Pinocho
(segunda parte)
Capítulo XVI
a hermosa niña de los cabellos azules hace recoger el muñeco; le mete en la cama, y manda llamar a tres médicos para saber si está vivo o muerto.
En el momento en que el pobre Pinocho, colgado por los ladrones en una rama de la Encina grande, parecía más muerto que vivo, la hermosa niña de los cabellos azules apareció de nuevo en la ventana. Y compadecida de aquel infeliz, que colgado por el cuello se columpiaba movido por el viento, dio tres palmaditas con las manos.
A los pocos instantes se oyó un rápido batir de alas, y apareció un milano muy grande, que vino a posarse en el antepecho de la ventana.
-¿Qué quieres de mí, hermosa Hada?- dijo el milano inclinando el pico en señal de respeto, porque habéis de saber que la niña de los cabellos azules no era, en fin de cuentas, más que una buenísima Hada, que hacía más de mil años que vivía en aquel bosque.
-¿Ves aquel muñeco que está colgado de una rama de la Encina grande?
-Lo veo.
-Pues bien: vete allí en seguida, volando; corta con tu fuerte pico la cuerda que le tiene suspendido en el aire, y con mucho cuidado le colocas tendido en la hierba al pie de la Encina.
Salió volando el milano, y a los dos minutos estaba ya de vuelta, diciendo:
-Ya está hecho lo que me has ordenado.
-¿Y cómo le has encontrado? ¿Vivo o muerto?
-A primera vista parecía muerto; pero no debe de estar aún muerto del todo, porque apenas he aflojado el nudo corredizo que le apretaba la garganta, ha lanzado un fuerte suspiro y ha dicho en voz baja: ¡Ahora me siento mejor!
Entonces el Hada dio otras dos palmadas, y apareció un magnífico perro de lanas, que andaba sobre las patas de atrás completamente derecho, como si fuera un hombre.Estaba vestido como un cochero, con librea de gala. Llevaba en la cabeza un tricornio galoneado de oro; una peluca rubia, con rizos que colgaban hasta el cuello; una casaca de color de chocolate, con botones de brillantes y con dos grandes bolsillos para guardar los huesos que su ama le daba para comer; unos calzones cortos de terciopelo carmesí, medias de seda y zapatos escotados. Detrás llevaba una especie de funda de paraguas, hecha de raso azul, que le servía para meter el rabo cuando el tiempo amenazaba lluvia.
-Óyeme, mi buen Sultán- dijo el Hada al perro de lanas-. Haz enganchar en seguida la mejor de mis carrozas, y toma el camino del bosque. Cuando llegues bajo la Encina grande, encontrarás tendido sobre la hierba un pobre muñeco medio muerto. Recógele con cuidado, le colocas bien en los almohadones de la carroza y le traes aquí. ¿Has comprendido?
El perro de lanas meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul, como dando a entender que había comprendido, y salió a escape.
Al poco tiempo se vio salir de la cochera una hermosísima carroza azul celeste, almohadillada con plumas de canario y tirada por cien parejas de conejitos de Indias, blancos, con los ojitos encarnados, llevando sentado en el pescante al perro de lanas, que hacía. Chasquear el látigo a derecha e izquierda, como los cocheros: cuando temen llegar tarde.
No había pasado un cuarto de hora cuando regresó la carroza, y el Hada, que estaba esperando a la puerta de la casa, cogió en brazos al pobre muñeco, y conduciéndole a una habitación pequeñita que tenía las paredes de nácar, mandó llamar a los médicos más famosos del contorno.
Y llegaron los médicos, uno detrás de otro: un cuervo, un mochuelo y un grillo-parlante.
-Quisiera saber, señores- dijo el Hada volviéndose hacia los tres médicos reunidos junto a la cama de Pinocho-, si este desgraciado muñeco está vivo o muerto.
Al oír esta pregunta se adelantó primero el cuervo, y le tomó el pulso; después le tocó la nariz y el dedo meñique del pie izquierdo, y cuando le hubo examinado bien, pronunció solemnemente estas palabras:
-Yo opino que el muñeco está completamente muerto; si por fortuna no estuviese muerto, entonces sería señal indudable de que estaba vivo.
-Siento mucho no ser de la misma opinión de mi ilustre amigo y colega el cuervo- dijo a su vez el mochuelo-; yo opino que el muñeco está vivo y bien vivo; pero si por desgracia no lo estuviese entonces sería señal indudable de que estaba muerto.
-¿Y usted qué dice?- preguntó el Hada al grillo-parlante.
-Yo creo que el médico prudente, cuando no sabe qué decir, lo mejor que puede hacer es permanecer callado. Por lo demás, este muñeco no me es desconocido: hace ya tiempo que le conozco.
Pinocho que había permanecido hasta aquel momento como un tronco, tuvo un estremecimiento que hizo mover la cama.
-¡Este muñeco- continuó diciendo el grillo-parlante- es un granuja incorregible!
Pinocho abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos en el acto.-¡Es un galopín, un holgazán, un vagabundo!
Pinocho escondió la cara entre las sábanas.
-¡Un hijo desobediente, que hará morirse de pena a su pobre padre!
En aquel momento se sintió en la habitación rumor de llanto y de sollozos. Levantaron el embozo de la sábana y se encontraron con que era Pinocho el que lloraba.
-Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de curación- dijo solemnemente el cuervo.
-Siento mucho contradecir a mi ilustre amigo y colega- replicó el mochuelo-. Yo creo que cuando el muerto llora es señal de que no le hace gracia morirse.
Capítulo XVII
Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los enterradores para llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece la nariz por decir mentiras.
Apenas salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el Hada a Pinocho, y al tocarle la frente notó que tenía una gran fiebre.
Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y se los presentó al muñeco, diciéndole cariñosamente.
-Bebe esto, y dentro de pocos días estarás bueno.
Pinocho miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz plañidera:
-¿Es dulce, o amargo?
-Es amargo, pero te sentará bien.
-¡Amargo! No lo quiero.
-¡Anda, bébelo: hazme caso a mí!
-Es que no me gustan las cosas amargas.
-Bébelo, y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el mal gusto.
-¿Dónde está el terrón de azúcar?
-Aquí lo tienes- dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
-Primero quiero que me des el terrón de azúcar, y después beberé el agua amarga.
-¿Me lo prometes?
-Sí.
El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de comérselo en menos tiempo que se dice, se relamió los labios, exclamando:
-¡Qué lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría entonces todos los días!
-Ahora vas a cumplir la promesa que me has hecho, y a beberte este poco de agua que ha de ponerte bueno.
De mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la punta de la nariz y haciendo un gesto; después hizo como que se lo llevaba a la boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por último dijo:
-¡Es muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!
-¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?
-Me lo figuro lo conozco en el olor. Quiero otro terrón de azúcar primero, y después la beberé.
Con toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la boca un poco de azúcar, y después le presentó el vaso otra vez.
-Así no puedo beberlo- dijo el muñeco haciendo mil gestos.
-¿Por qué?
-Porque me fastidia esa almohada que tengo en los, pies.
El Hada retiró la almohada.
-¡Es inútil, tampoco puedo beberlo!
-¿Qué es lo que ahora te fastidia?
-Me fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.
Entonces el Hada cerró la puerta.
-¡Es que no quiero!-gritó, Pinocho llorando y pataleando-. ¡No; no quiero beber ese agua amarga; no quiero; no, no!
-¡Hijo mío, mira que luego te arrepentirás!
-¡Mejor!
-Tu enfermedad es grave.
-¡Mejor!
-Esa fiebre puede llevarle al otro mundo.
-¡Mejor!
-¿No tienes miedo de la muerte?
-Ninguno. ¡Antes me muero que beber esa medicina tan amarga!
En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación, y entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que llevaban sobre los hombros; una caja de muerto.
-¿Qué queréis?- gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la cama.
-Venimos por ti- respondió el conejo más grueso de los cuatro.
-¿Por mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!
-Todavía no; pero te quedan pocos instantes; de vida, por no haber querido beber la medicina, que te hubiera curado la fiebre.
-¡Oh, Hada mía! ¡Hada mía!- comenzó entonces a gritar el muñeco-. ¡Dame en seguida el vaso! ¡Anda pronto, por favor, que yo no quiero morir, no quiero morir!
Y tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.
-¡Paciencia!- dijeron entonces los conejos-. Por esta vez hemos perdido el viaje.
Y echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían dejado en tierra, salieron del cuarto refunfuñando y murmurando entre dientes.
Claro es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la cama completamente curado; porque ya se sabe que los muñecos de madera tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto y de curarse en un santiamén.
Cuando el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y alegre como un pajarillo escapado de la jaula, le dijo:
-¿De modo que mi medicina te ha sentado muy bien?
-¡Ya lo creo! ¡Me ha resucitado!
-Entonces, ¿por que te has resistido tanto para beberla?
-Porque los niños somos así. Tenemos, más miedo de las medicinas que de la enfermedad.
-¡Pues muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una medicina a tiempo puede evitar una grave enfermedad, y aun la misma muerte.
¡Ah! Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos negros con la caja de muerto al hombro, y entonces cogeré en seguida el vaso, y adentro.
-¡Muy bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo caíste en manos de los ladrones.
Pues fue que Tragalumbre me dio cinco monedas de oro y me dijo: "Llévaselas a tu papa", y en el camino me encontré una zorra y un gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: ¿Quieres que esas monedas se conviertan en mil o en dos mil? Vente con nosotros y te llevaremos al Campo de los Milagros. Y yo les dije: "Vamos". Y ellos dijeron: "Nos detendremos un rato en la posada de El Cangrejo Rojo, y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino." Cuando yo me desperté ya no estaban allí, porque se habían marchado. Entonces yo me marché también. Y hacía una noche tan oscura que apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones metidos en dos sacos de carbón, que me dijeron: ¡Danos el dinero!" y yo les dije: "No tengo ningún dinero". Porque me había escondido las monedas de oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso meterme la mano en la boca, yo se la corté de un mordisco; pero al escupirla me encontré con que, en vez de una mano, era la zarpa de un gato. Y los ladrones echaron a correr detrás de mí; y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron; Y entonces me colgaron por el cuello en un árbol del bosque, diciendo: "Mañana volveremos, y estarás bien muerto y con la boca abierta, y entonces te sacaremos las monedas de oro que tienes escondidas debajo de la lengua".
-¿Y dónde tienes las cuatro monedas de oro?-le preguntó el Hada.
-¡Las he perdido!- respondió Pinocho; pero era mentira porque las tenía en el bolsillo.
Apenas había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era muy larga, creció más de dos dedos.
-¿Dónde las has perdido?
-En el bosque.
A esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.
-Si las has perdido en el bosque- dijo el Hada-, las buscaremos, y de seguro que hemos de encontrarlas, porque todo lo que se pierde en este bosque se encuentra siempre.
-Ahora que me acuerdo bien- dijo el muñeco, embrollándose cada vez más-, no las he perdido, sino que me las he tragado sin querer al tomar la medicina.
A esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan extraordinario que el pobre Pinocho no podía ya volverse en ninguna dirección. Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la pared o con la puerta del cuarto, y si levantaba la cabeza, corría el riesgo de meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz fenomenal.
El Hada le miraba y se reía.
