarenta perros chicos, y le agradece mucho su buena acción». Cuando abrió el portamonedas, en vez de cuarenta monedas de cobre encontró otras cuarenta relucientes monedas de oro.

Luego, fue a mirarse al espejo, y le pareció ser otro. No vio ya reflejada en él la acostumbrada imagen del muñeco de madera, sino la imagen viva e inteligente de un lindo muchacho con los cabellos castaños, los ojos celestes y con un aire alegre y festivo como la pascua florida.

En medio de tan maravillosos sucesos, ya no sabía Pinocho si todo era realidad o estaba soñando con los ojos abiertos.

-¿Dónde está mi papá? - gritó poco después; y entrando en una habitación contigua, encontró al viejo Geppetto sano, listo y con su antiguo buen humor, que habiendo vuelto a su oficio de tallista, estaba dibujando una preciosa cornisa adornada de hojas, de flores y de cabezas de diversos animales.

-¡Papá mío! Dime, por favor, ¿qué quiere decir todo esto?

-¿Cómo se explican estos cambios tan imprevistos? - le preguntó Pinocho, saltando a su cuello y cubriéndole el rostro de besos.

-Todos estos cambios imprevistos son debidos a tus méritos.

-¿Por qué a mis méritos?

- Porque cuando los muchachos se convierten de malos a buenos, tienen la virtud de dar otro aspecto nuevo y mejor a su familia y a todo lo que los rodea.

-¿Donde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?

- Helo ahí - contestó Geppetto, y le indicó un gran muñeco apoyado en una silla, con la cabeza inclinada a un lado, los brazos colgando y las piernas cruzadas y dobladas por la mitad, de tal forma que parecía un milagro que se pudiese sostener derecho.

Pinocho se volvió a contemplarlo y, cuando lo hubo observado un poco, dijo para sí con grandísima complacencia:

-¡Qué cómico resultaba yo cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy ahora de haberme transformado en un chico como es debido!

 

 

Fin

 

 

Carlo Collodi

 

 

 

 

 

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