-¿Por que te ríes?- preguntó el muñeco, confuso y pensativo, al ver cómo crecía su nariz por momentos.
-Me río de las mentiras que has dicho.
-¿Y cómo sabes que he dicho mentiras?
-Las mentiras, hijo mío, se conocen en seguida, porque las hay de dos clases: las mentiras que tienen las piernas cortas, y las que tienen la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la nariz larga.
Sintió Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde esconderse, trató de salir de la habitación. Pero no le fue posible: tanto le había crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.
Capítulo XVIII
Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.
Como podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase durante más de media hora porque con aquellas narizotas no podía salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y para que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede tener un niño. Pero cuando ya le vio tan desesperado que se le salían los ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas palmadas. A esta señal entraron en la habitación unos cuantos millares de esos pájaros que se llaman picos o carpinteros, porque pican en la madera de los árboles y posándose todos ellos en la nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal manera, que en pocos minutos aquella nariz enorme volvió a su tamaño anterior.
-¡Qué buena eres, Hada, y cuánto te quiero!- dijo el muñeco, enjuagándose los ojos.
-Yo también te quiero mucho- respondió el Hada-; y si quieres quedarte conmigo, serás mi hermanito y yo seré para ti una buena hermanita.
-Yo sí quisiera quedarme; pero; ¿y mi pobre papá?
-Ya he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de media noche estará aquí.
-¿De veras?-grito Pinocho saltando de alegría-. Entonces, Hada preciosa, si te parece bien, iré a buscarle ¡Tengo muchas ganas de darle un beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mi!
-Bueno; pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el camino del bosque, y así le encontrarás seguramente.
Salió Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como un galgo. Pero al llegar cerca del sitio donde estaba la Encina grande se paró de pronto, porque le pareció que había oído ruido de gente entre la maleza. En efecto: vio aparecer... ¿No sabéis a quién?Pues a la zorra y al gato; o sea a aquellos dos compañeros de viaje con los cuales había cenado en la posada de El Cangrejo Rojo.
-¡Pues si es nuestro querido Pinocho!- gritó la zorra, abrazándole y besándole-. ¿Qué haces por aquí?
-¿Qué haces por aquí?- repitió el gato.
-Es largo de contar-dijo el muñeco-. Pero ante todo os diré que la otra noche, cuando me dejasteis en la posada, me salieron al camino unos ladrones.
-¿Unos ladrones? ¿Pero es de veras? ¡Pobre Pinocho! ¿Y qué querían?
-Querían robarme las monedas de oro.
-¡Qué granujas!-dijo la zorra.
-¡Qué grandísimos granujas!- repitió el gato.
-Pero yo me escapé- continuó contando el muñeco-, y ellos siempre detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron en una rama de aquella Encina.
Y Pinocho señaló la Encina grande, que estaba a dos pasos de distancia.
-¡Que atrocidad!- exclamó la zorra-. ¡Qué mundo tan malo! ¡Parece mentira que haya gente así! ¿Dónde podremos vivir tranquilas las personas decentes?
Mientras charlaban de este modo observó Pinocho que el gato estaba manco de la mano derecha porque le faltaba toda la zarpa, con uñas y todo.-¿Qué has hecho de tu zarpa?-le preguntó.
Quiso contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino la zorra con destreza diciendo:
-Mi amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a contarlo. Yo lo contaré. Sabrás cómo hace una hora próximamente que nos hemos encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto de hambre. Que nos ha pedido una limosna. No teniendo nada que darle, ¿sabes lo que ha hecho este amigo mío, que tiene el corazón más grande del mundo? Pues se ha cortado de un mordisco la zarpa derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que se desayunara.
Y al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima.
También Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo al oído:
-¡Si todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los ratones!
-¿Y qué haces ahora por estos lugares?- preguntó la zorra al muñeco.
-Esperando a mi papá, que debe de llegar de un momento a otro.
-¿Y tus monedas de oro?
-Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de El Cangrejo Rojo.
-¡Y pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana mil o dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vamos a sembrarlas en el Campo de los Milagros?
-Hoy es imposible; iremos otro día.
-Otro día será tarde-dijo la zorra.
-¿Por qué?
-Porque ese campo ha sido comprado por un gran señor, que desde mañana no permitirá que nadie siembre dinero.
-¿Cuánto hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?
-No llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar una media hora; siembras en seguida las cuatro monedas, a los pocos minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos bien repletos. ¿Qué? ¿Vienes?
Pinocho vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Geppetto y de los consejos del grillo-parlante; pero terminó por hacer lo mismo que todos los muchachos que no tienen pizca de juicio ni de corazón; acabo por rascarse la cabeza y decir a la zorra y al gato:
-¡Bueno; me voy con vosotros!
Y marcharon los tres juntos.
Después de haber andado durante medio día llegaron a un pueblo que se llamaba "Engañabobos". Apenas entraron, vio Pinocho que en todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que se estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de frío, gallos y gallinas sin cresta y medio desplumados, que pedían de limosna un grano de maíz; grandes mariposas que ya no podían volar por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores, pavo reales avergonzados por el lastimoso estado de su cola y faisanes que lloraban la pérdida de su brillante plumaje de oro y plata.
Entre aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando alguna soberbia carroza llevando en su interior ya una zorra, ya una urraca ladrona o algún pajarraco de rapiña.
-¿Y dónde está el Campo de los Milagros?- preguntó Pinocho.
-A dos pasos de aquí.
Atravesaron la ciudad, y al salir de ella se metieron por un campo solitario, pero que se parecía como un huevo a otro a todos los demás campos del mundo.
-Ya hemos llegado- dijo la zorra al muñeco-; ahora haz con las manos un hoyo en la tierra, y mete en el las cuatro monedas de oro.
Pinocho obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro monedas que le quedaban y las cubrió con tierra.
-Ahora-dijo la zorra- vete a ese arroyo cercano y trae un poco de agua para regar la tierra en que has sembrado.Pinocho fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún cubo se quitó uno de los zapatos y lo llenó de agua, con la cual regó la tierra del hoyo. Después preguntó:
-¿Hay que hacer algo más?
-Nada más respondió la zorra-; ahora ya podemos irnos. Tú te vas a la ciudad, y cuando hayas estado allí unos veinte minutos, vienes otra vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con todas las ramas cargadas de monedas de oro.
Lleno de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la zorra y al gato, ofreciéndoles un magnífico regalo.-No queremos ningún regalo- respondieron aquel par de bribones-; sólo con haberte enseñado el modo de hacerte rico sin trabajo alguno, estamos más contentos que unas Pascuas.
Dicho esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena cosecha, se marcharon.
Capítulo XIX
Roban a Pinocho sus monedas de oro, y además le tienen cuatro meses en la cárcel.
Cuando Pinocho volvió a la ciudad, empezó a contar los minutos uno a uno y ya que creyó que había pasado el tiempo necesario, se puso de nuevo en marcha hacia el Campo de los Milagros.
Andaba con paso rápido, y sentía que su corazón palpitaba con más fuerza que de costumbre, haciendo "tic-tac; tic-tac", como un reloj en marcha. Mientras tanto, pensaba en su interior:
-¡Qué chasco, si me encontrara con que las ramas del árbol tienen dos mil monedas en vez de mil! ¿Y si en vez de dos mil fueran cinco mil? ¿Y si en vez de cinco mil fueran cien mil? ¡Entonces sí que sería un gran señor! ¡Tendría un magnífico palacio, y mil caballitos de cartón en muchas cuadras, automóviles, aeroplanos, y una despensa llena de mantecadas, de almendras garapiñadas, de bombones, de pasteles y de caramelos de los Alpes!
Así fantaseando vio de lejos el Campo de los Milagros, y lo primero que hizo fue mirar si había algún arbolito que tuviera las ramas cargadas de monedas; pero no vio ninguno. Anduvo unos cien pasos más, y nada; entró en el campo, y llegó hasta el mismo sitio donde había hecho el hoyo para enterrar sus monedas de oro; pero, nada, nada y siempre nada. Entonces se quedó pensativo e inquieto y, olvidando las reglas de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza.
En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada, se volvió y vio en las ramas de un árbol un viejo papagayo que estaba arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.
-¿Por qué te ríes?- le preguntó Pinocho encolerizado.
-Me río, porque al peinarme las plumas me he hecho cosquillas debajo del ala.
No respondió el muñeco. Se fue al arroyo, y llenando de agua el mismo zapato de antes regó la tierra que había echado encima de las monedas. Otra carcajada mayor y más impertinente que la anterior se oyó en la soledad de aquel campo.-¡Pero, vamos a ver, papagayo grosero!- gritó exasperado Pinocho-, ¿se puede saber de qué te ríes?
-¡Me río de los tontos que creen todas las patrañas que se les cuenta, y que se dejan engañar estúpidamente por el primero que llega!
-¿Lo dices por mí?
-Sí, lo digo por ti, pobre Pinocho, por ti, que eres tan simple, que has podido creer que el dinero se siembra en el campo y se recoge después, como se hace con las judías y con las patatas. Yo también lo creí una vez, Y por eso estoy hasta sin plumas. Ahora ya sé, aunque tarde, que para tener honradamente unas pesetas hay que saber ganarlas con el propio trabajo, sea en un oficio manual o con el esfuerzo de la inteligencia.
-No te comprendo- dijo el muñeco, que empezaba a temblar de miedo.
-Me explicaré mejor- continuó el papagayo-. Sabe, pues, que mientras tú estabas en la ciudad, volvieron a este campo la zorra y el gato, desenterraron las monedas y escaparon después como si los llevase el viento. ¡Lo que es ya, cualquiera les alcanza!
Pinocho se quedó como quien ve visiones; mas, no queriendo creer lo que le había dicho el papagayo, comenzó a cavar con las manos la tierra que había regado, y cava que cava, abrió un boquete tan grande como una cueva. Pero las monedas no parecían.
Lleno de desesperación, volvió corriendo a la ciudad, y se fue derechito a presentarse ante el juez para denunciar a los dos ladrones que le habían robado sus monedas.
El juez era un mono de la familia de los gorilas: un mono viejo; muy respetable por su aspecto grave, por su barba blanca, y sobre todo por unos anteojos de oro sin cristales, que usaba desde hacía dos anos, porque padecía una enfermedad de la vista.
Cuando Pinocho estuvo en presencia del juez, contó el engaño de que había sido víctima; dijo los nombres y apellidos y señas personales de los ladrones, y terminó por pedir justicia.
El juez le escuchó con mucha bondad, poniendo gran atención en lo que el muñeco refería. Se notó claramente que se enternecía con aquel relato y que sentía verdadera compasión. Cuando Pinocho hubo terminado, alargó la mano y tocó una campanilla.
A esta llamada aparecieron dos perros mastines, vestidos de guardias.
Señalando el juez a Pinocho, les dijo:-A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así, pues, prendedle, y a la cárcel con él.
Se quedó Pinocho estupefacto al oír esta sentencia. Quiso protestar; pero no pudo, porque los guardias, para no perder el tiempo inútilmente, le taparon la boca y le llevaron a la cárcel.
Allí permaneció cuatro meses, cuatro interminables meses, y aún hubiera estado mucho más tiempo, si no hubiese sido por un acontecimiento afortunado. Pues, señor, sucedió que el joven emperador que reinaba en la ciudad de Engañabobos, para solemnizar una gran victoria que había conseguido: sobre sus enemigos, ordenó que se celebrasen grandes festejos públicos: iluminaciones, fuegos artificiales, carreras de caballos y de bicicletas; y para demostrar su clemencia, dispuso que se abrieran las cárceles y que se pusiera en libertad todos los bribones.
Entonces dijo Pinocho al carcelero:
-Si salen de la cárcel los demás presos, yo también quiero salir.
-Tú no puedes salir, porque no figuras en el número de los...
-Dispense usted-interrumpió Pinocho-; yo soy también un bribón.
-¡Ah, ya! En ese caso, tiene usted mucha razón- contestó respetuosamente el carcelero, quitándose la gorra.
Y abriendo la puerta de la cárcel, dejó salir a Pinocho, haciéndole una profunda reverencia.
Capítulo XX
Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; pero encuentra en el camino una terrible serpiente y después queda preso en un cepo.
Figuraos la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin detenerse un momento salió corriendo de la ciudad, y tomó el camino que debía conducirle a la casita del Hada.
Había llovido mucho, y el camino tenía una cuarta de fango. Los pies de Pinocho se hundían en barro hasta el tobillo.
Pero el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al lado de su padre y de su hermanita, la hermosa niña de los cabellos azules, corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro le llegaban hasta el gorro.
Mientras así corría, iba diciéndose:-Pero, ¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo tengo merecido, porque soy un muñeco testarudo y travieso! ¡Siempre quiero salirme con la mía, sin atender los consejos de los que me quieren bien, y tienen además mil veces más juicio y más experiencia que yo!
¡Pero lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y ser un niño bueno y obediente! Ya estoy convencido de que los chicos desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi papá? ¿Estará en la casita con el Hada? ¡Pobrecillo! ¿Cuánto tiempo hace que no le veo y que no tengo ni siquiera el consuelo de darle un beso? ¿Y mi preciosa hermanita? ¿Me habrá perdonado lo malo que he sido? ¡Y pensar que le debo tantos favores, que me ha cuidado tan bien, y que me salvó la vida!... ¡No; si es imposible que haya niño más ingrato y descastado que yo!
Al terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos hacia atrás. ¿Qué había sucedido? Pues que había visto en medio del camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de fuego, y cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea imposible describir el terror que sintió el muñeco. Se alejó algo más de medio kilómetro, y se sentó sobre un montón de grava esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o tuviera que ir a algún recado y dejara libre el paso.
Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo visto, vivía de sus rentas y no tenía nada que hacer en todo el día. El caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo de sus ojos de fuego y el humo que salía de su cola.
Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se acerco hasta pocos pasos de distancia, saludó a la serpiente con una ceremoniosa reverencia, y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:
-Dispense usted, señora serpiente: "¿sería usted tan amable que se apartara un poquitín para dejarme pasar?"
¡Cómo si se lo hubiera dicho a una pared! Pinocho insistió con tono aún más amable:
-Usted me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a mi casa, donde está esperándome mi papá, y ya ve usted... ¡hace tanto tiempo que no le veo! ¿Me permite usted que pase?
La serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó inmóvil casi rígida. Sus ojos se cerraron, y la cola cesó de echar humo.
-¡Uy! ¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole!- pensó Pinocho contentísimo, y, restregándose las manos de alegría, fue a pasar por encima de la serpiente. Pero aún no había terminado de levantar la pierna, cuando la serpiente se erigió de pronto como un muelle que salta. Pinocho, aterrado, dio hacia atrás un salto tan rápido y vio lento, que tropezó y dio una voltereta como en el circo, cayendo al suelo de cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía una cuarta de fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el aire.
Al ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba patadas a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, la serpiente empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes. Pero, ¡qué risa! Se ponía mala. En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se le reventó una vena del pecho, y entonces sí que quedó muerta de verdad.Pinocho se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la carrera para llegar a la casa del Hada antes de que cayera la noche.
Pero por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir los pinchazos que el hambre le daba en el estómago, y saltó a un viñedo lindante para coger algunos racimos de uva moscatel.¡Nunca lo hubiera hecho!
Apenas penetró en el viñedo, crac..., sintió que dos cortantes aros de hierro le aprisionaban las piernas, haciéndole ver todas las estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo colocado allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna garduña o cualquiera otra alimaña de las muchas que había, y que eran el azote de todos los gallineros del contorno.
Capítulo XXI
Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a servir de perro para custodiar un gallinero.
¡Pobre muñeco! Empezó a llorar, a gritar y a lamentarse; pero llantos y gritos eran inútiles, porque en todo el contorno no se veía casa alguna, y por el camino no pasaba alma viviente.
Se hizo de noche. En parte por el daño grandísimo que le hacían aquellos hierros, apretándole las piernas como unas tenazas, y en parte por el miedo fenomenal de estar solo y de noche en aquel campo, el pobre Pinocho estaba a punto de caer desvanecido.
En esto vio pasar cerca de su cabeza una luciérnaga de luz, y le llamó diciéndole:
-¡Gusanito! ¡Precioso gusanito! ¿Quieres hacer la caridad de librarme de este suplico?
-¡Pobre muchacho!- exclamó la luciérnaga, acercándose compasiva para mirarle-. ¿Por qué tienes las piernas entre esos hierros tan cortantes?
-Porque he entrado en este campo para coger un par de racimos de uva moscatel...
-Pero, ¿esas uvas son tuyas?
-No.-¿Y quién te ha enseñado a tomar lo que no es tuyo?
-¡Tenía mucha hambre!
-¡Hijo mío, el tener hambre no es buena razón para apropiarse de lo ajeno!
-¡Es verdad, es verdad!- exclamó Pinocho llorando-. ¡Pero ya no lo haré más!
En este momento fue interrumpido el diálogo por el ligerísimo rumor de pasos que se acercaba. Era el dueño del campo, que, andando de puntillas, venía a ver si había caído en el cepo alguno de aquellas garduñas que le arrebataban los pollos durante la noche.
Grande fue su asombro cuando, al sacar una linterna que llevaba debajo del capote, vio que en vez de una garduña había caído un muchacho.
-¡Ah, ladronzuelo!- dijo el labrador encolerizado-. ¿Conque eres tú quien me roba las gallinas?
-¡Yo, no; yo, no!- gritó Pinocho sollozando-. ¡Yo he entrado en el campo sólo para tomar dos racimos de uvas!
-El que roba uvas es capaz de robar también gallinas. ¡No tengas cuidado! ¡Voy a darte una lección que no olvidarás en toda tu vida!
Y abriendo el cepo, agarró al muchacho por el cuello y echó a andar camino de su casa.Al llegar frente a la puerta le dejó caer en una era que había casi a la entrada y dándole dos azotes, dijo:
-Ahora ya es muy tarde, y quiero acostarme: mañana te ajustaré las cuentas. Mientras tanto, como hoy se ha muerto el perro que me hacía la guardia de noche, voy a ponerte en su puesto. Me servirás de perro guardián.
Después de decir esto, le puso al cuello un grueso collar de cuero, erizado de púas de hierro, y se lo apretó de modo que no pudiera quitárselo por la cabeza. El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, ésta a la pared por el otro extremo.-Si llueve esta noche- dijo el labrador-, puedes meterte en esa caseta de madera: ahí está la paja que ha servido de cama a mi perro durante cuatro años. ¡Ah! Procura estar bien alerta, y si vienen los ladrones, ladra muy fuerte.
Hecha esta última advertencia, entró el labrador en su casa y cerró la puerta con cerrojo, mientras que el desgraciado Pinocho, más muerto que vivo, quedaba solo en la era, tiritando de frío, de hambre y de miedo. De vez en cuando trataba rabiosamente de meter las manos por entre aquel collar, que le apretaba horriblemente la garganta.El pobre muñeco decía llorando:
-¡Me está muy bien, pero muy requetebién empleado! ¡He querido hacer vida de perdido, vagabundo; he seguido los consejos de las malas compañías; he sido un niño malo y desobediente, y por eso Dios me castiga! ¡Si hubiera sido un niño bueno y obediente, como lo son otros muchachos; si me hubiera dedicado al estudio y al trabajo; si hubiera permanecido en casa al lado de mi buen papá, no me vería ahora como me veo en medio del campo, teniendo que servir de perro de guarda a un labrador! ¡Oh, si se pudiera nacer otra vez! ¡Pero ya es tarde, y no hay más remedio que tener paciencia!
Después de este pequeño desahogo, que realmente le salía del corazón, se metió en la perrera, y muy poco después se quedó dormido.
Capítulo XXII
Pinocho descubre a los ladrones, y en recompensa de su fidelidad queda libre.
Hacía ya cerca de dos horas que dormía profundamente, y debía de ser poco más o menos la media noche, cuando le despertó un rumor de voces extrañas que parecían venir de la era. Asomó la punta de la nariz a la puerta de la perrera, y vio reunidos en conciliábulo cuatro bichejos de pelaje oscuro, que semejaban gatos. Pero no eran tales gatos; eran garduñas, animales carnívoros muy aficionados a las uvas y a los pollos tiernos. Una de las garduñas se separó de sus compañeras, y acercándose a la entrada de la perrera, dijo:
-¡Buenas noches, Moro!
-¡Yo no me llamo Moro!- contestó el muñeco.
-¿Quién eres entonces?
-Soy Pinocho.
-¿Y qué haces aquí?
-Estoy haciendo de perro de guarda.
-¿Dónde está Moro? ¿Qué ha sido del perro que estaba en esta caseta?
-Se ha muerto esta mañana.
-¿Se ha muerto? ¡Pobre animal! ¡Tan bueno como era! Pero, a juzgar por tu cara, tú también eres un perro simpático.-Dispénsame: yo no soy perro.
-¿Pues, qué eres?
-Un muñeco.
-¿Y estás de perro de guarda?
-Desgraciadamente: es un castigo.
-Pues bien; voy, a proponerte el mismo pacto que tenía con el difunto Moro, y te aseguro que quedarás contento.
-¿Cuál es ese pacto?
-Vendremos aquí una vez por semana, como antes hacíamos. Entraremos en el gallinero y nos llevaremos ocho gallinas. De esas ocho gallinas, siete serán para nosotras, la otra te la daremos a ti, con la condición de que te hagas el dormido y no se te ocurra ladrar y despertar al amo.
-¿Y Moro lo hacía así?
-¡Ya lo creo! Y siempre hemos estado en la mejor armonía. Conque, así, pues, duerme tranquilamente, y ten la seguridad de que antes de marcharnos de aquí dejaremos en la perrera una gallina bien pelada para que te la almuerces mañana. ¿Quedamos de acuerdo?
-¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Por completo!- respondió Pinocho-. Y quedó moviendo la cabeza con un aire un si es no es amenazador, como queriendo decir: "Dentro de poco os arreglarán las cuentas".
Cuando las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado, desfilaron hacia el gallinero, que estaba junto a la perrera, y después de abrir a puerta a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera que cerraba la entrada: penetraron silenciosamente una tras otra. Pero apenas habían acabado de entrar, cuando sintieron que se cerraba la puerta con gran violencia.
Había sido Pinocho, que no contento con cerrar la puerta, para mayor seguridad puso por delante una gran piedra para sujetarla a modo de puntal.
Después comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la fuerza que pudo, y con tanta propiedad, que parecía un perro auténtico.
Al oír los ladridos saltó el labrador de la cama, tomó una escopeta, y se asomó a la ventana preguntando:
-¿Qué ocurre?
-¡Que están aquí los ladrones!- respondió Pinocho.
-¿Dónde?
-¡En el gallinero!
-¡Bajo a escape!
Y, efectivamente, en un momento bajó el labrador, entró en el gallinero, y después de atrapar y meter en un saco las cuatro garduñas, les dijo con acento de satisfacción:
-¡Por fin habéis caído en mis manos! Podría castigaros si quisiera; pero no soy vengativo. Me conformaré con llevaros mañana a casa del vecino posadero, para que os desuelle y os ponga estofadas como si fuerais liebres. Es un honor que no merecéis; pero los hombres generosos como yo no guardamos rencor por estas menudencias.
Después se acercó a Pinocho, le hizo muchas caricias, y le preguntó:
-¿Cómo te has arreglado para descubrir el complot de estas cuatro ladronas? ¡Y pensar que Moro, mi fiel Moro, no pudo conseguirlo!
El muñeco podía haber dicho todo lo que sabía: haber contado el vergonzoso convenio que tenía el perro con las garduñas; pero, acordándose de que el perro había muerto, se dijo en se interior: ¿Para qué acusar a un difunto? Ya no se consigue nada, y es más caritativo no descubrir su infidelidad.
-¿Estabas despierto cuando llegaron las garduñas, o dormías?- continuó preguntando el labriego.
-Dormía- respondió Pinocho-; pero las garduñas me despertaron con su conversación, y una de ellas vino hasta la caseta y me dijo: "Si prometes no ladrar ni despertar al dueño, te regalaremos una buena gallina bien desplumada". ¡Abrase visto! ¡Tener la desfachatez de hacerme a mí semejante proposición! Porque yo podré ser un muñeco con todos los defectos del mundo, pero no soy capaz de cometer un delito ni de hacerme igual a esa gentuza tan mala.
-¡Eres un buen muchacho!- dijo el labriego, dándole un golpecito en el hombro-. Esos sentimientos te honran; y para. Probarte lo satisfecho que estoy de ti, desde este momento quedas en libertad de volver a tu casa.
Y en seguida le quitó el collar del perro.
Capítulo XXIII
Pinocho llora la muerte de la hermosa niña de los cabellos azules; después encuentra una paloma que los lleva a la orilla del mar, y ahí se arroja al agua para ir a salvar a su papá.
Apenas se vio Pinocho libre de aquel collar ignominioso y molesto, escapó a todo correr por el campo, y no paró un momento hasta llegar al camino real que había de conducirle hasta la casita del Hada.
Apenas llegó al camino, divisó a lo lejos el bosque donde, por su desgracia, había encontrado a la zorra y al gato, y vio también entre los demás árboles la elevada copa de aquella Encina grande, de la cual había sido colgado por el cuello; pero, por más que miraba a uno y otro lado, no pudo descubrir la casita de la hermosa niña de los cabellos azules.
Sintió entonces una especie de triste presentimiento, y apretando a correr con todas las fuerzas que sus piernas le permitían, en pocos minutos llegó a la pradera donde antes se levantaba la casita blanca. Pero la casita blanca ya no estaba allí. En su lugar había una lápida de mármol con una cruz, y en la cual estaban escritas las siguientes palabras:
AQUÍ YACE
LA NIÑA DE CABELLOS AZULES, QUE MURIÓ DE DOLOR POR HABERLA ABANDONADO SU HERMANITO PINOCHO. R. I. P. AMEN.Podéis pensar cómo se quedaría el muñeco, después de haber deletreado con mucho trabajo esta inscripción.
Cayó al suelo de bruces, y cubriendo de besos el mármol funerario, se echó a llorar desconsolado.
Así permaneció toda la noche, y a la mañana siguiente seguía llorando, aunque ya sus ojos no tenían lágrimas que derramar. Sus lamentos y gritos eran tan fuertes y estridentes, que el eco los repetía en las colinas cercanas.
Y llorando decía:
-¡Oh, Hada preciosa! ¡Hermanita mía! ¿Por qué has muerto? ¿Por qué no me he muerto yo en tu lugar?; ¡yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena! Y mi papa, ¿dónde estará? ¡Oh, Hada preciosa! ¡Dime dónde podré encontrarle, porque ahora quiero estar a su lado y no dejarle nunca, nunca, nunca! ¡Dime que no es verdad que te has muerto! ¡Si es cierto que me quieres, si quieres mucho a tu hermanito, vuelve a mi lado como antes! ¿No te da pena verme solo, abandonado de todos? ¡Si ahora vienen los ladrones me colgarán de nuevo en la Encina grande, y esta vez moriré para siempre! ¿Qué va a ser de mí, solo en el mundo? ¿Quién me dará de comer ahora, que te he perdido a ti y a mi pobre papá? ¿Quién me dará una chaqueta nueva? ¡Oh, cuánto mejor sería que yo también me muriese! ¡Si! ¡Yo quiero morir! ¡Hi... hi... hi...!
Mientras se lamentaba de este modo, trataba algunas veces de arrancarse los cabellos; pero como eran de madera, ni siquiera tenía el consuelo de despeinarse en desahogo de su desesperación.
En aquel instante pasó volando una paloma muy grande, que deteniéndose en el aire con las alas extendidas, gritó desde una gran altura:
-Dime, muchacho: ¿qué haces ahí, en el suelo?
-Ya lo ves: ¡estoy llorando!- dijo Pinocho alzando la cabeza hacia aquella voz y secándose los ojos con la manga de la chaqueta.
-Y dime ahora- continuó preguntando la paloma-: ¿no conoces por casualidad entre tus compañeros a un muñeco que se llama Pinocho?
-¿Pinocho? ¿Has dicho Pinocho?- repitió el muñeco, poniéndose instantáneamente de pie-. ¡Yo soy Pinocho!
Al oír la paloma esta respuesta se dejó caer velozmente y vino a posarse en tierra. Era más grande que un pavo.
-Entonces, conocerás también a Geppetto.
-¡Qué si le conozco! ¡Pues si es mi papá! ¿Te ha hablado de mí? ¿Vas a llevarme adonde esté? ¿Vive todavía? ¡Contéstame, por caridad! ¿Vive?
-Hace tres días que le dejé en la playa, orilla del mar.
-¿Qué hacía?
-Estaba construyendo una barquilla para atravesar el Océano. Hace más de cuatro meses que el pobre viejo anda errante por el mundo en busca tuyo; y como no ha podido encontrarte todavía, se le ha metido entre ceja y ceja ir a buscarte a los lejanos países del Nuevo Mundo.
-¿Cuánto hay desde aquí hasta esa playa?
-Más de mil kilómetros.
-¡Mil kilómetros! ¡Oh, linda paloma! ¡Qué felicidad tan grande si yo tuviera unas alas: como las tuyas!
-Si quieres venir, yo te llevaré.
-¿Cómo?
-A caballo sobre mí. ¿Pesas mucho? -¿Pesar mucho? ¡Quita allá! ¡Soy ligero como una pluma!
Y sin decir más, saltó Pinocho sobre la paloma, y poniendo una pierna a cada lado, como los jinetes en los caballos, gritó lleno de alegría:
¡Galopa, caballito, galopa! ¡Tengo ganas de llegar pronto!Levantó el vuelo la paloma, y a los pocos minutos, había subido tanto, que casi tocaban las nubes. Al llegar a tan extraordinaria altura, el muñeco tuvo la curiosidad de mirar hacia abajo y asomó la cabeza; pero sintió tal miedo y tal vértigo, que para no caer tuvo que agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballito de plumas.
Volaron durante todo el día, y al caer la noche dijo la paloma:
-¡Tengo mucha sed!
-¡Y yo mucha hambre!-agregó Pinocho.
-Vamos a detenernos unos minutos en ese palomar, y después nos pondremos de nuevo en viaje, para estar al amanecer en la playa del mar.
Entraron en un palomar que estaba desierto, y en el cual encontraron, por fortuna, una cazuela con agua y un cestito lleno de algarrobas.
En toda su vida había podido Pinocho comer algarrobas. Según decía él, le causaban náuseas, le revolvían el estómago. Pero aquella noche comió hasta que no pudo más, y cuando casi había dado fin de ellas, se volvió hacia la paloma, diciendo:
-¡No lo hubiera creído nunca que las algarrobas fuesen tan ricas!
-Hay que convencerse, muchacho- replicó la paloma-, de que cuando el hambre dice "¡aquí estoy!", y no hay otra cosa que comer, hasta las algarrobas resultan exquisitas. La verdadera hambre no tiene caprichos ni preferencias.
Después de terminada esta ligera colación se pusieron de nuevo en viaje, y ¡a volar! A la mañana siguiente llegaron a la playa.
La paloma dejó en tierra a Pinocho, y llevando su desinterés hasta no esperar ni a que Pinocho le diera las gracias, echó a volar rápidamente y desapareció.
La playa estaba llena de gente, que gritaba y gesticulaba mirando hacia el mar.
-¿Qué es lo que sucede?- preguntó Pinocho a una viejecita.
-Sucede que un pobre padre que ha perdido a su hijo se ha metido en una barquilla para ir al otro lado del mar en busca suya; pero hoy está tan malo el mar, que la barquilla acabará por irse a pique.
-¿Dónde está la barquilla?
Mírala allí lejos, frente a mi dedo-dijo la vieja, señalando una barquita en el mar, que vista desde aquella distancia parecía una cáscara de nuez que llevaba. Dentro un hombre muy pequeñito.
Siguió Pinocho con los ojos la dirección indicada, y después de mirar atentamente lanzó un agudísimo grito, diciendo:
-¡Ese es mi papá! ¡Es mi papá!
Mientras tanto la barquilla era presa del furioso temporal, y tan pronto desaparecía tras una enorme ola como volvía a flotar. Pinocho, de pie en la cima de una roca más elevada que las demás, no cesaba de llamar a su papá y de hacerle señas con los brazos, con el pañuelo y hasta con el gorro.
Pareció que Geppetto, por su parte, a pesar de estar tan lejos de la orilla, reconoció a su hijo, porque levantó su gorro al aire saludando, y a fuerza de señas dio a comprender que hubiera deseado volver a la playa, pero que el mar estaba tan alborotado, que no le permitía hacer uso de los remos para acercarse a tierra.De pronto vino una terrible ola que hizo desaparecer la barca.
Esperaron que volviese a flote, pero no se la vio más.
-¡Pobre hombre!- dijeron entonces los pescadores que se hallaban reunidos en la playa: y se marchaban tristemente hacia sus casas, cuando oyeron un grito desesperado y al volver la cabeza vieron un muchacho que se arrojaba al mar desde lo alto de una roca, gritando:
-¡Quiero salvar a mi papá!
Como Pinocho era de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un pez.
Tan pronto se le veía desaparecer bajo el agua, impulsado por la fuerza de las olas, como reaparecía nuevamente con un brazo o una pierna fuera, siempre alejándose de la playa, hasta que por último se perdió de vista.-¡Pobre muchacho!- dijeron entonces los pescadores que se hallaban en la playa; y volvieron a sus casas tristemente.
Carlo Collodi
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